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“La vida le copia al arte.” Oscar Wilde

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Viejos Pactos Nuevos. del libro "Los Reflejos en la Noche". Se podría escribir un diario breve de ti. Comenzarlo hoy, ayer o mañana, no sería sino hacer una crónica de siempre el mismo día, siempre la misma noche. ¿Y la hora? Es esa en la que te incorporás en la cama o erguís sobre la silla o estirás los brazos tensos apoyando las manos contra los mosaicos de la pared del duchero mientras te dejás seguir salpicando de sensaciones calientes bajo esas pompas de jabón que te cubren el no poder o simplemente no poder dormir. Es esa hora en la que la taza mañanera de lo que haya en algún frasco o sobre, bebida a desgano de pie contra el borde de mármol de la mesada de la cocina, resuelve la imposibilidad de un prácticamente idealizado desayuno suculento frente a compañías que no existen. Es esa hora en la que la pieza del hotel barato se llena con el resplandor intermitente del luminoso de neón, afuera, adosado por el armazón de hierro al edificio de pocos pisos, finisecular, de antigüedades diferentes al sabor de aquellas que desde el recién estrenado long play o de la clase de repertorio circunstancial con la romanza, el aria o la cabaletta honrando a Bellini, Donizetti, o Verdi celebraban tu arribo a un mundo que, desde la pieza de hotel barato, ahora una música de saxos y teclados tristes te lo evoca lejano , sacudiendo ese pensamiento que remite a lo primigenio; al primer grito; al nacimiento, arrancado para las sonrisas que se inclinan, consulares, a la mirada y temor inaugurales precediendo el camino hacia cierta pretendida madurez andando deletreos, primeras audiciones, lecturas descubiertas, soledades de erizantes fervores creadores, donde la excentricidad de una luz de vela desechando televisores o juegos electrónicos, se volcaba sobre la página garabateada con aquel primer poema pretendiendo entronizar para imposibles glorias futuras la inquietud de los besos que fueron edificando los primeros amores y también las lágrimas que no se querían mostrar, que se sufrían haciendo rodar al abismo las esperanzas perdidas frente a los también primeros e imprevistos, impensables engaños. Así, desde la habitación de hotel barato alzás la mirada al ventanal abierto por donde penetra una agobiante noche estival que te empuja a encender otro cigarrillo, a servirte nuevamente ese vaso de un whisky que te ayude a andar a través de las horas que fueron, que son , que serán, aguantando la soledad sobre tu peso, difícil de medir, de La Nada, La Nada cuando te llega en la forma de esas llamadas que hacés consultando una vieja agenda en procura de que una voz amiga te recuerde, desde quizás una carcajada circunstancial, el tiempo de la alegría; que una voz risueña te prometa pasiones renovadas en pocos minutos, cuando un taxi deposite en la madrugada de la entrada del hotel un cuerpo próximo a acariciar y abrazar, un peinado próximo a quedar en pelo revuelto cuando tus dedos nerviosos, presurosos, se hundan en él procurando en los besos, en la lengua recorriendo la piel, y en el aspirar nuevamente aquellos olores que te devuelven a tu triunfo sobre ese jadeo arqueado entre tus brazos, encima tus muslos, la celebración de ti mismo. Pero las llamadas no fueron contestadas y aquella indiferencia te llevó a revisar pasados errores en procura del perdón, de la redención.

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Las dudas acumulándosete en un rostro desencajado por el abandono en forma de barba de varias semanas te arrastró hasta la puerta de aquel tempo, en donde dudabas de si entrar o no, porque en el fondo de aquel estado tuyo suponías que entrando, arrodillándote y entrelazando los dedos de esas manos que te temblaban, la oración, el ruego fallarían, porque seguramente el Alabado seas se perdería en la ineptitud para pronunciar más o menos inteligiblemente la palabra torpe o infelizmente elegida. Por eso encendías el cigarrillo, como ahora; por eso dejabas atrás la posibilidad de penetrar en el pórtico de aquel templo, recordando en cambio los neones apagados, desde hacía décadas, de boliche esquinero vagamente iluminado en su interior por aquel tubo de luz que apenas llegaba a la sonrisa amarillenta sombreada por el gacho que parecía estar cantando desde siempre un tango a los triunfos que no eran tuyos, ni los de aquellos que, acodados al mostrador de mármol opaco, saludaban inexpresivos tu llegada a un universo de viajes no programados y donde los derroteros los iban trazando las copas que te invitaban o con laque invitabas, al tiempo que te volvías desde el mostrador a la entrada o salida de aquel boliche y lo único que veías era una boca abierta a la oscuridad que parecía ya habérselos tragado a todos los que te rodeaban, casi incluyéndote a no ser por ese pensamiento vago; ese pensamiento que te asaltaba nuevamente de que tal vez, por qué no, podía existir una salida. Salvación, le llamaban algunos; otros simplemente salida, cuando una voz en el boliche o en la calle, o simplemente consultando en tu casilla de correo electrónico a la que accediste desde cualquiera de esos cibercafés trasnochadores te hablaban cierta Tercera Profecía describiendo la llegada inminente de los últimos días previos al Juicio. Y es la voz del boliche, o en la calle, o abriendo tu correo en el cibercafé barrial, quienes te informan de desastres inminentes a través de esa dichosa Tercera Profecía que augura la inminencia de los últimos tiempos. Es cuando, metido y casi perdido entre aquellos otros que siguen libando, o caminando o encorvados junto a sus respectivas casillas de correo electrónico, mirando a tu alrededor por unos momentos, considerás que si se aproxima algún tiempo para ti es ese que te anuncia lo inminente de tener que hacer algo; algo antes de desaparecer para la indiferencia de los demás o para la indiferencia del universo. Y con esos pensamientos dejás el boliche, la calle, el cybercafé, para desandar tus pasos de retorno a tu último rincón, desconocido para los demás. Entonces, desde la pieza de hotel barato es cuando resolvés consultar esa “ánfora de sabiduría” que hace años te regaló alguna pitonisa de por aquí nomás; de esas que sobrellevan el día a puro cigarrillo y estabilizadores de humor y es cuando metés los dedos por el agujero de esa vasija de arcilla y revolvés, mezclás, entreverás una y varias veces las palabras que la pitonisa recortó una vez, hace mucho tiempo, cuando te creías dueño de ideas más claras; dueño de cierta certeza del camino que se suponía debías recorrer y no como ahora, cuando caminar simple-mente son tanteos, casi saltar los reflejos de la luna contra el pavimento a la búsqueda circunstancial de la mercancía perfumada, de la piel tersa y trescientos pesos y el hotel y “si no tenés casa o apartamento y vívís solo” y lo que resta es resolverse hasta que sacás los dedos con esa palabra apretada entre las yemas amarillentas de nicotina.

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Volcás la letra en la palma abierta de la otra mano y leés , releés varias veces; recordás entonces la voz aguardentosa salpicando saliva cerca de tu hombro y susurrándote, o a cierto mendigo sentado o casi arrumbado en un extremo del frontispicio de la iglesia o desde el contenido del correo electrónico abierto en la soledad de otra madrugada, las características de ese mensaje apocalíptico en medio de tus horas de cigarrillo, tus entreluces de luminoso junto al ventanal de la pieza de hotel barato, esa pantalla en blanco que en principio es tu mente, pero en donde más tarde o temprano te reformulás esa palabra que antes te proporcionó tu propio deseo de consultar a alguien o algo que esté por encima de tus limitaciones, a través de esa ánfora de sabiduría. Releés la palabra. Pensás en ella. Es un nombre que ya no te da miedo pensar, leer, escribir en tu mente… …Entonces, un repaso a cierta tradición de viejos pactos, de nuevos pactos, de viejos pactos nuevos, te invade a esa hora cuando el cigarrillo se enciende con la colilla del otro; cuando el mensaje apocalíptico se recuerda o se relee, cuando se piensa en el rostro perdido y entonces se admite la posibilidad; se piensa en los viejos pactos nuevos y se admite la posibilidad de sí, por qué no, si lo que queda es tan cambiante; es esta oscuridad a veces invadida de ciertas breves ráfagas, flashes de una luz que no se retiene o que aparece para por momentos señalar un camino que lleva a la meta de una salvación que está lejana, cuando entonces vuelve la oscuridad apenas atenuada por el luminoso que guiña afuera, adosado al costado de la entrada de hotel barato; la llama del cigarrillo resplandeciendo junto a tu rostro pensativo o al ceño fruncido de dudas, cuando releés cierta palabra ambigua, cierto nombre que bien te puede hacer mirar al Arriba o bien al Abajo, porque por momentos viene acompañada de un rostro de luz y otras con uno de sombra, y es cuando pensás hasta qué punto ciertas entidades y ciertas situaciones serán imaginarias. “Viejos pactos, nuevos pactos” te vuelve a la mente. “Viejos Pactos Nuevos”, pronuncian tus labios, sacudiendo el cigarrillo a medio consumir, los hielos de ese vaso que se volvió a llenar de whisky y del que antes tomás otro sorbo. Entonces, dejando de lado simples cientificismos, releés la palabra o la recordás; luego la invocás a media voz; tomás nuevamente del vaso de whisky, tragás saliva, respirás hondo y hacés formalmente cierto pedido que en principio te parece una reacción estúpida, atolondrada, loca, extrema, producto de esa soledad de la que no da cuenta nadie sino tú, cuando mirás at u alrededor y repetís la acción de pronunciar en voz más alta y decidida el nombre; aquel nombre del Arriba, del Abajo. Formulás el pedido y agregás eso que te costó más aceptar como necesario para que el pacto tenga su validez; la parte que te corresponde entregar por el triunfo anhelado; el destino final de tu alma a cambio de la concreción del genio en esa obra en ciernes, cuyo resultado unirá tu nombre al de Marlowe, al de Goethe, al de Mann. Acabado eso te quedás aguardando. Encendés otro cigarrillo.

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Bebés otro vaso de whisky en cuyo interior echás la primera exalación del humo de tabaco. Te detenés en un breve éxtasis frente a los guiños del luminoso allá afuera, como fragmento de una ciudad que se te antoja distante pese a asomarse en artificios nocturnos al marco del ventanal abierto. Echás una mirada circular al entorno que te rodea y que por un momento se te hace extraño, cuando sentís frío y te invade cierta sensación de desamparo y de un imposible poder volver a lo primigenio después de lo que resolviste llevar adelante, a través de ese camino hecho de fugaces triunfos y futuras oscuridades definitivas por donde en pocos instantes más, luego de invocado ese nombre aparecido en medio del discurso de un borracho, o de un mendigo, o de un mensaje cibernético o simplemente en la palabra revelada por el ánfora que tu impotencia y tu deseo y tu desesperación consultaron, iré avanzando a tu encuentro.

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CARONTE Cinco años de intenso platonismo verbal, sumado a varios desengaños con elementos que resultaron foráneos a mi complexión sentimental, no habían hecho sino ir afirmando en mí –en principio de manera quizá inconsciente a través del tiempo- el convencimiento de que la única digna de engalanar mi vida en una suerte de futura y paradisíaca convivencia marital era Ella, con mayúsculas. Describirla hubiera sido para mí -a lo largo de ese lustro que nos fue uniendo en intensa amistad y sugerente diálogo hablando de sentimientos amorosos a medias ocultos- como describir –sin premuras y con precisión de detalles- los componentes del día más hermoso y dichoso de mi vida. Seguramente sin saberlo desde su tierna femineidad, Ella representaba para mí un retorno a los rincones boscosos y casi olvidados (salvo para los espíritus románticos como el mío) de ese Helicón donde Febo Apolo bailaba con sus Musas al son del aulós. Fue así que luego de tomarme serenamente el tiempo para pensarlo, sopesar pros y contras y resolverme, decidí planificar los prolegómenos de nada más ni nada menos que: mi declaración de amor. Con todo fríamente calculado elegí el más que auspiciante día viernes para que saliéramos a cenar y a bailar bajo estricta invitación mía, la que concreté resuelto con una más que decidida llamada telefónica a su casa, no bien calculé la hora en la que la elegida por el corazón y por la lógica de los acontecimientos –que nos ratificaban como seres de absoluta y sólida afinidad- estaría llegando a la misma, procedente de su empleo. Así fue que la noche del día señalado ambos nos encaminamos al reducto de cena, show y baile, si bien ninguno de los dos reparó en quién amenizaría la velada, en ese lugar al que preferíamos por encima de todos los demás: el viejo, querido y siempre vigente Makao, en ese entonces ubicado en las alturas del Hotel Oceanía, con la clásica entrada por Mar Antártico, en donde cuántas veces habíamos tenido que esperar un rato largo hasta que algún taxi se dignara responder el llamado del conserje, avisando a la empresa que había clientes esperando por alguna unidad. Pero volviendo al tema de quién amenizaría la velada, en mi secreta euforia ante tal resolución (la de declararle mi amor a aquella que siempre aparecía firme tras mi difuso horizonte sentimental, entenebrecido por los nubarrones de mis tantos fracasos amorosos) no reparé en que esa noche haría su presentación el conjunto de Baffo da Onça y sus increíbles mulatas. Nos sentamos, ordenamos la cena, y cuando Ella me preguntó acerca del motivo por el que yo organizara aquella “hermosa velada” (expresión que utilizó la elegida, para mi secreto regocijo), en el momento en que el maestro de ceremonias hablaba en voz alta haciendo referencia a eso para lo que yo no prestaba mucha atención, aunque se relacionaba con la ansiada -por la clientela del local- presentación del conjunto brasilero y sus fabulosas mulatas, la miré fijo y, en el momento en que el presentador se volvía a un lado, extendía un brazo con la mano de palma hacia arriba, anunciando la entrada de Baffo da Onça, su arsenal de instrumentos de percusión y aquellas diosas de ébano esculturales, me lancé a revelarle y desarrollarle los detalles de mi amor, el que

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lógicamente –pensaba yo- se había ido gestando de manera silenciosa aunque solo visible por el encuentro de nuestras miradas, de nuestras sonrisas, de nuestras manos tomadas en un baile cabeza contra cabeza en aquellas medias horas de música lenta de nuestras primeras salidas a bolichear en compañía de otros amigos a lo largo de un lustro, y ratifiqué mi amor justo en el momento en que una cuerda de surdos, cuícas y pandeiros, seguida de caixas y otras formas –de las más variadas- de redoblantes y tambores, además de silbatos sonando en todas las intensidades, hicieron su entrada de manera atronadora, prolongándose ominosamente toda aquella insoportable estridencia mientras yo intentaba manifestar mi más que lógico deseo de que se convirtiera en mi esposa y todo esto con menos que poca suerte para mí, porque el incansable machacar sincopado de Baffo da Onça y el baile frenético de sus en esos momentos prescindibles mulatas -quienes con sus contorsiones habían logrado que prácticamente todas las miradas (y por momentos también la mirada de reojo de Ella) convergieran a aquellos físicos reconocidamente esculturales- hicieron que todo el local quedara sepultado en flashes multicolores y cambiantes al ritmo de aquella descomunal batucada, en medio de la que mis labios quedaron modulando quién sabe qué frente a los gestos de Ella, quien me señalaba con un índice uno de sus oídos y negaba frunciendo los labios ante la total imposibilidad de poder entender tan siquiera una sílaba, una coma, una puntuación y hasta un silencio de lo que infructuosamente yo estaba tratando de revelarle y para lo que me había preparado –casi como un samurai, como un monje zen, quizás hasta como un boxeador que se entrena sin descanso porque ve próxima su pelea decisiva por conseguir el título mundial de todos los pesos-, a lo largo de una inolvidable semana de estricta disciplina cuasi cenobítica y ensayo frente al espejo de lo que le diría y cómo se lo diría, luego de haber estado largas horas eligiendo los términos precisos con miras a elaborar la síntesis de un discurso confesional en el que no sobrara ni faltara nada; todo esto pronunciado con decisión…Sin embargo, mi boca quedó moviéndose cual si se tratara de aquellos muñecos que los ventrílocuos sientan en sus rodillas y que gesticulan y mueven los labios, abriendo y cerrando la boca de manera por demás mecánica…como yo en aquellos angustiantes momentos de batucada e incomprensión por parte de aquella a quien me había resuelto a convertir en mi esposa. Media hora (que sin embargo en mí significó toda una era) después, aquella primera actuación había llegado a su fin, como así también mis gesticulaciones. -¡Ufa! ¡Al fin! ¡No te escuchaba un pomo! –exclamó Ella, entre sonriente y levemente fastidiada bajando sus ojos, esos ojos celesteverdosos que a lo largo de un lustro me habían acompañado e inspirado desde la evocación cuando Ella y yo no estábamos juntos, y posó la mirada en los grandes platos donde nos habían traído una cena que permanecía casi intacta-. Bueno, ¡vamos a ver si comemos, antes de que se nos siga enfriando!.-Pero antes de llevarse a la boca aquel primer bocado que permanecía clavado en el tenedor, cerca de sus labios que todavía lucían el brillo del lápiz de labios levemente rosado, agregó imprevistamente-: Pero, ¿qué era lo que me dijiste? .-Apoyó el tenedor con el bocado en el plato y se echó atrás-: ¡Ay! Te da pereza, ¿no? –Yo, erguido a unos centímetros del borde de la mesa, junto a mi plato intacto, negué con un movimiento de la cabeza, procurando mostrarme despreocupado y dispuesto a repetir todo aquello que la bestial síncopa abrasilerada había acallado sin piedad-. Te escucho – me invitó, con una sonrisa, a dar inicio a aquello más parecido a un discurso, que me sentía súbitamente desganado en repetir, pero que sin embargo repetí. Y a medida que volvía a manifestarle aquel sentimiento que se había ido gestando a lo largo del tiempo en lo profundo de mi corazón, enfaticé, aunque reiterando que sentimiento que también

