Derechos civiles de la mujer

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capítulo ii. el cristianismo

Aparece el cristianismo predicando la indisolubilidad del matrimonio: gran trabajo costó para que los romanos admitieran este principio; pero reinaba tanta inmoralidad a causa de los divorcios, que creyeron que practicándolo cambiaría la sociedad, como efectivamente sucedió. Admitida la indisolubilidad del lazo conyugal, la sociedad, desterrando con la frecuencia de los divorcios el germen principal de la corrupción, cambia de aspecto, pasando la mujer a ser en su hogar la esclava de sus deberes y por consiguiente digna esposa y digna madre. El matrimonio es la unión de dos seres iguales en derechos y obligaciones: to­ das las cargas son comunes. No es lícito al marido maltratar a su mujer, así como tampoco le es lícito repudiarla cuando se le dé la gana porque la disolución de una unión tan santa, como el matrimonio, no depende de la voluntad o capricho de un mal marido o de una mujer culpable sino de Dios, que bendijo aquella unión: “El hombre no separe a aquellos que Dios ha unido”. Los esposos se deben fidelidad recíproca: no se establece diferencia entre el marido y la mujer en cuanto a la facultad de repudiar el primero y de solicitar el divorcio la segunda: tienen, pues, dentro de los mismos límites, la mujer el derecho de divorcio y el marido el derecho de repudiación. Constantino fijó las causas del divorcio y estableció sus penas; y más tarde Honorio las confirmó y admitió un divorcio semilegal para el caso de que la mujer cometiera faltas leves. La misma reciprocidad que se nota en sus relaciones conyugales se nota en sus relaciones pecuniarias: la ley quiere que la dote aportada por la mujer corresponda a la donación propter nuptias, o sea, la donación hecha por el marido a la mujer para seguridad de su dote. La mujer es propietaria de su dote y la ley le da para reclamarla una hipoteca, un privilegio o una acción reivindicatoria: comienza, pues, el marido a hacerse, como dice Gide, lo que es bajo la ley moderna, el administrador responsable de los bienes de su mujer. La religión cristiana restringió también la potestad paterna: el derecho de vida y muerte de los padres sobre sus hijos desapareció; hay duda acerca de la época en que se privó al padre de esta horrorosa facultad que denota la ausencia absoluta del más santo y puro de los afectos del corazón humano. Troplong opina, en su obra ya citada, que pereció definitivamente dicho derecho el día en que Ericson, caballero romano del tiempo de Séneca, que había muerto a su hijo con los castigos que le hizo sufrir, fue perseguido en el foro por el pueblo que estaba dominado por la más profunda indignación. Esta manifestación de desagrado hecha por un pueblo entero fue la prueba más elocuente de que la sociedad romana había relegado al pasado el expresado derecho de vida y muerte. Constantino castigó con la pena de parricida al padre que mataba a su hijo, cual­quiera que fuera la causa que lo impulsaba a ello. Este Emperador no se limitó a asegurar la persona de los hijos, sino que también les aseguró una parte de sus bienes, dándosela en propiedad: los hizo dueños del peculio cuasicastrense (es decir, los bienes adquiridos por ellos como asesores, abogados, obispos, diáconos, eclesiásticos, oficiales agregados al prefecto del pretorio y, en fin, los adquiridos en el desempeño de cualquier oficio público), pues desde algún tiempo atrás lo -21-

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