La diosa de mi tormento de Nuria Llop - cap1

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Como era delito y pecado mostrarse en público con el pecho descubierto y él seguía llevando solamente los calzones largos que se había puesto antes de que lo arrestaran, un guardia le echó so­ bre los hombros una manta roída y apolillada, pero la vieja lana no bastó para evitar la tiritera que le sobrevino. El frío de la prime­ ra hora de la mañana le congeló hasta los huesos. Avanzó a trompicones hasta que coordinó el paso con el reo al que lo habían atado y, después de un buen trecho sin cruzarse con nadie, atravesaron la calle de Toledo. Las pocas almas soñolientas que deambulaban por allí se mantuvieron lejos de la fila de conde­ nados. Al llegar a la plaza de Puerta Cerrada la mirada de Julián se vio atraída por la fuente nueva, concretamente por la escultura de piedra blanca que la remataba: una Diana cazadora. No había vuelto a pensar en la aguerrida campesina y lamentó no poder vi­ vir lo suficiente para conocer a la mujer que lo salvó. Claro que si ella lo viera ahora, camino de la horca... Tropezó. Abstraído en sus pensamientos no se había percatado de que la fila se detenía y topó con el reo que la encabezaba. Apar­ tó la vista de la fuente para mirar al causante de la súbita parada. Un fraile con la túnica negra característica de los agustinos, la cruz colgada sobre el pecho y una capa corta con capucha que le cubría la cabeza había cortado el paso a los guardias que los guiaban. –Alabado sea el Señor, hermanos –se santiguó el clérigo–. ¿A dónde lleváis a estos hombres? –A la cárcel de la Villa. Julián, justo detrás de los guardias, pensó con desánimo que quizá no le colgaran esa misma mañana. –Me gustaría darles mi bendición, si me lo permitís. –Hacedlo, padre, pero no os entretengáis. El fraile se situó junto al preso que encabezaba la fila, trazó en el aire la señal de la cruz y empezó a orar en latín. Julián también deseó que no se entretuviera demasiado o se le acabaría helando hasta la sangre. Agarrotado, mientras esperaba su turno de bendiciones con im­ paciencia paseó la vista por la plaza y distinguió a lo lejos un hom­ 34


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