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creció no exento de cierta lógica que imponían cinco años que nos venían viendo juntos y sobreponiéndonos respectivamente a nuestros pasados fracasos sentimentales, ella fue borrando la sonrisa y en su lugar fue naciendo un semblante de estupor, traducido en la boca que se abría considerablemente al igual que los ojos, que iban adquiriendo un leve aunque inimaginable estrabismo, como si mi repetida confesión, declaración, revelación, versara sobre mis más bajos e inenarrables sentimientos; cual si yo fuera un ser extraño al que Ella viera y escuchara por primera vez. Rato después, la expresión pasmosa que había ido adquiriendo su semblante, a partir de un momento dado no hizo más que reafirmar en mí la contundencia en las palabras, mientras que con el torso me inclinaba un poco más hacia delante, con el riesgo de manchar el saco del traje gris con el borde de salsa tártara de mi plato. Por último esbocé una sonrisa, arqueé una ceja, entrelacé los dedos de las manos y finalicé con tres palabras: -Eso es todo. Respiré hondo y me puse a comer, mirándola y sonriéndole de a ratos, buscando la distensión de ambos (sobre todo de mí). Ella no dejaba de mirarme estupefacta y moviendo a derecha e izquierda lo que ya parecía ser el estupor entronizado en su cara, hasta que su boca empezó a modular… -¡Nunca me esperé esto! ¡Nunca me esperé que viniera de ti!: ¡mi amigo! Y enfatizó la palabra “amigo” como si deseara que me llegara con mayúsculas a mis oídos, luego de lo cual monologó por espacio de unos diez minutos más, sin dejar de enfatizar mi “Alta Calidad de Amigo” –sintetizando podría decirse que magistralmente algunos de los “grandes momentos” de aquella más que amistad, hermandad nuestra, según su interpretación de lo que había venido siendo nuestra “estrecha” y cuasi “confesional” relación, me revelaba- que, lógicamente, no se podía bajar de aquel sitial por este leve desvarío mío. Finalizado su discurso alzó el semblante como queriendo captar qué tema lento estaban pasando por los waffles de Makao y que se acompasaba al suave juego de las luces de colores cayendo a la pista, e inesperadamente sugirió que fuéramos a bailar. Lo hicimos. Y fue como nunca antes y sería como nunca después. Porque con un brazo le tomé por la cintura y la atraje contra mí y con la otra mano tomé la suya, recostando un lado de mi cara contra un lado de su cara, lejanamente movido por un creciente desgano que sin lugar a dudas tenía su origen en aquella tristeza que me fue ganando y a la que acompañaban detalles de un lugar que nos había visto felices, pero en una época que ahora me costaba un esfuerzo inhumano ubicar en qué lugar de mi vida había quedado. De la música ya no me llegaban sus notas, sus versos; de las luces de colores tampoco los efectos de ese éxtasis momentáneo que se sostiene al ritmo de aquellas canciones que en sus letras y melodías parecían homenajear ahora diferentes e inolvidables épocas de nuestra vida. Pero mi vida se había ido hacía siglos y en cambio la música con la que Ella y yo nos dejábamos llevar, se me antojaba una interminable y agobiante marcha fúnebre, tan fúnebre como el sonido demoledor con el que Baffo da Onça había

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silenciado mi impetuosa declaración de amor, hacía apenas dos horas o tal vez o seguramente, ya más de 500 siglos. Con un lado de mi cara contra la suya y manteniendo mi mentón a escasos centímetros de su hombro perfumado, pero al que nunca besaría y menos aún mordería o sobre el que dejaría pasar mi lengua -totalmente entregado a una pasión ahora inexistente-, observé el collar de luces de la rambla y los edificios costeros recostándose sobre la noche calurosa en dirección oeste, en esa pequeña transición playera de rocas, entre Malvín y Punta Gorda, adonde llegaba, plateado por la luna, el arribaje suave de las olas bajas. Sin embargo, esa visión acuosa súbitamente me representó aquel cauce de agua que es océano y que al oeste se afina y se convierte en el río del infierno, del Hades: dirección a la que el barquero conduce las almas de los muertos; “…de los muertos vivientes…”, agregaba yo mentalmente; de los zombies como luciría ahora todo mi aspecto, mi semblante, a escasos centímetros del rostro de aquella que ya hacía un rato me costaba reconocer como la razón de mis desvelos de la semana anterior. En cambio, sin dejar de observar aquellas olas bajas, me pareció que entre sus espumas de escaso brillo asomaba, orzando suavemente sobre el oleaje, la barca de aquel que me anunciaba que mi hora había llegado y que tarde o temprano colocarían sobre mi cadáver dos monedas tapando mis ojos para ser definitivamente conducido a un reino de sombras, donde sin embargo no encontraría las de aquellos que en vida habían alcanzado la categoría de héroes o semidioses. Como Aquiles… Como Ulises…Incluso como Hércules... Apenas lo pensé un momento, cuando aún estábamos bailando, porque no me atrevía a pronunciar, tan siquiera a modular silenciosamente, el nombre del infaltable barquero que para cada uno de nosotros tiene marcada una hora a fin de conducirnos al Averno en su barca oscura. Ya sin poderlo aguantar más me aparté del hombro de Ella, la miré a los ojos con mínima fijeza y le confesé que no quería bailar más; que me quería ir porque no me sentía muy bien que digamos. Ella pareció entenderlo y nos encaminamos a tomar asiento en nuestros respectivos lugares, junto a una cena que no había conocido de su postre. Llamé a quien nos había atendido gentilmente y pedí la adición, a lo que el mozo respondió con una rápida y grave inclinación de la cabeza hacia delante, alejándose y regresando con aquella cuenta. Miré la cifra y por una milésima de segundo pensé en lo que podría haber sido la posibilidad de derivar aquella cantidad de dinero que estaba a punto de entregar, a otros altos fines o que tan siquiera me hubiera servido para afrontar los días siguientes hasta fin de mes y cuando todavía faltaba algo así como una quincena para que se acabara. Pero entregué el billete grande y el mozo se alejó nuevamente en busca de cambio.

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-Bueno, ahora vamos a tener que pedir un taxi y esperar hasta que encuentren uno, como siempre –pretendió ella hacer un poco más llevadero aquel momento que, de lo contrario, hubiera carecido absolutamente de palabras. Asentí en silencio, tratando dificultosamente de armar una sonrisa, en tanto la imagen de aquel barquero conduciendo a la otra orilla las almas de los infelices como yo, no cesaba de hostigarme y yo trataba de reprimir el pronunciar su nombre y ni tan siquiera pensarlo. ¡Y todavía nos quedaba esperar un taxi parados junto a la puerta de salida de aquel Makao al que de seguro yo ya no volvería, como si se tratara de las últimas variantes de aquella tortura! El mozo regresó con el vuelto en billetes, salvo dos monedas de diez pesos que se resbalaron y cayeron al mantel girando verticales hasta irse aplanando y quedar inmóviles. Yo casi suelto un grito de espanto al constatar que aquellas dos monedas tenían casi la circunferencia de mis ojos; que el Destino, con mayúsculas, me estaba señalando que mi hora había llegado, cuando grande fue mi sorpresa, mi horror y por último mi entrega, al escuchar al mozo que nos anunciaba -¿o me anunciaba?-, con una sonrisa, que ya había un taxi aguardándonos a la salida, por Mar Antártico. Nos pusimos de pie y algo separados uno de la otra, una del otro, yo de ella, ella de mí, fuimos dejando atrás las mesas, las otras parejas, la pista de baile sobre la que seguían girando luces multicolores, el ambiente de música al que lentamente íbamos dejando de pertenecer. A lo lejos, fuera del recinto, en la calle, recortándose contra la súbita negrura de esa hora de la madrugada, nos esperaba el no menos negro contorno de aquel taxi y parado delante, junto a la puerta que se abría al asiento trasero, la silueta extrañamente hierática, aguardando a nuestra salida, de ese en quien inmediatamente reconocí, no a un obrero del volante, sino al barquero anunciándome que mi hora había llegado y solo restaba aceptar un destino que se me alzaba como irreversible, al tiempo que a mi lado quien fuera la elegida para esa noche se empezaba a convertir en un ser extraño quien, sin embargo, no dejó de mantener una rara sonrisa al verme observar al barquero y dibujar a mi vez una triste sonrisa con la que, entregado, pronuncié en voz alta:

-¡Caronte!… A lo que ella, mirando a aquella figura y volviéndose a mí respondió, casi con una carcajada: -¡Ay!, pero ¡qué bárbaro!: ¡no sabía que lo conocías! *** Guillermo Lopetegui 1º/XII/08-24/IV/10

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Fábula después de Hoffmann Fue en ese tiempo que precedió a los ensayos cuando, revisando anaqueles, Anna Sofía se encontró con aquel libro. Lo abrió por cualquier página, pasó una mano por la textura amarillenta de la hoja, algo quebrada en sus extremos, y con una sonrisa exteriorizó su agradable sorpresa ante lo que en principio consideró una casualidad, para luego sentir, imaginar que alguien o algo habría decretado que ese era el día señalado para que ella y el libro se encontraran. El impulso inicial la llevó a querer comentarlo con alguno de los compañeros del elenco, de los más allegados a ella fuera del escenario. Luego consideró que lo mejor era sentarse a leer la enigmática vida de ese músico, dibujante y escritor genial de quien un compositor había elegido tres de sus cuentos para concebir una partitura casi mágica de la que Anna Sofía, por primera vez en los anales de la lírica local, interpretaría los tres papeles femeninos principales. Giró levemente el torso y muy cerca reencontró su rostro reflejado en la luna, desazogada en los bordes, del gran espejo ovalado que se hallaba sin colgar apoyado verticalmente contra la pared. Llevando el libro en una mano y con el índice metido entre las páginas centrales, caminó unos pasos hasta detenerse ante su propia imagen. Entonces, con un histrionismo espontáneo se lanzó a la composición de los diferentes personajes. Así fue surgiendo en principio “Olympia”, la autómata, al abrir desmesuradamente los ojos, desplegar los brazos en cruz y mostrar de improviso una amplia sonrisa, aunque de dientes apretados; luego le tocó el turno a “Giulietta”, la cortesana, al arquear una ceja, alzar el mentón y dejar entreabrir los labios de manera falsamente seductora, y finalmente hizo su entrada “Antonia”, la enferma enamorada, al inclinar la cabeza a un costado con expresión lánguida y mano que se llevaba al pecho, sugiriendo cierto mal que el hecho de esforzarse en querer cantar haría inevitablemente mortal para su precaria salud. Con movimientos de los brazos, de la cabeza, del torso, de las piernas, de la expresión alternando teatralizaciones de la seriedad, la alegría y la tristeza frente al espejo, Anna Sofía iba componiendo su propio tema con variaciones a partir de los tres personajes femeninos de la ópera próxima a ensayar. Fuera, la tarde de últimos resplandores naranjas se iba resolviendo en preludio de luciérnagas que trazaban dibujos en la atmósfera, como si se tratara de manos de prestidigitadores invisibles jugando con varitas mágicas de punta iluminada, y primeras estrellas a las que parecían rozar las copas de los árboles más altos, anticipando la inminente hora nocturnal. Fue el momento en que Ernesto dejó momentáneamente de lado su tarea y corrió a cerrar las persianas cuando una correntada fría súbitamente le recorrió el cuerpo y amenazó con hacer volar algunos papeles y fotocopias dispersos alrededor de la hegemonizante computadora que se alzaba sobre el escritorio. Desde la ventana observó allá abajo la calle salpicada de reflejos artificiales y peatones que corrían a buscar refugio bajo las cornisas o detenían un taxi o se apretujaban bajo la parada del ómnibus. Finalmente se descolgó la lluvia, de características difíciles de ubicar dentro de una determinada temporada debido a que la jornada solía transitar todas las estaciones, haciendo del clima templado de antes apenas una suposición, un recuerdo. ...y ahora el tiempo son catástrofes climáticas el agujero en la capa de ozono la

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depredación en la selva amazónica una cada vez más delgada capa de hielo antártico con avisos de nuevas glaciaciones pero antes está el recalentamiento global creciente con tsunamis tifones huracanes desbordes inimaginables de ciertos ríos tradicionalmente calmos en Estados Unidos y todas esas zonas de conflicto que varían de la invasión a Irak pasando por bombas que explotan al unísono en diferentes puntos londinenses hasta la pobreza de siempre sumado a la creciente inseguridad ciudadana y la ineptitud gubernamental en varios países de América latina... Recién al tercer timbre Ernesto abrió más los ojos, dejó de lado el panorama exterior, se volvió al entorno inmediato de habitación que se había ido oscureciendo y en la que flotaba el resplandor azulado que emanaba del monitor de la computadora -haciendo resaltar los contornos, curvas o aristas de algunos muebles-, y constató que el teléfono estaba sonando y ya se había puesto a funcionar el contestador. Se acercó al aparato y en vez de levantar el tubo esperó a oír lo que tenían para decirle, aunque algo fatigado por aquellos pensamientos que en su soledad desplegaban visiones de un mundo próximo a su inminente y bíblico final, dejándole la doble interrogante de qué peso podían tener entonces la Música y la Poesía para impedir todo esto y adónde se irían después de la catástrofe. Sin embargo, aquello que le produjera una creciente inquietud desaparecía por completo y la interrogante quedaba una vez más contestada, siempre por imperio de aquella voz que, como un hálito portador de musicalidades venidas de un dulce origen común, tenía el efecto de devolverlo a la seguridad de un palacio encantado; al resguardo maravilloso de una infancia deslumbrada; a la patria primordial de donde provenían las afinidades esenciales, por lo que se apresuró a levantar el tubo. Con variaciones en la entonación de la voz que la confirmaban dueña de un amplio registro de soprano, ella narró el encuentro con aquel libro; de que echándose a lo largo del sofá en sombras prendió la portátil y ajena a las horas que iban pasando se dejó llevar por el contenido de esas páginas que hablaban de muñecas mecánicas, doctores endemoniados, cabezas parlantes, seres enmascarados, borrachos enamorados, cortesanas traicioneras, espejos mágicos, sopranos afantasmadas, góndolas misteriosas, seducciones imprevistas y en fin: abandonos de la razón y peregrinaciones a la locura por donde deambulaba la imaginación afiebrada de ese genio sin padre que había sido criado por un tío bajito y rechoncho mientras la madre se aislaba del otro lado de la puerta cerrada que ocluía toda posibilidad de comunicación entre lo que los demás integrantes de la familia consideraban la cordura cotidiana con ese universo delirante en el que la madre del futuro músico, dibujante y escritor había resuelto establecerse para siempre, con la Biblia como única y obsesiva lectura, una vez que fuera abandonada por el marido. Entrecerrando los ojos para dejarse pasear en ensoñaciones futuras a través de esa musicalidad que le llegaba del otro lado del teléfono, por momentos él intercalaba alguna opinión vinculada con lo maravilloso de ese encuentro que rubricaba, seguramente, un momento único entre un libro que hablaba de la vida y obra de un artista enigmático, la ópera basada en parte en el contenido de ese libro y la joven soprano destinada a interpretar lo que conformaba la esencia lírico-femenina de dicha ópera. El agregaba que lamentaba el no saber cantar para poder encarnar a ese poeta aventurero que se maravilla y baila con “Olympia”, se deja seducir y casi robar el alma por “Giulietta” y pretende la eterna felicidad junto a la mortalmente enferma “Antonia”. Una risa de falsete le llegaba entonces, recordándole su calidad de elegido para edificar con la soprano esa tan particular relación que se veía siempre confirmada en la llamada

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telefónica imprevista, en la audición a veces compartida del movimiento lento de determinado cuarteto para cuerdas al que ambos retornaban tarde o temprano, porque les recordaba esa hora encantada que celebraba el reencuentro y en el instante de la despedida el sabor que les quedaba de lo compartido, como si se tratara del fragmento que hablaba de la totalidad de un tiempo prometido en el que estarían definitivamente unidos y entonces ella le cantaría y él simplemente la contemplaría, a veces con lágrimas que recorrerían el labio superior armando la sonrisa placentera, la actitud agradecida por haber sido él el elegido, pensaba entonces el hombre, cuando en medio de las revelaciones telefónicas imprevistamente la mujer le recordaba su calidad de confidente al mencionarle con picardía en el tono de voz una salida con cierto candidato al que seguramente no le iba a hablar de todas estas revelaciones solo reservadas para su amigo incondicional; para el elegido a asistir a los ensayos de esa ópera destinada a inaugurar la temporada.

“Es un libro casi mágico”, volvía a revelar ella, en ese diálogo que retornaba en el sueño de cada uno; y agregaba que “Altera el tiempo; no sé: lo acelera, tal vez, y hasta lo modifica”, reía, y seguía: “Me siento a leer y cuando aparto los ojos del libro no sólo que se fue la luz del día sino que algo en la habitación luce diferente: los objetos parecen cambiados de lugar y hasta yo me veo distinta cuando me vuelvo a parar frente al espejo. Y seguramente por momentos tengo miedo y es cuando pienso en ti y me vienen unos impulsos terribles de llamarte.” “¿Te ves distante?... ¿Te vienen impulsos terribles de llamarme?”, interviene él, con algo de timidez súbita. “No distante: distinta... Y sí: impulsos terribles de llamarte, pero no porque me moleste hacerlo sino porque en caso contrario me parece que me va a dar algo ahí, sola, en medio de ese salón donde por lo general me siento al piano a ensayar, pero últimamente me recuesto para leer y cuando alzo la mirada es como que despertara de un sueño y me parece recordar vagamente que los objetos estaban en un lugar y luego constato que por lo visto cambiaron de sitio y me pregunto si los cambios solo se producen dentro del salón o si es toda la casa y la ciudad y el mundo que cambiaron por completo, sin yo saberlo porque estaba absorta en la lectura de ese libro.” “Vamos a enloquecer los dos en caso de que sigas adelante con su lectura y tarde o temprano la compartas conmigo”, agregaba él, buscando sonar bromista. “¿Y con quién, si no?”, preguntaba ella, afinando la voz y soltando una risa. “Tal vez con ese que te llamó y quedaron para salir no me importa adónde”, suelta él de improviso, y después se da cuenta que es lo más estúpido que dijo; además, sí le importa; pero, sin embargo, por el otro lado siente que una fuerza extraña, venida quién sabe de dónde, lo impulsaría a decir lo mismo una y mil veces a riesgo de no poder disfrutar más de la amistad de su amiga, la soprano y futura intérprete de esos tres personajes que ella, alternando con la lectura de ese libro, ha venido improvisando en la soledad del salón de piano de media cola, amplio sofá, espejo ovalado, ventanas que miran a la proximidad del jardín por donde transcurren las horas trazando en el paisajismo de la jornada sus diversas tonalidades.

Se lo había confiado con un beso en la mejilla y después se alejó con paso apurado y subió la escalera ubicada a un costado del escenario, no sin antes volverse a la platea circundada por las luminosidades resaltando los dorados y bordós de los diferentes pisos de palcos, tertulias, galerías y paraísos hasta el remate esplendoroso de la gran araña central, para ubicar la butaca de su amigo soplándole otro beso que él, alzando una mano, atrapó en el aire fresco del espacio contenido por el hemiciclo, viéndola luego

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desaparecer por entre los decorados dominados en lo alto por un cuadro enorme de esa soprano que el poeta borracho evocará en el Prólogo de la ópera que se estaba ensayando. Así entonces, cómodamente sentado en el medio de la platea semidesierta, Ernesto constató que el libro tenía subrayados, anotaciones al margen y otras particularidades que resultaban extrañas a quien recién empezaba a familiarizarse con su lectura. Alternó el hojear del volumen con las visiones que le llegaban del escenario, esperando ver aparecer de un momento a otro a su amiga, la soprano, y continuó hojeando, leyendo y esperando a... ¿se trataría simple y sorprendentemente de Olympia, parada allí en toda su gélida belleza de resortes y plástico, “apta para enamorar pero indiferente al amor”?, modularon sus labios, casi sin proponérselo. Pasó la mano por aquellas páginas como antes lo hiciera ella y se sorprendió al advertir un pasaje subrayado con una anotación al pie en la que se leía exactamente lo mismo que acababa de decir en voz baja. Aunque tampoco había que olvidar a “Giulietta”, la cortesana veneciana, riendo a espaldas del enamorado luego de haberlo seducido mientras entre risas se aleja en una góndola entregada a los besos libidinosos de su verdadero y deforme amante. Fue cuando sus labios mascullaron con rabia creciente: “Si por momentos esas risas no parecen actuadas sino asquerosamente reales”... Y esta vez con mano temblorosa pasó algunas páginas más de aquel libro, encontrándose –incómodamente impresionado- con el subrayado y la anotación al margen que reproducía exactamente las mismas palabras. Restaba “Antonia” y su imposibilidad de cantar porque de hacerlo fatalmente moriría; pero entonces a él lo privaba de la posibilidad de deleitarse con el canto de la muchacha, concluyendo en que “Otros, en época pasadas, cuando lucías rozagante y sana sí habrán disfrutado de las melodías que desarrollaría tu voz y que sin embargo yo no podré escuchar jamás. Si efectivamente es así, ¿de qué vale tu imagen de belleza enfermiza si no me puedo deleitar con lo que otros sí se deleitaron?”, rumiaron sus labios en la soledad de la platea. Con nerviosismo vago siguió pasando las páginas y una risa lastimera le confirmó la existencia de la anotación que fielmente reproducía lo que él acaba de rumiar. Apartó los ojos del libro y miró a su alrededor: se preguntaba quién sería aquel con quien la mujer había salido noches antes y con quien de seguro volvería a salir. ¿Estaría allí, en la platea? echó una mirada rápida a los costados, o en cambio ¿se estaría asomando por alguno de los palcos? alzó la cabeza y giró la mirada en semicírculo de unas a otras de aquellas mamposterías de dorado a la hoja, terciopelo bordó y alternancia de tulipas encendidas o apagadas, eslabonadas por el bajorrelieve de las guirnaldas rococó que adornaban la parte externa de los palcos, sostenidas por querubines que se agrupaban de a tres en los extremos. Entonces, con un sobresalto que pareció traerlo de lo profundo de la butaca, comprobó no sólo que las palabras que él decía, mascullaba, rumiaba estaban ya escritas en el libro, sino que tuvo que hacer un esfuerzo supremo e inútil por no querer reconocer que, con trazos casi garabateados en tinta china, no se trataba de otra que de su propia letra, la misma con la que en la última página de ese libro se citaba un pensamiento de Novalis: ”Solo en la muerte alcanza el amor su dulzura suprema”; y comprobó, con el mismo nerviosismo al que se le sumaba la imposibilidad de que su mente elaborara otras imágenes más luminosas y positivas, que se trataba de un pensamiento que le sugería, que le invitaba, desde el delirio del lector, del eternamente enamorado de la Diva y de los personajes que interpretaba, a ponerle fin a todo aquello corriendo hacia el

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escenario, atravesando escenografías sin estrenar, para ubicar a la cantante y de la forma que fuera terminar con aquel suplicio, evitando la cárcel y dándose él mismo castigo allí: suicidándose de la forma que fuera para caer encima del cuerpo de la amada que lo deleitaba pero que no le correspondía en su totalidad porque el resto de sus encantos estaban reservados a otro, desconocido para él, quien quizás lo estuviera observando, vigilando, siguiendo en sus movimientos solitarios en la platea casi desierta, tal vez ahogando una risa burlona desde un lugar inubicable en los recovecos del teatro. El hombre miró a todos lados y se aferró a la butaca, porque una sensación de vértigo imparable lo había invadido inmediatamente después de sepultarse en aquellos delirios de asesinato y suicidio amorosos seguidos de la sensación de sentirse observado quién sabe desde qué rincón que él no podía detectar. Bajó la mirada y comprobó que el libro seguía allí y que a su alrededor ningún personaje extraño lo observaba burlonamente semioculto tras los pliegues de cualquier cortina de terciopelo bordó. Lo inimaginable, lo inadmisible, lo peor entonces, consideró, es que se encuentre tras las bambalinas con ella entre sus brazos y ambos riéndose de él: el amigo fiel, el confidente, el admirador, el idólatra tal vez de una muñeca, de una cortesana y de una enferma que a veces se ocultaban tras el rostro y el impresionante registro vocal de una soprano a la que en el fondo él no sabía hasta dónde había llegado a conocer sinceramente. Ahora, en cambio, lo único que le importaba era hacer justicia. Resolvió aferrar el libro en una mano y se puso de pie. Caminó con paso apurado, subió la escalera de costado del escenario y zigzagueó inmerso en la penumbra de los decorados sin estrenar en busca de la mujer y aquel personaje siniestro que gozaba de todos los favores de ella. Imprevistamente una voz femenina de dicción clara seguido de unas exclamaciones masculinas detuvieron su caminata. Buscó ocultarse tras una ventana de cartón que miraba a la irrealidad de una calle lluviosa y observó a la pareja; más precisamente al cuerpo de perfil de ella que se dejaba abrazar y besar por quien no dejaba ver bien su cara debido a que la tenía semioculta contra el cuello de la mujer y lo besaba frenéticamente. No pudiendo resistirlo más, el hombre se dejó ver de improviso apareciendo de detrás del decorado que simulaba aquella ventana abierta a una lluvia inmóvil cayendo sobre una calle de trazos grises. Ella se enderezó liberándose de los brazos de quien la había venido cubriendo de besos y el hombre mostró el rostro cuando también se irguió, dejándose ver de frac impecable, luciendo una capa por encima de los hombros, guantes blancos que sostenía doblados en una mano y galera sombreando en parte un semblante en donde se destacaba el monóculo y la barba finamente recortada. El personaje masculino que aún mantenía tomada levemente por la cintura a la autómata o a la cortesana o a la enferma o a la soprano o a la amiga o a esa mujer desconocida para quien los seguía mirando, soltó una carcajada cuando estuvo seguro de que quien permanecía junto a la escenografía de ventana, con estupor acababa de comprobar algo que, pese a su familiaridad, no dejaba de resultarle súbitamente impresionante. Entonces ella miró primero al hombre que permanecía a su lado y después se volvió a Ernesto. Volvió a mirar al personaje de galera y después nuevamente a Ernesto y sin dejar de mirarlo finalmente se animó a

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preguntarle o fue una simple exclamación con tono claro aunque algo tembloroso en la voz, desde aquella distancia de penumbras cayendo sobre urbanizaciones de cartón: “¿Hoffmann? ¿Sos tú?”. Antes de cerrar los ojos y sentir que estaba próximo a desmayarse, Ernesto en principio iba a contestar que sí, que era él. Pero después dudó, porque al volver a mirar al personaje junto a la mujer, comprobó una vez más lo que antes le había llamado poderosamente la atención a ella y era que se trataba de él mismo, aunque con otro atuendo. Después se aferró del borde de la ventana de cartón, cerró los ojos y se entregó a una total oscuridad.

Fue el momento en que Ernesto abrió los ojos. Se encontraba parado junto a la ventana de persianas semiabiertas, cuando del contestador le llegaba una voz de mujer: “¿Ernesto? ¿Estás ahí? ¡Che, contestá!... Bueno: saliste o estás enfrascado en la escritura de alguno de tus delirios incomprensibles. Ok, nene, cuando puedas llamame a ver si vamos al cine, porque con esta lluvia de porquería no creo que se pueda hacer nada más. Chau-chau”. Ernesto se sentó de frente a la computadora y reacomodó las hojas fotocopiadas que tenía a su alrededor y que hablaban de Los cuentos de Hoffmann y del proceso de composición de esta ópera por parte de Offenbach, como así también otras fotocopias hablaban de la vida y obra de Hoffmann. Afuera llovía a cántaros y adentro Ernesto permanecía de frente al monitor y encorvado sobre el teclado. De vez en cuando alzaba la cabeza y se volvía a la ventana y una leve sonrisa se dibujaba en sus labios; en su semblante iluminado por el resplandor que le llegaba desde la computadora, al observar que el ventanal le seguía proyectando una atmósfera poblada de luciérnagas, un bosque con murmullo de enramadas que parecían traerle el suave canto de una mujer, desde lugares adonde solo se podía llegar siguiendo el sendero en curva ascendente trazado por el resplandor de una luna llena asomándose por entre los rincones apacibles de aquella tan particular hora nocturna.

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El Objeto de Violetta. Del libro Serias Picardías Ocurre más acá de los obstáculos: el bosque de sombras gruesas y gritos destemplados; la orilla pestilente; la agitación del mar en crestas de espuma gris rompiendo al pie del promontorio aislado. Sobre él se levanta la construcción de piedra empotrada en la roca; los salones que se multiplican en las escenografías que ella concibe, como marco alternado para placeres que resurgen a diferentes instancias de la luz y de su ausencia. Del alba al mediodía instaura la época: la alfombra de arabescos recubriendo la totalidad del piso; las consolas de patas onduladas sobre las que lucen jarrones japoneses desbordando el rosa de los crisantemos; el peso rojoscuro de las colgaduras que caen de lo alto de las paredes empapeladas; la profusión de espejos donde la rapidez de sus pasos silenciosos apenas refleja la silueta; el dorado a la hoja de la cama de dos plazas y a ambos extremos del respaldo la seguridad de las cadenas que ella ratifica, con un tirón decidido y seco a cada una; por último, varias escalas agudas y graves confirman la exacta del piano de media cola, sobre el que apoya una pequeña bandeja de plata dos copas y una botella de champagne. No duda de esa altivez que le va naciendo al ajustarse las medias de seda bajo el encaje de las ligas; al deslizar sus pies dentro de los botines de punta fina; al sentir cómo el vestido le va cubriendo el cuerpo, le afirma el torso encorsetado y le dimensiona el andar con la amplitud del miriñaque de larga cola; al recogerse el cabello por encima de la nuca, adornando el peinado con un pequeño airón de plumas del que baja la brevedad del tul -nimbándole una sonrisa que le nace lenta, plácida, de deseo todavía contenido-; al enfundarse el perfume de las manos en los guantes largos; al posar el brillo de un collar de ópalos sobre la combada piel del busto; al echarse encima de los hombros un mantón de Cachemira y al afirmarse en el puño de un parasol cerrado, alejándose momentáneamente de ese salón con el andar erguido. Camina la llanura embrujada de Medea; pasa por entre las columnas faraónicas de Aida; un resplandor mortecino le denuncia la figura cuando atraviesa la galería de arcos ojivales de Anna Bolena, y varios salones más adelante llega al de piso de bloques rectangulares y cama de troncos entrecruzados que la vio Walkyria. Violetta se acerca enlenteciendo los pasos, extiende hacia delante el parasol y con la punta presiona varias veces una zona de aquella desnudez que yace cubierta con una piel de oso encadenada y dormida. Bajo la piel olorosa una pierna se recoge y la otra se estira más; los brazos efectúan movimientos limitados por las muñecas engrilladas; los párpados comienzan a abrirse con dificultad y la mirada, reubicando el entorno, la reconoce Violetta quien le ordena que se incorpore. La desnudez obedece y se apoya contra el tronco horizontal. Violetta baja la mirada a un pequeño sobre de plaquetas, lo abre y saca una llave gracias a la que las muñecas quedan nuevamente liberadas. Una mano enguantada tira con soberbia decisión la piel de oso lejos de la cama y el "Vamos", de suave autoridad, indica que deben caminar tras ella. La altivez -seguida por los restos del sueño, el aterimiento y un apetito creciente-

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desanda los pasos de regreso al salón recién instaurado. Dentro, una tina de baño vaporosa anuncia el aseo inmediato; y mientras la desnudez se enjabona, Violetta se levanta el tul y la observa, con una nueva sonrisa que le va borrando la seriedad anterior; erguida sobre la alfombra de arabescos y con las manos enguantadas cruzadas contra la cintura que el corsé afina todavía más. Luego se permite honrarlo siendo afeitado, secado, perfumado y peinado por ella y finalmente le señala le señala las líneas rígidas del sirviente mudo donde aguarda el atuendo que eligió para él. Siente que el cuerpo se le va entibiando al ponerse la ropa interior, acomodarse la camisa de plastrón y cuello palomita, abotonarse el chaleco -algo amarillento por el tiempo de, quizás, otras fiestas-, constatar que el pantalón le cae perfecto, anudarse los zapatos negros y pasar suavemente las manos por las solapas de la chaqueta. Violetta se toma de su brazo y lo conduce hasta uno de los espejos verticales frente al que el hombre se refleja de frac impecable. Resta caminar hasta el piano. El hombre se acoda junto al atril en forma de lira y admira los movimientos de Violetta quitándose los guantes, disponiendo la partitura, tomando asiento en la banqueta y apoyando las manos en el teclado del Erard. Casi inmediatamente arremete con la introducción de "Sempre libera"; luego, su voz de timbre agudo llena la sala y produce leves vibraciones en los cristales de las dos copas de champagne e indica la intervención asordinada del tenor, inclinándole al hombre una expresión de sonrisa amplia y caída de los párpados. La repetición del área ajusta los tiempos, afina la coloratura de Violetta y hace más potentes las intervenciones al principio tímidas del hombre. Ella retoma el canto, pero comienza a metamorfosearlo en jadeo; las manos dejan de ejecutar y se aferran al escote del vestido, que cede a la premura del deseo con rapidez de utilería. Se pone súbitamente de pie, se abalanza contra el hombre y le arranca la chaqueta, la camisa de plastrón y con una vuelta en redondo lo sienta en la banqueta, toma entre sus manos aquel rostro -que todavía tiene una expresión de asombro-, su boca de labios carnosos se frunce levemente exteriorizando el vicio, y el beso prolongado -de lenguas que chocan, de dientes que rechinan- la hace abrirse de piernas y montarse encima de él. El hombre le rodea la ondulación de la espalda entre sus brazos, lame los pezones erizados, palpa y recorre -en crispaciones momentáneas de los dedos- la turgencia de los senos, la hendidura fina del vientre, la firmeza acompasada de las caderas femeninas que va dilatando la abertura, humedeciendo las entrepiernas de donde asciende el perfume íntimo, la esencia casi imaginada que se va concretando en vivencia inmediata cuando el hombre detiene sus manos en las caderas de Violetta y acelera aquel ritmo giratorio, decidido a penetrarla con esa erección que todavía es bulto de bragueta abotonada; búsqueda palpitante del camino abierto hacia la entregada posesión. Violetta deja descender una mano y atenazando aquella dureza arrastra al hombre hasta la cama, lo tira sobre la colcha, le arranca el pantalón y la ropa interior, se deshace el peinado y deja caer el cabello en cataratas de bucles castañoclaros, se acomoda arrodillada entre las piernas del hombre -que boca arriba busca con poca suerte detener en algún punto del cielo raso la mirada inquieta de su propia excitación- y su boca se abre completamente en una sonrisa voluptuosa que deja asomar los movimientos sinuosos de esa crisálida que comienza a lamer de arriba abajo hasta la succión de los labios, mientras la mano libre acaricia una cadera y sube hasta el torso masculino con suaves presiones de los dedos, en el crescendo de un contrapunto que solo se puede resolver en el minuto extático. Pero Violetta demora el arribo de los finales con un resuelto "Todavía no"; se recuesta boca arriba y entonces es el hombre quien debe retomar aquellos preámbulos que lengua que lame, de labios que succionan, de manos que recorren las regiones empapadas de aquella geografía que en Violetta es continente de agitaciones y jadeos, voz arrastrada que como única estrofa de un cántico profano

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repite el "¡Así! ¡Eso! ¡Ay! ¡Seguí!". Pero cuando el hombre presiente que las fuerzas ya no le van a responder, alza los ojos por encima de las oscilaciones pelvianas y observa con creciente intriga y luego temor- cuando Violetta alarga una mano y de debajo de uno de los almohadones forrados en raso -que adornan la cabecera Luis XVI- extrae una pistola Derringer calibre 41, apoya el doble caño en la frente sudorosa de quien permanece arrodillado y le advierte que "Si te detenés ahora ¡te mato!". El hombre afirma las manos alrededor de los muslos de Violetta, con el dedo índice estira una liga y la suelta: ella siente y disfruta aquel chasquido pese al ardor súbito, en tanto el hombre redobla sus malabarismos linguales cambiando la posición de las pantorrillas cada pocos segundos. Violetta aparta la frialdad de la pistola de bolsillo, la deja caer en la alfombra, respira cada vez más agitada y entrecortadamente y la voz, afinada por el goce último que anuncia el final próximo, le ordena subirse pronto arriba de ella. Las manos de Violetta se amoldan a las curvas de las nalgas masculinas; la dureza erecta resbala en los umbrales de la dilatación y el conocimiento de la profundidad se produce en un movimiento brusco de la fatiga empapada, cuando en un grito postrero el hombre se entrega por completo a ese lago de humedad perfumada donde luego -su cuerpo rendido sobre el de esa Violetta que lo retendrá entre los brazos y las piernas, condenándolo a la perpetuidad de su tersura- flotarán por algunos minutos los restos del deseo satisfecho. En esa misma cama la desnudez del hombre vuelve a sentir en sus muñecas los grilletes que se cierran. Violetta se cubre con el mantón de Cachemira, descorcha la botella de champagne, lo escancia en las dos copas, brindan, beben, vuelven a brindar y ella lo alimenta con canapés de caviar hasta la saciedad; hasta que el hombre se empieza a amodorrar. Se duerme, completamente vencido en su desnudez. Unos gritos destemplados le llegan con reverberancia incómoda. Luego siente que le sacuden el cuerpo; que lo golpean. Está de espaldas a esa violencia. Entre abre los ojos y advierte, proyectada en la pared, una sombra bastante gruesa. Se vuelve y lo recibe el rostro de adiposidad congestionada de su esposa. Gira sobre el colchón y cae al suelo, del otro lado de la cama, rasguñándose la frente con el filo de la mesa de luz. Cuando procura ponerse de pie su cabeza levanta y descuelga el retrato de los suegros, evitando que se haga trizas porque lo ataja entre sus manos y lo tira encima de la cama. Luego se acurruca contra la estrechez del espacio que queda entre la mesa de luz y la pared descascarada, se cubre la cama con las manos, cierra los ojos, aprieta los dientes y lo único que le llega son las recriminaciones desaforadas de una esposa a la que pensó que no volvería a ver hasta la semana siguiente. -¡Desgraciado! ¡No te puedo dejar solo porque vaya una a saber a quién traés para hacer tus porquerías! ¡Me gasté el dedo llamando por teléfono para controlar cómo marchaba todo y siempre daba ocupado! ¡Abro la puerta y me encuentro con que lo descolgaste! ¡Son más de las doce, entro al dormitorio y vos seguís durmiendo! ¡Y las sábanas están manchadas! ¡No fuiste capaz de comprender que mi hermana enviudó hace bien poco y que a la pobre no le queda nadie más que yo! ¡Y que vos! ¡Degenerado! ¡¿Qué te costaba responsabilizarte de la casa por unos días mientras yo le iba a hacer compañía a la pobre Pocha?! ¡Pero no!: ¡toco timbre para que me abras porque vengo cargada con las bolsas del súper y ni pelota! ¡Y encima el tocadiscos ese, que algún día de estos lo voy a tirar por la ventana, girando quién sabe desde qué hora con un disco rayado de

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esas óperas de mierda que después dejás desparramadas por el piso! ¡Y mirá que te dije hasta el cansancio que mi obsesión es tener el apartamento como una joyita! ¡Me paso las mañanas enteras barriendo y franeleando y cuando vengo me encuentro con todo este desorden que bien sabés la pelusa que junta!... ¡Pero lo que es el colmo es que además te compres una botella de champán, te la traigas al dormitorio y para tus borracheras utilices las copas de mamá que para mí son intocables y que venero como a la imagen del Santísimo! ¡Y tenés el tupé, el descaro, de forzar la puerta del cristalero!... ¡Pero me las vas a pagar! ¡Yo no voy a dejar que me venga un ataque de presión por tu culpa! La esposa cierra la puerta del dormitorio con llave, se la guarda en uno de los bolsillos del sacón, retaconea hasta el placard y se pone a elegir el cinturón más fino de hebilla más gruesa. La única puerta cerrada le confirma al hombre su imposibilidad de escapar. Sus ojos desorbitados siguen los movimientos de esa gorda que gira y lo detecta con la mirada ahuevada y enrojecida de ira, y que en una de las manos amorcilladas -de dedos cortos y uñas donde se destaca el esmalte saltado de un rosa eléctrico- sostiene el cinturón que comienza por hacer restallar en el aire y que con un "¡Vení para acá, carajo!" inicia la persecución alrededor de la cama y de un rincón a otro del cuarto. Los cinturonazos van ganando la espalda y las piernas del hombre, quien extenuado trastabilla junto a la piesera y cae de rodillas. Todavía alza los brazos intentando una mínima defensa de su cabeza y como último recurso teatraliza un semidesmayo que lo deja tendido sobre la alfombra plastificada. La furia portentosa suelta el cinturón e hinca su gordura cerca del rostro del hombre, quien con un párpado semiabierto vicha cuando su esposa se quita el telón negro que el sacón -pasadísimo de moda- simula sobre sus carnes. Lo levanta entre las masas de sus brazos y le recuesta la cabeza sobre sus ubres, que la colonia barata vuelve más ominosas. "Hijito mío", empieza a prologar como siempre, "aquí está mamita para cuidarlo de esas mujeres malas. Porque yo sé que hay mujeres que lo visitan cuando no estoy y que son malas. Pero ahora volví y usted sabe que solamente es de mamita." Y confirma sus propósitos de recordarle que sólo es de ella, desprendiéndose el sudor de la blusa negra con jabot ajado bajo la que surge -como una armadura en desuso- el sutién de armazón adquirido en las liquidaciones de alguna fábrica con venta directa al público. La esposa, con dificultad, más que desabrocharse se desengancha aquellos dos paracaídas de tela a la que los años le fueron haciendo perder el color y después logra quitarse la pollera de gabardina negra y brillo opacado por el uso cotidiano, a lo que sigue el desembarazarse de la faja. Llega el momento peor: cuando la esposa, al abrir las piernas para que los despojos del hombre se acomoden mejor entre las adiposidades, le deja ver de reojo lo profundo de ese abismo del que emana una mezcla olorosa en la que es imposible distinguir lo sexual de lo fisiológico, como así tampoco lo vago del vello perdido entre los rollos. Las manazas aguajanosas toman al hombre de los cachetes y pretenden hundirle la expresión de espanto en aquellas grasas. "¡Hacelo! ¡Hacelo, zorrito!", ganguea la esposa boca arriba semejando un lobo marino aparecido muerto en la playa, "¡Hacelo como lo hacés con esas putas cuando yo no estoy!" El hombre cierra con fuerza los ojos, deja asomar tímidamente la lengua y procura olvidarse de los ardores que le producen en todo el cuerpo las heridas entrecruzadas que le dejó el cinturón. Después de algunos minutos un quejido de la esposa -sordo, comprimido, recatado- le anuncia al hombre el final de la peor parte. Viene entonces el momento en que lo levanta, lo acuesta, le frota la espalda con un algodón impregnado en agua oxigenada, le

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pone una camiseta de manga larga, se recuesta a su lado, le pasa un brazo pulposo por el pecho y, a pesar de ella, le canta una extemporánea canción de cuna con esa descolocación aterradora. Por unos instantes el hombre eleva los ojos a la luz de cuarenta voltios que baja de la pantalla de acrílico, unida al cielo raso por dos cables semipelados que de a tramos muestran pedazos de cinta aisladora a punto de despegarse. Invoca el sueño, el desmayo, la muerte. .Desde los extremos del piano de cola las luces de los candelabros iluminan a la ejecutante del primer movimiento de la Fantasiestücke opus 12 de Schumann: el cabello, algo más oscuro y ligeramente ondulado, le cae suelto sobre los hombros enmarcando las inclinaciones de una expresión de ojos serenos recorriendo las líneas del pentagrama, las páginas que ella pasa con suavidad, creando bocetos rápidos con los movimientos de esa mano en alto emergiendo de la manga ancha y puño forrado en piel del deshabillé de satén largo que le cae cubriendo la banqueta y rozando el estampado de la alfombra. Todavía algo dolorido el hombre va abriendo los ojos a ese fraseo melodioso que le fue invadiendo en los últimos minutos del sueño. El efluvio anaranjado que parte de los candelabros le va individualizando las líneas de la cama adoselada; los brillos policromos de los diferentes trajes epocales vistiendo el hieratismo de los maniquíes dispersos por la habitación; las máscaras venecianas que cuelgan a diferentes alturas de las paredes festoneadas, entre bibliotecas de madera terciada repletas de partituras; las siluetas inclinadas contra algunos sillones tapizados en gobelino de un cello, una viola da gamba y un laúd de cuello largo. Lo que le sorprende es que puede moverse con facilidad; sus muñecas no están engrilladas y lleva puesto un piyama de franela. Se incorpora y recuesta contra los varios almohadones con funda de seda que lo rodean. Ella se vuelve a él y saluda al despertar con una sonrisa, interrumpiendo la fantasía. Se pone de pie y camina hacia la cabecera de la cama llevando entre sus manos un pote de porcelana. Del pote saca una compresa y la aplica en la frente del hombre, mientras él duda de si sigue estando frente a Violetta. Minutos después ella le quita la compresa, la echa dentro del recipiente y se aleja, para regresar con una taza de té humeante que le apoya en la falda, mullida por el edredón blanco. Con una extraña dulzura le aconseja que se lo tome enseguida. Se sienta a su lado y por momentos le pasa una mano por la cabellera, intentando cierta aproximación al antiguo peinado en esos remolinos que creó el dormir. Una luminosidad indefinida se filtra por los cortinados; hace imposible que el hombre sepa en qué hora viven, se reencuentran. Va a decir algo, pero ella le coloca dos dedos perfumados contra los labios; le retira la taza vacía y la deja sobre la alfombra. El hombre se reacomoda entre los almohadones, se desliza unos centímetros más bajo las sábanas sedosas y cierra los ojos por algunos segundos. Los suficientes para estar casi seguro de que ella ya no es Violetta y que con el tiempo vendrán otro bautismo, otro porte, otra escenografía; los suficientes para que ella le acaricie una mano, le bese cerca de los labios y le hable en voz baja, en respuesta a los pensamientos de ese hombre que permanece con los ojos cerrados y que, con apenas una mueca de paciencia, recibe aquella preocupación femenina porque "Esto es serio. Vamos a tener que suspender las representaciones por algún tiempo hasta que te repongas por completo;

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porque volvés a gritar dormido, describís lugares que no existen. pero lo peor es que seguís mencionando a esa gorda que se te aparece de improviso y que te acosa cada vez más".

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La Permanencia de las Gaviotas. Del libro la Esperanza y su Sombra. entonces sólo alcanza con alzar la cabeza o echar una mirada en derredor o fijar la atención en lo que se tiene delante y que sin embargo es cambiante uno no querría asignarles características se diría que casi mágicas a ciertas constataciones cotidianas pero se llega a la conclusión de que efectivamente algo de incidencia en nosotros tienen que tener las fases lunares el vaivén de las aguas el curso de los vientos y cierto mensaje oculto o advertencia solapada se encontraría allí adonde llegamos con la mirada cuando sólo basta con alzar la cabeza y ver que desde allá arriba se proyectan sombras de vuelos casi indiferentes cruzando la arena de la playa las copas de los bosques que crecen en la ladera de la barranca vuelos que pasan rasantes sobre esas aguas que se tornan oleaje oceánico o estuario de espumas bajas y una brisa cálida recorre lo que es mañana o tarde anticipando las vacaciones más allá del camino zigzagueante entre hileras desiguales de eucaliptos y pinos inclinados a través de los que a veces la noche se asoma con su rostro de luna llena o el día con el de su sol recién amanecido y son resplandores que singularizan ese auto que avanza llevando su carga de ternura y rabia entrega y rechazo entendimiento e incomprensión palabras dulces y gritos destemplados que siguen o preceden el beso apasionado que no llega a convertirse en mordiscón la caricia que casi se cierra en puño al que la impotencia empuja a por lo menos querer golpear contra el tablero de ese vehículo que sigue avanzando que va o que viene ondulante a lo largo del camino que serpentea sobre las barrancas o se hace asfalto finalizado en vértice casi infinito paralelo a la playa que se percibe tras las ondulaciones alternadas de los médanos apenas coronados por briznas que sacude el viento de un casi mediodía anticipándose a la tarde o últimas entreluces ingresando a esa mañana con visiones de unos asientos junto al bar de madera que se alza en la playa oceánica o de una cabaña cercana al camino de la barranca pero también en esa observación acalorada señalando alternadamente el paisaje y a quien va en el otro asiento en un momento de la marcha que la observación altera allí a un costado del asfalto costero paralelo a las ondulaciones de los médanos separados del camino por esa banquina hacia la que el auto se va derrapando pero es ahora sobre la grava al borde de donde la barranca es umbral para el abismo en el que aguardan la nada o el todo hasta la rápida maniobra y el auto que traza una peligrosa curva casi en dos ruedas pero retorna al lugar por donde va o viene siendo necesario frenar unos momentos apagar el motor respirar hondo volverse a quien va en el otro asiento acercarse para aspirar el perfume que corona la frente transpirada y baja por las mejillas hasta la suavidad del cuello en aquella necesaria sucesión de besos y abrazos que casi edifican el acto amoroso allí mismo para después retomar el trayecto ondulando a lo largo del camino que serpentea anunciando la finalización o el comienzo del viaje La finalización o el comienzo del viaje era una planta que se agregaba al jardín, una comida que se pensaba para el almuerzo o la cena, un mantón de Manila que se colgaba encima de la cabecera de la cama, la foto que rescataba un momento del caminar en la playa, del rostro hermoso que asomaba por entre la cabellera oscura y larga enmarcando el toque de esa sonrisa oficiando de contrapunto con los ojos que intensificaban sus brillos de aguamarina cuando la otra sonrisa la recibía y la mano vagamente perfumada ofrendaba una caricia al rostro barbado armando el beso que fundía intensidades; era su baile de caderas que se movían lentas, sugerentes, ceñidas por el vestido con ruedo de

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picos cayendo a diferentes alturas para la admiración de quien no la podía imaginar en sueños ajenos y reservada para las pasiones de otros que sin embargo sí habían estado, en ese pasado frente al que a veces se luchaba por intentar reducirlo a una imposible inexistencia. Por eso era preciso volver a esa hora de la jornada en donde el comienzo o la finalización del viaje era ella agachada junto al malvón que quería agregar a ese terreno que se extendía alrededor de la cabaña sin pensar en el auto regresando, viniendo, huyendo, salvándose, con la intención de que en ese apuro -tragando asfalto de carretera corriendo paralela a la arena oceánica- se borraran los días, las horas, las noches en otra cama metida dentro de un bungalow, en brazos de una realidad que había transcurrido secreta, de espaldas al hogar desintegrado de ella cuando tú todavía no existías; cuando tu necesidad de edificar un verso, una línea pentagramática, un modelado, no estaba necesariamente ligada a la feminidad de expresión que iba y venía a veces de la serenidad a la inquietud, de la placidez a la indiferencia. Entonces aquella otra realidad había tenido al menos el nombre de una profesión y tú pensabas en eso mientras la veías allí agachada hundiendo la pala en la tierra, con ese contento que le dibujaba una sonrisa en su silencioso constatar que al fin la planta se iba a agregar a las diferentes floraciones del jardín, estableciendo una colorida variación del ansiado para siempre. Y cuando por ahí ella y tú enfrentaban las miradas era para rubricar lo inexpugnable de la intimidad, en ese brindis de cena a la luz de dos velas compradas en un puesto artesanal cercano al Parador Chico o en esa cama atemporal adonde al fin las atracciones desnudas se echaban para abrazarse, besarse, amarse, en el comienzo o en el final de ese tiempo que los reencontraba al despuntar la mañana con piares que bajaban de las enramadas o avanzada la madrugada y poco antes de salir ambos raudos a través de la noche buscando el reducto de música, colores y brebajes en donde la admirabas cuando tus ojos maravillados la ratificaban reina única acaparando la noche de una danza interminable; y uno que ceñía a la otra por la cintura, atrayéndola, y la intensidad de tus dos aguamarinas transmitiéndole a él cuánto lo deseabas y tú esperando que ella te dijera cuánto te amaba; y los ojos que admiraban, la sonrisa que reencontraba, los brazos que rodeaban, las caderas que refregaban decretaban continuamente lo deseado, con una imperiosa necesidad de abandonar aquel parador de baile estival para regresar a la cama de la cabaña, si bien más tarde o más temprano, de frente a tu creación inconclusa, te asaltarían certezas de aquella otra cama, la del bungalow, donde la mujer se había sabido refugiar en aquel con quien a lo largo de los años se había ido sincerando en un principio sólo en las sesiones establecidas, en la revelación única de las palabras de ella y en el silencioso, científico y hasta comprensivo saber escuchar de él, quien bajaba los ojos al recetario para recomendar y casi ordenar –aunque con mirada que la experiencia hacía dulce y tranquilizadora, sobre todo luego de aquellos primeros tiempos del cóctel diario de antipsicóticos, hipnóticos, ansiolíticos, vitaminas y reactivadores del humor-: Talpram, Topiramato y Lorazepan, con su correspondiente dosificación repartida entre las mañanas y las noches; aquel que conocía de los secretos e imposibilidades de la mujer y que también pensó en sus propias imposibilidades, en una estructura hogareña que quizás siguiera funcionando por sí sola, si bien por el momento no la pensaba abandonar y en cambio expuso a la paciente la posibilidad de que ambos consumaran aquello que dieron en llamar relación “infradiafragmática”, ya que suponía la promesa de no comprometer otras zonas que aquellas que se ubicaban cintura abajo, alejadas de las que –por cierta tradición romántica que asignó caudal afectivo a la dinámica de la sístole y la diástole- latían en

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el país de los sentimientos que al principio un acuerdo tácito negó explorar, atender, preservar. Así entonces el psiquiatra y la paciente iniciaron ese nuevo tipo de contacto que fue amontonando días, semanas, meses y años, en tanto ella en el hogar era sólo indiferencia, silencio, vasos de cerveza que se agregaban a sus horas nocturnas de frente al televisor o bien leyendo un libro recomendado, recorriendo con mirada cansada un catálogo de cosméticos o poniéndose a escribir una carta. Tal vez en el mismo momento el psiquiatra se encerraba en el escritorio que era obstaculizar las indagaciones cercanas; y así el hombre intentaba recrear aquellos otros momentos, los intentó recrear de forma lenta y progresiva cuando un día recordó que podía alternar las horas de profesión y hasta las de pasión junto a la mujer que alguna vez había sido sólo su paciente, pretendiendo en la creación –actividad que se le había despertado de forma sorpresiva e imperiosa- desentrañar lo oculto de aquellos “buenos momentos” –como les gustaba definirlos a ambos a la hora de evocarlos por carta, por teléfono o en algún encuentro que a veces se hacía forzosamente casual- que al fin y al cabo tenían tanto de la poesía que él nunca había escrito, de la música que nunca había compuesto, de la escultura que nunca había modelado. Después, sin embargo, entendió que la única creación posible estaba junto a ella; y se sorprendió el día o la noche en que, a determinada hora de su soledad, se reconoció dispuesto a abandonarlo todo en medio de un mundo cuya vorágine muchas veces no se sabía bien en dónde se justificaba ni hacia dónde marchaba. En cambio en él fue creciendo la dificultad para deshacerse del recuerdo próximo de ella, por lo que se animó a atravesar sus propias evocaciones para ir a buscarla a través de un camino de ternura que necesariamente lo tenía que depositar en una playa donde luego de mucho caminar seguramente la iba a divisar sentada en aquella reposera blanca, junto al médano, con el largo pareo salpicado de arena húmeda y el pelo ondulante tapándole la mitad de ese rostro sonriente, que estaba allí como esperando desde siempre al otro arribo que venía decidido a llevársela en pos de una interminable temporada que los debería encontrar para siempre juntos. -Me pregunto entonces cuándo es que hago mi aparición en el horizonte de tus propósitos, si es que después los planes con tu famoso psiquiatra se frustraron -hablaba unas veces el hombre; otras, las palabras parecían emanarle de una imprevista ensoñación. “Me lo pregunto mientras te observo plantando el malvón o cuando intensificás tu abrazo a un costado de esa cama que nos reencuentra o estamos bailando en medio de la cumbiamba del Parador Grande al que llegamos sin importarnos nada, sin tan siquiera ver cómo nos recibiría la cabaña a las tres de la mañana y cuando dejamos definitivamente atrás la ciudad y pienso que entonces recomienza para ambos esa temporada en donde los abrazos, los besos, los actos amorosos se hacen exclusivamente para nosotros…”-… y trato de dejar de lado la visión de un casi espectro por quien alguna vez pasaste en vela o esperaste a que llegaran otros fines de semana o prolongaste el mutismo frente a los imprevistos acontecimientos sociales o apuraste los tantos vasos de cerveza que te llevaban a la vorágine de los diversos bares buscados y encontrados, donde podías sincerarte con los robustos mancebos de turno acerca de tu soledad y de aquel por quien tú también alguna vez estuviste tentada, aunque temerosa, de abandonarlo todo y cuando yo no existía. -No entiendo... ¿Que no existías? ¿Qué decís? “Sin embargo”, es la ensoñación la que prosigue, “a veces me animo a imaginar una

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reposera colocada al costado de determinado médano que resguarda del viento en la playa oceánica, y es como si te hubiera disfrutado antes en ese bajar por el camino bordeado de marcelas que llevaba a tu lugar predilecto allí, junto a la casilla construida de madera de encofrado, con hueco rectangular oficiando de bar desde donde se atendían los pedidos y se proporcionaba una vista cercana de las crestas espumosas sobre las que asomaban los surfers emergiendo tú en la eternidad de esa sonrisa que parecía darme la bienvenida, ya no a otro buen momento en la playa sino al segundo que midió ese instante cósmico cuando sin asumírtelo decretaste darme la vida a través de esa rotundidad tuya saludando a mi presencia, en medio de los restos de espuma salitrosa que te corría por el cuerpo y que los brillos de esa hora descubrían para cierta actitud mía, entre el asombro y la alegría, de saberme definitivamente entregado.” -Tenés que tener en claro que eso jamás cambió; que no se alteró. -Resulta que a veces me animo a pensar que antes o después hubo un bungalow junto a la playa, cerca del faro, en el este oceánico, muy muy lejos de la cabaña y las barrancas. Súbitamente a él se le representó nuevamente la visión del auto yendo al balneario o viniendo a las barrancas, llevando en su interior a la dulce y amada mujer con el cansancio casi recostado contra la ventanilla y del otro lado el ánimo cambiante del hombre que iba manejando. Después venía el momento en que el auto se apartaba imprevistamente del camino, se inclinaba peligrosamente sobre dos ruedas y el hombre enamorado se afirmaba en el volante, dominaba la situación y lograba reingresar al asfalto paralelo al océano o a la grava ondulante sobre la barranca que se alzaba a cincuenta metros frente al estuario. Pero, entonces, lo asaltó la duda. -¿Quién era ese hombre? -¿Cómo que “quién era ese hombre”? –habló ella, algo fatigada porque acababa de plantar un malvón o la pregunta la había interrumpido brevemente para mirarlo con gesto comprensivo, en medio de la mesa que estaba tendiendo para el almuerzo o la cena. Ella alargaba una mano y él sentía la caricia en el rostro entrecerrando los ojos, recordando su propia pregunta aunque recordando también esa hora de la jornada en que ambos habían quedado temporalmente detenidos; ese crepúsculo en el que muchas veces encontraban la luz exacta que los aproximaba y los hacía convocar la eternidad en la cena compartida, la cama que exploraban cuando ya las luminosidades de la bailanta no eran sino un eco lejano que se iba diluyendo tras los jadeos, los gemidos, las caricias y los besos, las piernas atrapándolo con esa sonrisa por donde la lengua de la mujer asomaba deseosa, incitando al hombre a la aventura de buscarla perdiéndose o reencontrándose en lo profundo de ese amor, de ese deseo que ambos ratificaban a diferentes instancias de los resplandores transitorios. -A veces en el amanecer y otras en el crepúsculo –retomaba él, mientras ella detenida en su tarea o en el tiempo o en mitad de un vuelo allá en lo alto o junto al malvón plantado o la mesa a medio tender, lo escuchaba con sereno y amoroso respeto-, renacían para mi íntima satisfacción las luminosidades de esa certeza de que sólo éramos tú y yo, y nadie más. Pero de pronto –continuaba, casi sin pausa y sin darle tiempo a ella a que agregara algo tal vez con el ánimo de tranquilizarlo- me asalta la imagen de tu famoso psiquiatra y aquella temporada en el balneario de Avenida Principal, con faro en un extremo de cabo rocoso, flanqueado por las extensiones de arena y olas donde a veces asomaban las tablas de surf o los restos de aquel barco antiguo –finalizaba. Y tratando de sobreponerse a esa serena belleza que lo seguía observando a la espera de lo que todavía

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tuviera para decirle, interrumpía en cambio sus impresiones resolviendo salir al encuentro de su propia playa, su propio rincón de arena, su propio enigma. Así, viéndolo alejarse, ella detenía la tarea que la hacía soltar la pala dejándola caer en el suelo de gramilla y tierra removida, o el cuchillo que en vez de quedar paralelo al tenedor con un ruido seco, metálico, caía sobre aquél balanceándose brevemente y después quedaba detenido rozando los dientes del tenedor, o se dejaba llevar por aleteos, picos que se movían a un lado y otro y vuelos rasantes sobre la superficie del mar o muy por encima de las barrancas y las playas, y desde su virtual soledad el mirar de sus aguamarinas proyectaba cierta panorámica que reedificaba la visión del balneario oceánico, aquel bungalow entre los otros, la ventana de postigos entornados que atenuaba el resplandor que venía de fuera penetrando en la habitación y cayendo sobre la zona de sábanas revueltas y cuerpos desnudos, abrazados, exhaustos y dormidos, a medias tapados a una determinada hora de esa jornada de verano, serena, casi silenciosa. En un principio son despertares breves, que se alternan, que recorren la sensación de que se está durmiendo desde siempre y que las percepciones son apenas ese leve contacto que se tiene con el mundo exterior, necesario para simplemente constatar –en el abrazo, en los dedos que oprimen la otra espalda, en la nariz que aspira el perfume femenino que baja de la frente mientras que el rostro de facciones suaves sigue recostado contra el pecho velludo- la íntima satisfacción al entreabrir momentáneamente los ojos de que ella, de que él, siguen allí una muy junto al otro; y son las aguamarinas primero y después los ojos oscuros que en entresueños recorren brevemente los ángulos de la habitación, el resplandor que los postigos atenúan, y renovando la intensidad del abrazo palpan la exacta temperatura de los cuerpos luego del amor, para retornar a ese dormir casi eterno. Pasa otro tiempo y entonces es él quien abre los ojos completamente, y cierta sensación de pena parece recorrerle la desnudez de piernas entrelazadas con las de ella al comprobar que le gustaría haber seguido durmiendo pero que ya no tiene sueño. “La eternidad es difícil de concebir y sin embargo duerme a mi lado” considera, cuando apartándose de la visión de la ventana- baja los ojos hasta la cabellera y la parte del perfil femenino que alcanza a ver de la mujer que sigue dormida, casi inmóvil, con un respirar lento y acompasado y un lado del rostro descansando sobre el pecho masculino. Sin embargo, minutos después pareciera que una corriente interna venida del hombre se comunicara con la sensibilidad femenina y moviera a la mujer a abrir los ojos en principio a un entorno de percepciones vagas. Aún semidormida una mano de ella empieza a recorrer el pecho velludo hasta que, bajándola, la va deteniendo en una caricia leve al sexo empequeñecido, como desmayado entre las otras piernas; alza los ojos y alcanza a reencontrar el mentón, la boca de labios gruesos y cerrados, los orificios de la nariz levemente aguileña de quien hace unos minutos retomó la visión de la ventana. -Hola… -da la bienvenida ella, con tono de voz aniñado. El se vuelve, baja la mirada, hace una mueca de recibimiento sonriente, besa la frente perfumada y por un momento intensifica la presión de ese brazo que cruza por la espalda de ella y que finaliza en mano de dedos que palpan la curva de la cadera femenina. Ella lo observa sonriente, con los ojos entornados, hasta que la sonrisa se le va borrando conforme observa que el semblante de él va transitando hacia una expresión de desasosiego-: ¿Pasa algo?

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-Pasa que ya no quiero volver a la ciudad. Pero en la ciudad tarde o temprano siempre se terminan preguntando por mí…y por ti en cierta medida. Ya no somos los que éramos. -Somos algo mejor, ¿no es así? –considera ella, alargándose para besar el mentón del hombre. -Me refiero a que ya no somos exclusivamente médico y paciente.-Y por un instante se le cruzó fugaz por la mente la expresión “psiquiatra y caso clínico”. Después, torciendo la mirada a los contornos de los cuerpos bajo las sábanas; llevándola más allá a la atmósfera del lugar y confirmando con ternura que ese era otro día de verano que a través de ellos y por ellos instauraba las características de otro maravilloso momento edificado por los dos, consideró y no lo dijo que la relación de ambos ya no podía ser catalogada de simple y científicamente “infradiafragmática”; porque a pesar de la esposa y de los hijos y de esa particular estructura que él mismo se había encargado de ir armando allá en la ciudad, resulta que dentro de los contornos y los espacios sombreados de un dormitorio perteneciente a un bungalow metido en la calurosa urbanización de diagonales, calles estrechas, casas coloridas y pocos edificios bajos de un balneario oceánico dominado por un faro, él sencillamente ya no consideraba la posibilidad ni la necesidad de apartarse de esa mujer... pero sí la de apartarse definitivamente de esa concepción que los demás se habían ido haciendo de él mismo a partir de su preocupación por construirse una imagen, una identidad, una solidez que sus muchas dudas actuales amenazaban con destruir. Ella, que se había terminado incorporando y todo ese tiempo permaneció apoyada sobre un codo que se hundía en el colchón, mirándolo de frente, se dejó caer boca arriba sobre su almohada. Su memoria, algo fatigada, sin embargo describió en dos o tres entrecerrares de los párpados el viaje evocador de la adolescencia al porqué de ya no simplemente haberse casado sino el porqué de haberse acabado casando y cuáles habían sido las razones sobre todo ajenas que la llevaron a aceptar embarcarse en una situación conyugal que en los hechos dejó de existir cuando ella fue madre de su único hijo y al poco tiempo sobrevino la depresión o la depresión siempre estuvo, apenas encubierta por las noches y los días en que dejando al hijo al cuidado de la niñera y sabiendo al marido indiferente frente al televisor o bien de viaje de negocios quién sabe por dónde, se metía en el auto y al principio la tarde de té en casa de una amiga se iba metamorfoseando en noche en casa de otra amiga, pero de esas que el entorno familiar rechazaba silenciosamente o entre cuchicheos, a los que ella no le daba importancia para de allí seguir a los pubs de la ciudad e incluso, muchas veces, las borracheras se extendían, prolongaban, perpetuaban más allá, al este de la ruta por la que iba manejando con frenesí, cercada por aquellos bosques de pinos a través de los que la noche parecía compadecerse de ella asomando con su rostro de luna llena, hasta que ya amaneciendo la mujer y el vehículo se internaban por la Avenida Principal –en procura de aquel bar que permaneciera abierto o que nunca hubiera cerrado sus puertas-, en ese balneario coronado por el faro y la playa oceánica surcada por los aleteos, vuelos, planeares suaves que se recortaban en el cielo, que del anaranjado transcurría hacia el rojo intenso y luego al dorado del amanecer sobre la línea imaginaria del horizonte marino. Y así pasaban los años y el hijo crecía, en medio de los esfuerzos poco convincentes de los padres por parecerse frente al vástago a eso que sólo se preocupaban de aparentar, a veces, en los acontecimientos sociales; en medio de una idea o necesidad que la empezaba a dominar y que se vinculaba con su deseo de que más tarde o más temprano las circunstancias de la jornada la llevaran a lo que realmente empezó a tener sentido para ella: salir en el auto cuando todo estaba aparentemente bajo control dentro de la casa; reencontrar la noche de los pubs, de los bares, de las

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compañías circunstanciales, de las conversaciones engañosamente filosóficas acerca de los vericuetos de la vida, pero donde cierta voz muy lejana, muy dentro de ella misma, le hablaba de que lo único que se rondaba era el borde de un abismo que se podía llamar internación, encarcelamiento, tumba. Pero acababa por no querer o no saber a veces escuchar esa voz, en el continuo alzar de las copas que entrechocaban quienes se daban cita en las barras, en los mostradores, hasta que al otro día, desde un lugar sólo ubicable por su propia soledad, oprimía las teclas del celular y llamaba a la casa, sabiendo que a esa hora el marido se hallaba ausente pero la niñera estaría inquieta y el niño balbuciendo por su madre, hasta que conforme llegó a la adolescencia fue preguntando cada vez menos y para los veinte años le interesó más hablar con la novia; la misma novia que increíblemente se había convertido en una compañía mucho más estable que la de la madre, quien un buen día resolvió no molestar más e intentó con algunos tubos de barbitúricos lo que no pasó de quedar en un gran susto para todos, si bien al otro día aceptó la internación en una clínica por orden de ese psiquiatra que tiempo antes una amiga le había aconsejado que viera y que prácticamente fue la única visita que recibió a lo largo de esos veinte días que permaneció casi ensimismada en sus propios pensamientos y sólo abierta en parte a los otros residentes que fue conociendo durante su internación y completamente entregada a ese facultativo, ese psiquiatra, esa energía que cada día que pasaba parecía entrar más en ella y la llevaba poco a poco a abrirse completa y definitivamente a ese hombre al que le fue confiando sus secretos más íntimos -a veces desconocidos para ella misma-, sus sueños, alegrías, frustraciones, claridades y misterios, hasta que un día la relación psiquiatra-paciente franqueó lo puramente médico y en un principio -reconociendo que ninguno de los dos abandonaría sus respectivas situaciones conyugales- optaron por hallar la satisfacción de las caricias, los besos, los abrazos, las penetraciones que el psiquiatra, con la anuencia de la paciente, definió con el neologismo de “infradiafragmático”, ya que lo supra hubiera importado otro tipo de entrega, como esa que ahora sí llevaba a esa masculinidad enamorada a querer dejarlo todo atrás para recomenzar, aunque con esa mujer que permanecía a su lado y que de vez en cuando se volvía con todo un lado del cuerpo al hombre y lo miraba, movida por la ternura o la interrogante, cuando en la mente de él todavía rondaba la expresión “psiquiatra y caso clínico”, al tiempo que la voz de ella le llegaba reverberante, pretendidamente tranquilizadora y con cierto toque de humor. -Yo sigo tomando la medicación que usted me manda, doctor –habló, con falsa sumisión en el rostro brevemente serio e inmediatamente después pasó un índice a lo largo de la frente, la nariz, los labios y se detuvo en el mentón de ese hombre al que le había llegado el turno de colocarse boca arriba y mirar el cielo raso de donde colgaba el ventilador de aletas blancas que giraba en la velocidad más lenta. El recordaba que como psiquiatra la había recibido en su consultorio y a la tercera sesión ella, resuelta, alargó una mano, tomó un retrato y observó los cuatro rostros femeninos y sonrientes que parecían saludar al padre, al marido, al médico, muy acomodadas las cuatro mujeres en un sofá largo: la mayor sentada al medio y flanqueada por dos jovencitas y una tercera que, a horcajadas en uno de los posabrazos, se estiraba de costado hacia el centro de la foto apoyando una mano en el respaldo del sofá para entrar ella también en el encuadre. “Cuatro mujeres” observó la paciente. “Cuatro mujeres” repitió el psiquiatra, que fue como que el hombre se lo repitiera a sí mismo para recordar y confirmar cuáles eran las características de su realidad como marido y padre. Después, ante otra pregunta de la paciente, apoyó un índice contra el vidrio del retrato y lo fue desplazando a una expresión femenina y sonriente, y a otra:

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“Esta es Alma, la mayor”, señaló a la que estaba montada en el posabrazos. Y siguió: “A la derecha de mi esposa está la más chica, Verónica, y a la izquierda Camille”. La paciente consideró que eran hermosos nombres, pero luego no retuvo el de la esposa y madre. El se limitó a recordar, y tardó un tiempo en decírselo, que los nombres de sus hijas se le habían ocurrido a él; que la esposa y madre no tuvo reparos en aceptar esos nombres que para él eran homenajes a la música, a la literatura, a la plástica. -Alma Mahler, Verónica Franco, Camille Claudel... –casi susurró el hombre, sin dejar de observar las vueltas que daba el ventilador allá arriba. -¿Qué dijiste? –se incorporó ella volviéndose a él-. Ah, sí –recordó inmediatamente-: esas celebridades de las que me hablaste una vez y gracias a las que tus hijas se llaman como se llaman. -Sí –la miró él-, pero ¿por qué simplemente bautizar a tres hijas con los nombres de la música, de la literatura, de la escultura?...-Sin dejar de mirarla aguardó brevemente una respuesta que ella no le pudo dar-. ¿Por qué no mejor hacer la música, escribir la literatura, moldear la escultura? –se preguntaba, y le preguntaba a esa mujer que permanecía mirándolo fijo y a la que le pasó brevemente una mano por la mejilla. Y lo que mirándola también reconoció y no le dijo, fue que esos pensamientos, anticipando cambios que estaba empezando a experimentar al principio dentro de sí mismo, habían tenido su origen en ella, en las sesiones con ella, en lo que empezó por escuchar de ella, en lo que la fue singularizando del resto de los pacientes cuando reconoció que a través de la mirada vaga, la expresión muchas veces depresiva, la silueta excesivamente más delgada de lo que ya lo era -saldo del tratamiento en la clínica psiquiátrica con aquella batería demoledora disparándole diariamente Truxal, Parnox, Silempax, Benexol, Tegretol a su rebeldía, impotencia y deseo profundo de ya no querer ser- la presencia de esa mujer le estaba empezando a remover zonas de su propia interioridad que habían permanecido poco exploradas, casi abandonadas, a no ser cuando el hombre se quedaba definitivamente solo en su consultorio o bien encontraba una tarde de sosiego en su casa, en momentos en que las hijas estaban en el colegio y la esposa en una reunión con otras esposas y madres. Así entonces el hombre se aventuraba a explorar, redescubrir, reencontrar aunque fuese lo que durara la sinfonía, o insumiera el poemario, o exigieran las láminas mostrando grupos escultóricos que iba pasando con dichosa parsimonia, aquellas zonas que aguardaban desde su infancia, su adolescencia y hasta esa parte de la juventud en donde todavía tuvo un tiempo para alternar el estudio de la facultad con el placer y el dejarse llevar de una audición, de una lectura, de un observar. Sin embargo, lo que recién vino a reconocer con el advenimiento de ella fue que entonces el regresar a aquellas zonas abandonadas y poco exploradas tenían el aditamento del sentido necesario o de un sentido nuevo para su vida que en parte le había venido directamente de esa mujer que permanecía a su lado, algo extrañada aunque en amorosa confianza junto al hombre al que reconoció también que ya no se sabía desde cuándo había empezado a querer de un modo más decidido, comprometido y profundo, y que por esto mismo, incluso, no le inquietaba mayormente el que su situación en su vida, junto al marido y al hijo al que cada vez veía menos, no cambiara nunca: no era lo más importante; sí lo era el que a partir del amor se estaría prolongando siempre la esperanza en el volver a verse tarde o temprano, aun a pesar de otra inquietud que la había venido asaltando esos últimos días. Pero dejó momentáneamente de lado ciertas suposiciones para prestar atención a lo que ahora le seguía diciendo el hombre-: Estaría dispuesto a

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dejar todo atrás y empezar de nuevo, pero contigo y en otro lado.-La miró fijo y fue dibujando una lenta sonrisa. -¿Qué pasa? –preguntó ella, con la atención a medio camino entre lo que tenían para seguirle revelando y aquella secreta preocupación que había empezado a inquietarla. Como prolongando la expectativa él se incorporó, se volvió completamente de frente a ella y aproximándose, casi en un ritual le besó la frente, luego la nariz y por último los labios, para después apartarse levemente de la expresión femenina que seguía aguardando lo que aún tuvieran para decirle. -El tríptico –le recordó sonriente ese besarla por partida triple. Ella sonrió y pensó por un instante que él tenía la costumbre de asignarles nombres y expresiones a gran parte de lo que para él revestía importancia, desde tres hijas, pasando por esa particular forma de simplemente haberse estado acostando con su paciente, hasta el beso triple con el que decretaba que la frente, la nariz, los labios y hasta la vida misma de quien sólo frente a él había acabado desnudándose en alma y también en cuerpo, le pertenecían. Pero resulta que ahora era él quien se estaba entregando a ella, con un entusiasmo que antes jamás había experimentado-: Empezar de nuevo, lejos de la ciudad, en un lugar que nadie más que nosotros conozca; me animaría hasta a cambiar de nombre y tal vez sería ese nombre el que estuviera identificando al músico, al escritor o al escultor o a los tres juntos. -Me parece que estás más loco que yo –dijo ella, con una expresión en los labios a medio camino entre la ternura y la pena. -Está la cabaña –aventuró él, para sorpresa de ella. -¿Qué cabaña? ¿la mía? –supuso ella que él se estaba refiriendo a aquella cabaña de madera que la mujer había comprado una vez, sin decirle nada a nadie y que a veces utilizaban con el psiquiatra cuando ambos mentían un viaje al otro extremo del país o bien al exterior y en cambio hallaban el refugio de aquel hogar de troncos cercano a la cadena de barrancas que se alzaban junto a la playa de orilla kilométrica bañada por el estuario. Pero ella creía reconocer las diferencias-: Una cosa es irnos por unos días y otra muy distinta borrarnos para siempre y que los demás revienten –luego de lo cual se terminó de destapar, giró sobre su trasero, apoyó los pies descalzos sobre la alfombrita que se hallaba en el piso, de su lado de la cama, se paró y caminó hasta el baño. Entró y entornó completamente la puerta, si bien no la cerró. Desde los interiores del baño al hombre le llegaron ruidos de canillas, de chorros de agua, de puerta de botiquín que se abría y después se volvía a cerrar, silencio de toallas que se usaban, pisadas sobre el mosaico, después la puerta que se volvía a abrir completamente y ella que salía con una expresión seria y se empezaba a poner primero una bombacha limpia, luego un sutién igualmente limpio, elegía una T-shirt amarilla y después se enfundaba un short estampado en amarillo y celeste, finalmente se anudaba unos zapatos de tela también amarillos. El, mientras tanto, la observaba y se animó a deducir: -O sea que los demás no tienen que reventar, pero sí tenemos que reventar nosotros...-se quedó mirando a un punto sólo identificable por él. Segundos después alzó la mirada y siguió los movimientos de la mujer-. ¿Por qué estás tan preocupada? ¿Adónde vas? – empezó a inquirirle, mientras observaba los movimientos de esa mujer que, completamente vestida, giró y permaneció parada de frente a él con una mueca de

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fastidio en la línea torcida de los labios que sostenían un broche nacarado, mientras con un cepillo se estiraba el pelo hacia atrás formando una cola de caballo que el broche se encargó de mantener tirante, señalando luego al hombre con el cepillo en una mano. -Ninguna de tus hijas está casada y salvo Alma, las demás no tienen novio y lo cierto es que son bastante pegadas a ti.-Hizo una pausa para tal vez elegir las palabras que no sonaran molestas a los otros oídos-: Mi hijo tiene novia, se queda en la casa de la novia, se supone que se va a casar con la novia... pero en los hechos todavía vive en casa y en alguna medida yo me sigo debiendo a él, aunque él haga su vida y ya ves que yo hago la mía. -Así que nosotros, como siempre, quedaríamos postergados –le soltó él con rabia desde la cama, aunque incorporándose y también poniéndose de pie y pasando de largo junto a ella en dirección a los interiores del baño. Ella se quedó ahí parada, bajando la mirada hacia el piso y pensando por un largo rato en algo mucho más inmediato y era en que ya le tendría que haber venido el período y sin embargo... Volvió a alzar la cabeza hacia los resplandores del baño cuando la puerta se volvió a abrir completamente y el hombre buscó la ropa repartida por el piso, una silla, el borde de la cama. -¿Te parece que nos hemos venido postergando todos estos años? –lo fue siguiendo ella con la mirada en sus diferentes movimientos. El se paró y procurando no dejar aflorar nuevamente todo el amor que sentía por ella, quiso sonar drástico. -Quiero otra vida para los dos; la quiero para mí. -¡Entonces tenela para ti y a mí dejame con la que tengo, que ya es bastante! Ambos, con movimientos bruscos y rápido guardar de la ropa en los respectivos bolsos, decretaron que esa nueva escapatoria al balneario oceánico llegaba abruptamente a su fin, en un día que se había ido poniendo gris y que servía de marco perfecto al inminente fin de la relación, pese a que cada uno por su lado pensara y sintiera cuánto amaba al otro. Así, el camino de regreso a lo largo de la ruta se caracterizó por largos mutismos seguidos de palabras de una u otro intentando rever la situación, hasta nuevos ataques verbales donde se chocaban los deseos de él de abandonar la profesión y el matrimonio para dedicarse a la creación y al amor, pero junto a ella, y ella que le decía que no podía largar todo e irse así nomás, y él que dejaba momentáneamente de lado la atención que había venido poniendo en la ruta y se volvía a ella y una y otra vez le preguntaba si lo quería, si lo amaba, si lo necesitaba, y ella que decía que sí, pero que también decía que no podían seguir de otra forma...hasta que se alarmó cuando vio que él dejaba atrás la entrada a la ciudad y seguía por esa ruta para luego internarse por los accesos y de ahí salía a otra ruta que ella sabía bien adónde los llevaba, aunque considerando que no era el mejor día para seguir hacia la cabaña que se alzaba sobre las barrancas, lejos del océano. -¿Qué estás haciendo? –preguntó retóricamente, porque sabía bien qué estaba haciendo. -No te preocupes: nos podremos desviar una hora o dos o el tiempo necesario para que regresemos a la cabaña por última vez -habló él con cierto dramatismo en el tono de voz. Frenó a un costado de la nueva ruta y se volvió a ella una vez más-: ¿Estás tan segura de que tú y yo no podríamos emprender una nueva vida juntos? ¿Todo lo que decís que sentís por mí no te ayuda a visualizar esa posibilidad?

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Ella bajó la mirada y negó con los párpados apretados entre los cuales sin embargo empezaron a desprenderse algunas lágrimas, al tiempo que el hombre ponía la primera y arrancaba, retomando esa ruta en dirección al camino serpenteante que llevaba a las barrancas por donde varios minutos más adelante el auto se internó, casi sin aminorar la marcha, llevándolos al reencuentro con ese paisaje por última vez. Como regresando de un largo vuelo la mujer posó las manos en la tierra removida o bien dejó atrás la mesa a medio tender y caminó alejándose de la cabaña al encuentro con el arranque de los escalones prácticamente esculpidos en la arcilla de la barranca, sobre el que se paró. Echó una mirada rápida al paisaje de eucaliptos que se mecían suavemente nacidos en las laderas, como telón de troncos y ramajes que sin embargo dejaban entrever la extensión de arena y el punto aquel en donde divisó a este otro hombre que quién sabe desde cuándo estaba allí. Bastó un abrir y cerrar de ojos, o que empezara a bajar los escalones de tierra u otro vuelo de planear suave, para que se encontrara en la orilla. Y mientras se iba acercando al hombre, pero también al creador, pensaba que conocía su físico desde lejos aunque él estuviera enfurruñado y tapado hasta la cabeza, recostado en aquella reposera blanca, mirando hacia las aguas del estuario que bien podían ser también las aguas del océano, protegido tras los lentes de sol y el gorro de tela jean encasquetado, ensimismado, tal vez, en el arrobamiento de cierto estadio a medio camino entre el amor y la incertidumbre. Por un momento ella pensó en volverse movimiento sigiloso para sorprenderlo por detrás apoyándole las manos en los hombros, encorvándose y besándolo en las orejas, el cuello, las mejillas; pero se limitó a sentarse en la arena, junto a él. El hombre la miró de arriba a abajo y después retomó la visión del mar y aquellos vuelos recortándose a diferentes alturas contra el cielo que cambiaba de colores y al que surcaban algunas nubes. Sin embargo era en ella que pensaba; y pese a tenerla allí sentada, junto a su ensimismamiento, la buscaba en los vuelos rasantes que su mirada por momentos melancólica atrapaba desde el ir y venir lento de los movimientos de las pupilas supeditadas a las ensoñaciones o los pensamientos. -Compuse una pieza para viola da gamba, escribí un poema, moldeé una cabeza de mujer con la arcilla de la barranca...-habló, posiblemente sin acabar la frase. Ella al principio lo miró con extrañeza, después su expresión fue de ternura. -Qué lindo –se limitó a decir; y por un momento buscó la mano que el hombre tenía apoyada en un muslo y se la llevó a los labios: prolongó un beso y después volvió a dejarla en la misma posición-. ¿Qué pasa? –preguntó, al verlo que meneaba la cabeza lamentándose por algo sin dejar de mirar hacia el agua, la atmósfera de colores cambiantes, los planeares y aleteos que iban, venían y trazaban círculos. -...Se trataba de diferentes homenajes a ti –hablaba él sin mirarla-. Pero ahora existe el problema de que no encuentro por ningún lado el instrumento ni el texto ni la escultura, que me hubieran servido de consuelo frente a otras certezas dolorosas.-Ella lo miró extrañada y él se volvió a la mujer y se encorvó levemente hacia aquella creciente expresión de desconcierto-: La misma pregunta de hace no sé cuánto tiempo: cuándo aparezco yo en tu vida, quizás metiéndome como una cuña en medio de tu relación con el psiquiatra. Y otro asunto que no me queda claro...

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-¿Qué asunto? –se seguía desconcertando ella, observando con sorpresa y creciente cansancio que él le agarraba una mano y se la colocaba contra su propio pecho, como dando a entender que todo lo que ella contestara estaba bajo juramento. -¿De quién estás embarazada? –atacó él, aunque optó por dejar libre esa mano de mujer a la que había mantenido apretada contra el pecho femenino. Se echó contra el respaldo de la reposera. Ella lo miró con algo de indignación, meneó la cabeza y se puso a observar el paisaje que tenía frente a sus dos aguamarinas. -En principio no dije que estuviera embarazada, sino simplemente que me había atrasado. Ahora ya no importa. -Pero lo que a mí sí me importa saber es cuánto tiempo más seguiste viendo a tu psiquiatra cuando ya me habías conocido. Y –se volvió a ella y la miró con cierto gesto de suficiencia e impotencia mezcladas-: Yo sé que con él alguna vez viniste aquí, si bien lo de ustedes era el balneario oceánico, ¿no es cierto?... Pero tengo la casi absoluta certeza de que aún habiéndome conocido tú y él se siguieron viendo... ¿O me equivoco? Ella bajó la mirada, como reconociendo cierta verdad, tal vez cierta culpa. -En alguna medida fue así –asintió fatigada. El se echó hacia delante sobre su asiento, se colocó las manos contra la mitad del rostro como para intentar ocultar al menos en parte su expresión de dolor, de asombro, casi de espanto, al confirmar sus sospechas y que efectivamente había sido engañado. -O sea que me fuiste infiel, como siempre lo pensé... –habló sin mirarla, casi entregado. -No, nunca te fui infiel –cortó ella, resuelta. -No entiendo: no me fuiste infiel pero reconocés que te seguías viendo con tu psiquiatra a pesar de ya haberme conocido –sonrió él con tristeza. -A decir verdad no sé hasta qué punto te conozco tanto o creí conocerte todo este tiempo, con tus músicas y poemas y esculturas que me decís que hiciste para “homenajearme”, pero resulta que yo nunca vi y tú ahora no encontrás por ningún lado. Sin embargo –continuaba decidida, para estupor del hombre- al psiquiatra que tanto te molesta es verdad que sí lo conocía y mucho, pero tal vez empecé a dejar de conocerlo cuando allá en el balneario él me planteó la posibilidad de que abandonáramos todo, que para mí realmente era una locura, a pesar de que me preocupaba la posibilidad de efectivamente estar embarazada... de ti. Al escuchar eso el hombre no podía creer su propia capacidad de resistencia ante lo que le estaban revelando. Se irguió sobre su asiento, se volvió a ella y la miró sonriente e indignado. -Así que al psiquiatra lo conocías mucho pero resulta que ya en esa época te habías empezado a ver conmigo sin haber dejado de verlo a él y para colmo entonces posiblemente en vez de estar embarazada de tu famoso psiquiatra estarías embarazada del artista.

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-Ya no importa si estoy embarazada o no, pero de haber sido cierto, de ser cierto, me gustaría saber que es del hombre al que amo: tú... aunque te quieras soñar artista y aunque quieras dejar en aquel coche, en aquel día, tu pasado de psiquiatra. Extrañado, el hombre se volvió a la mujer quien con ternura, algo de pena, un poco de alegría, entrega y proximidad a él, lo invitó a recordar tomándole las manos y cerrando ambos los ojos, hasta sentirse muy livianos, como si se apartaran de la arena y se fueran elevando hacia una panorámica que les permitiera la comprensión del tiempo pasado. Entonces sólo alcanzó con alzar la cabeza, echar una mirada en derredor, fijar la atención en lo que se tenía delante y que sin embargo era cambiante. Uno no querría asignarles características se diría que casi mágicas a ciertas constataciones cotidianas, pero se llega a la conclusión de que efectivamente algo de incidencia en nosotros tienen que tener las fases lunares, el vaivén de las aguas, el curso de los vientos y cierto mensaje oculto o advertencia solapada se encontraría allí, adonde llegamos con la mirada cuando sólo basta con alzar la cabeza y ver que desde allá arriba se proyectan sombras de vuelos casi indiferentes cruzando la arena de la playa, las copas de los bosques que crecen en la ladera de la barranca; vuelos que pasan rasantes sobre esas aguas que se tornan oleaje oceánico o estuario de espumas bajas y una brisa cálida recorre lo que es mañana o tarde anticipando las vacaciones más allá del camino zigzagueante, entre hileras desiguales de eucaliptos y pinos inclinados a través de los que a veces la noche se asomaba con su rostro de luna llena o el día con el de su sol recién amanecido. Y eran resplandores que singularizaban ese auto que avanzaba llevando su carga de ternura y rabia, entrega y rechazo, entendimiento e incomprensión, palabras dulces y gritos destemplados que precedían o seguían al beso apasionado que no llegó a convertirse en mordiscón, a la caricia que casi se cierra en puño al que la impotencia empujaba a por lo menos querer golpear contra el tablero de ese vehículo que transitaba ondulante a lo largo del camino que serpentea sobre las barrancas recorridas por el viento de un casi mediodía anticipándose a la tarde o últimas entreluces ingresando a esa mañana con visiones de una cabaña cercana, pero también en esa observación acalorada señalando alternadamente el paisaje y a quien iba en el otro asiento en un momento de la marcha que la observación alteró allí, en ese extremo del camino de grava hacia el que el auto se va, derrapando al borde de donde la barranca es umbral para el abismo en el que aguardan la nada o el todo, hasta la rápida pero tardía, inútil, infeliz maniobra y el auto que traza una curva en dos ruedas y ya no retornará al camino siendo necesario respirar hondo, volverse a quien iba en el otro asiento, acercarse para aspirar el perfume que coronaba la frente transpirada y bajaba por las mejillas hasta la suavidad del cuello, en aquella necesaria sucesión de besos y abrazos que homenajearon a un imposible acto amoroso allí: dentro de un vehículo que se seguía desbarrancando, hasta quedar detenido allá abajo anunciando la finalización o el comienzo del viaje. Al cabo de un tiempo la finalización o el comienzo del viaje es ella recuperando la percepción del entorno, de sí misma; luego le toca el turno a él. Al principio no saben qué fue lo que cambió y qué lo que no. Pero se sienten extrañamente felices porque elevando la mirada se encuentran con el cielo resplandecido, les llega además el rumor del oleaje y en aquellos vuelos que van y vienen, que pasan rasantes, que los surcan como dándoles la bienvenida, confirman que algo más transcurre inalterable y es la permanencia de las gaviotas. 38


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La esperanza y su sombra in memorian V.P. De tú haber estado conmigo coincidirías en que no hubiéramos imaginado que llegara ese día, cuando sin suponerlo el cable irrumpió en mi tarde poco clara con aquel imprevisto homenaje a la memoria de tu canto, de tus cuerdas, de tus búsquedas que creí perdidas para mí, la hora difícil de establecer en que resolviste emprender ese camino a través del que seguro ya no me reencontrarías o por el que preferí no perseguirte, ni tan siquiera buscarte. Ahora, en cambio, una televisión globalizadora ponía sus efectos visuales al servicio del collage de fotos y fragmentos de entrevistas, con explosiones de color y súbitos congelamientos de imágenes, sobre lo que se alzaba fundamental y concluyente la emisión inaugural de una cinta reveladora, de una última composición inédita y hasta esos momentos desconocida, confirmando ese aniversario que me invadía en mitad de la resaca, rescatando para mi a sombro y después la velada emoción las líneas ancestrales de tu rostro moldeado a grito, dolor y llanto, pero por donde a veces surcaba el trazo esperanzado de un próximo mañana que tú –poema, acorde y canto- pugnabas por repartir en partes iguales (ah, lo de aquella igualdad…) entre “Nosotros todos” lo decías o modulabas en un grave de cuerdas y final y “Sólo tú y yo” me lo recordabas casi tímidamente cuando el canto aguerrido se volvía plegaria susurrada contra mi pecho, en aquellas edificaciones de la intimidad donde se daban cita tu amor y mis dubitaciones, y hasta encontrábamos una forma de la celebración en el abrazo que relegaba los opuestos, las contradicciones y hasta los imposibles para ese otro mañana, que desde nuestra noche de Santiago, de París, quedaba lejos. “Muy lejos”, me susurrabas; “Más lejos que Saturno”, te me ibas durmiendo contra las porciones de piel de mi pecho, todavía entibiadas por tus besos próximos y cuando el sueño inminente después de la entrega de amores y fluidos largo tiempo contenidos te iba suavizando los rasgos ancestrales y yo en esos momentos te prefería así: sin el poema, acorde y canto, sin la voz aguerrida y solidaria, sin los miles de aplausos haciéndote eco en las concavidades de la mina o la ruca distantes y el puño en alto sostenido por tu sonrisa: auspiciante para todos ellos; crepuscular cuando más allá de todos a veces te topabas con cierta inexplicable ausencia, aunque ellos no lo advirtieran. Sin embargo en la penumbra que relegaba versos, charango, quena y bombo a la región temporal de los olvidos, de las pérdidas, para en cambio recordar el amor-pasión en el rescate del besoabrazo, tu ternura recorriéndome la desnudez finalmente entregada iba descubriendo para los dos aquellas regiones mías que más tarde o más temprano volverían a quedar ocultas tras las fiestas galantes celebradas bajo las luminarias casi enceguecedoras de palacios imposibles para tu canto íntimo, para tu sonrisa clara, para tus manos de tierra y cobre acordeando palomas degolladas, en las cuerdas de tu voz hecha guitarra abriéndose paso entre la esperanza y su sombra. Allí estaba Vietnam alterándolo todo, como anticipación sangrienta de BosniasHerzegovinas y Kosovos sufriendo los errores de cálculo de erráticos misiles cotidianizando el horror de la sangre pegada a los cuerpos desnudos de hombres llevando a mujeres y mujeres cargando con hombres, vagando sin otros derroteros que aquellos que terminaban en el miedo, la desolación, el hambre y la muerte, lejos de la implacable indiferencia de Nueva York o Ginebra justificando sueldos suculentos entre trajes de Armani y tailleurs de Chanel jerarquizando lo que para ti suponía la inutilidad

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de unas conferencias que directamente ignorabas, porque antes volvías tu a veces rígida ternura a los surcos que abría la fatiga de los semblantes endurecidos por el rigor de mineros y campesinos a quienes reverenciabas desde esas composiciones donde la poesía misteriosamente armonizaba con el dolor, contrapunteando en mi cabeza horas de reflexión cuando otras madrugadas de París me arrastraron, entre una copa y otra, a echarme contra un rincón de mi pretendida soledad en donde dejaba girar el disco o apretaba “Play”, a pesar del temor de que efectivamente de un momento a otro tu voz sorpresivamente llenara el apartamento casi vacío de esa íntima evocación que se tornaba en dolor llevándome a aflojar el nudo de la corbata, desprenderme de la incomodidad que me oprimía el cuello a la altura del primer botón de la camisa, apoyar mi cabeza contra la ventana y volverme apenas de perfil a la noche, para constatar que hacía pocos minutos la boca del métro Rennes había quedado herméticamente cerrada hasta el otro día, a las cinco de la mañana, cuando los demás miraban sus relojes y cargaran sus portafolios y yo sobre la alfombra me babeara a veces dormido, pesado de alcohol y apestando a tabaco mientras una mano tuya se extendiera a través de las dimensiones, partiendo del sueño plácido y llegando a la vigilia inquieta, con tu cuerpo sudoroso y envolviéndome entre tus brazos, cansados aunque decididos en ese compromiso tuyo de ¿siempre? Remar hasta mí. Venía entonces el tiempo de la entrega al mágico viaje por entre las concepciones primigenias del sol y de la luna, aceptando la guía de tu mano cuando temporalmente no se cerraba en capullo agitando perfumes silvestres al rasguear la poesía de las cuerdas evocando otros lugares. Así nos andábamos alejando por entre los demás, hasta perdernos de todo para nuestro reencuentro en las palabras, en las miradas, en las caricias, en los abrazos, en los besos, en aquellas instancias repartidas entre una porción de río, un fragmento de puente, un rincón de jardín, un ángulo de palacio, una lluvia prevista o el inusitado golpe de sol al doblar la esquina de la calle de charcos nivelando las ondulaciones del empedrado, donde comenzaban a proyectarse los reflejos de una próxima primavera. Sin embargo, en una demora de semáforo o embotellamiento dificultando el cruce de la avenida o apenas detenidos junto a la vidriera de cualquier librería tus ojos me mostraban, con tímida ternura, la inminencia de un otoño que sería apenas soplo helado abriéndole a la estación implacable espacios de llanura, valle, montaña y lago, rostros tristes, de pieles aún cuarteadas por el verano próximo a alejarse y labios apretados, de voces ausentes pero que en ti habían encontrado la singular expresión de un canto definitivo para homenajear el andar encorvado por entre las estrecheces invernales siguiendo la ruta de guanacos y vicuñas hacia la cotidiana presencia de la soledad, en lugares que querías dejar atrás aunque fuera temporalmente para así poder echarte contra mí sin el peso de tanta reflexión, cuando tú misma eras la savia feminizada de ese paisaje y en ti confluían todos aquellos rostros ratificándote madre tierra, tierra mujer y mujer fecundada por el sueño, para regalarle al mundo otra realidad en la que irían proliferando las comunidades del canto y el amor en ese trabajo destinado a preservar la dignificación de una única raza. Pero antes o después acabábamos eligiendo el rincón apropiado en el que celebrar con la pasión nuestro reencuentro; y así yo era el encargado de soplar los pabilos de todos los candelabros, de silenciar las fiestas, de opacar el brillo de otras luminarias, para en cambio conformarme con lo inmediato de esa vela que iluminaba nuestros rostros y de la que tú dejabas volcar algunas gotas de sebo sobre la cerámica oscura de Pomaire, extendiendo luego tus arpilleras sobre el piso e invitándome a que me dejara recostar bajo tu mirada auspiciante y tus labios sonrientes, altiva en tu semidesnudez insinuando los orígenes de una Naturaleza voluptuosa, porque allí estaba un nuevo telar con el que habías ido

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dejando pasar las horas, los días y los meses, materializando el tiempo que restaba hasta ese momento en el que un índice tuyo me señalaba el tema de tu muy particular y removedora artesanía, la parte que me correspondía y en la que empezaba a ser ángel caído integrándome al dominio humano de tu canto donde me arrullabas como madre, como hermana, como amiga, como amante. Era como se presentaban las variaciones de nuestro reencuentro, de frente al ventanal donde se proyectaba la piedra decimonónica que consolidaba los muros laterales de los edificios circundantes, sobre cuyos techos el cielo iba cambiando de colores como nosotros de intensidades, hasta que del exterior se venía alzando la oscuridad en el preciso instante en el que el pabilo echaba su último fulgor sobre la proximidad de nuestros cuerpos exhaustos y los primeros parpadeos anticipando el dormir de perfiles aproximados en un abrazo que los diferentes cambio de postura irían deshaciendo con el devenir de las horas atravesando el sueño nocturnal de nuestra entrega. Así nuestra ansiada intimidad de los primeros momentos armaba el ámbito preciso para que en él se dieran cita la ocurrencia común, la palabra susurrada, el asentimiento rubricado en la sonrisa que aferraba manos, que apuraba pasos por entre aquellas rutas secretas de nuestros paseos improvisados o programados a espaldas de los amigos o desconocidos de Santiago, La Paz o Buenos Aires, de París, Ginebra o Varsovia, quienes más tarde o más temprano se volverían a dar cita en la unción de miles que escuchaban en silencio convocados por tu canto de a veces imprevistas estrofas donde, como en tus arpilleras, yo me descubría singular creatura que en un verso añoraba el cielo y en otro tus besos, que escapaba o regresaba, París o Santiago, amando u odiando. Las canciones y los aplausos, los bises y los amigos, las noches de bistrots y cafés conformando los espacios en los que resonaban los murmullos o el barullo, las risas o la réplica amigable cuando entre compañeros se planteaba la controversia política a pesar del mismo frente, de ese fragmento de diáspora mitad autoexiliada o ida y venida de los oprimidos o los opresores, de las cordilleras a los boulevards, de las peñas de empanada y sopaipilla, vino y mistela, a los cafés de Còte du Rhone y Gitanes blondes donde te vine a encontrar casi por casualidad, en una madrugada de inspiración trasnochada que voló de mi mesa – desde la que te había reconocido y con rapidez y garabato concebí una estrofa y te hice llegar el papel- a esa otra en la que rodeada de aquellas prolongaciones de aplausos recordándote el éxito del recital pasado –que ignoré por encontrarme en La Salpetiere para un concierto de música antigua-, desde tu charango y con sonrisa cantada me hiciste llegar la correspondencia establecida entre nosotros, por encima de esos mismos que seguirían prolongando nuevas noches de recitales y aplausos paralelos a mis varios Cote du Rhone, pero ya sin versos porque yo trataba de descifrarme incógnita de ángel caído vagando de arpilleras a canciones, del porqué de tus palabras a la contraposición de mi mutismo, hasta que tu preocupación se abría paso entre las sonrisas y los encuentros y llegaba a mí copiándome temporalmente en la ausencia de voz, de música, de poesía, intentando la comprensión y el acercamiento en forma de esa mano que apoyabas en mi antebrazo invitándome decidida a abandonar aquellos lugares para conducirme con dificultad, aunque resuelta, en dirección a recuperarnos. Vendría así el tiempo en que eras tú llevándome prácticamente a cuestas; no podías ser sino tú, única y casi sola, enfrentando la noche en ese mirar a todos lados hasta encontrar el taxi, la dificultad cuando la seña de medio brazo en alto – mientras con el otro, rodeando con fuerza, tratabas de mantener en pie aquel temor, aquella incógnita, aquella duda- y la dirección que dabas en perfecto francés, al tiempo que el esbelto

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negro de Togo la minúscula miraba por el retrovisor sin reconocerte pero con una velada media sonrisa porque la situación lo extrañaba y hasta le hacía sentir admiración por ti, a esa hora de la madrugada y con un borracho a cuestas una vez que en principio lograste meter primero el estuche con la guitarra, luego echaste el bolso de telar y casi te sentás arriba de él cuando por último te aferraste de las mangas de la gabardina y tiraste hacia adentro el peso casi muerto de mi borrachera y finalmente, estirando un brazo por encima de mi entrega semidormida, cerraste la puerta, me pasaste tu otro brazo por detrás de la espalda y me atrajiste al ofrecimiento de tu hombro bajo la ruana, contra la que me instante a que recostara la cabeza. Allí me cantaste no sé que nana, a pesar de que el ángel caído casi en sueños pugnara por saber si esa canción de cuna era andaluza o sus orígenes se remontaban al canto de tu madre adormeciendo tu infancia la pie de la cordillera y con la promesa futura de un terremoto sacudiendo la urbe de Chillán y cuando tú niña, adolescente, jovencita, ya te estarías aventurando en la alta noche de los pasillos que formaban el laberinto de tus sueños en donde ahora yo parecía perderme con mis interrogantes e inminentes pesadillas. Sin embargo seguías estando allí con tu cuerpo sirviéndole de escudo a mis pocas fuerzas frente al viento que arreciaba en el boulevard cuando el taxi se alejó y te volviste a la reminiscencia gótica del edificio y con dos palabras de aliento y un beso de tus labios carnosos en mi frente, me fuiste prometiendo el calor de las sábanas en el trayecto demorado y dificultoso escaleras arriba rumbo al segundo piso; me lo ibas susurrando al oído, con esa voz tuya que nunca había dejado de pertenecer a cierta extraña femineidad armada de sentires y pensamientos de cara a la panorámica oriental de la Cordillera y que ahora-dejando para una próxima aglomeración fervorosa en los recitales de cara a todas las diásporas preludiando las que vendrían después, el canto de amor aguerrido o la inquebrantable militancia desde las frases dulces pero resueltas (ah, tarea bastante comprometida la de la crítica futura a la hora de intentar definir tu peculiar juglaresca contemporánea al servicio de los oprimidos por el amor o por la injusticia: en definitiva es el mismo diablo que se viste con el uniforme de los déspotas o con el de la indiferencia, y después pediste que no lo agregaran en el reportaje efectuado en mitad de un trayecto en ferrocarril en dirección a ese Magallanes sur abajo que te golpeó y mencionó a la misma vez, como el amor y la injusticia)- me tomaba por la cintura, calzaba su hombro bajo mi axila y hacía fuerza de pelo negro que se le venía sobre el perfil subiendo otro escalón con esa carga que le balbuceaba al oído las órdenes de sólo para mí, cuando tú entonces te detenías en el penúltimo descanso recordándome el porqué primero de que estuvieras allí, en París, haciendo fuerza en la madrugada por llegar de una vez al dichoso segundo piso cargando con la contradicción que imperaba exclusividad de voces y sonrisas cuando te reconocía entregada en cuecas, huaynos, tonadas, lamentos y compromisos a los miles de seguidores que yo generalmente trataba de ignorar, que no quería ver y a los que finalmente les negaba la existencia con una mortecina risa de borracho, que segundos después se volvía llanto de mi frente contra tu cuello pidiéndote el perdón que no me habías exigido. En cambio me recostabas en esa cama nuestra que nunca volvía a quedar completamente tendida, si dignidad de cama merecía aquel colchón doble plaza adonde minutos o siglos después te echabas tú buscando entre mis despojos aquellos restos de integridad en donde resguardar tu silencio de femenina esperanza vuelta semblante casi ancestral del ojos cerrados, que más tarde aquellos miles convertirían en ícono referencial para esperanza de quienes deberían seguir entre viviendo las incertidumbres o padeciendo las certezas: contradicción de pueblo que sólo en tu canto de dicha y dolor llegaba a conquistar su armonía y hacía creíble su futura libertad. Y esto tú y yo, pero tal vez más yo que tú, lo sabíamos; lo sabíamos por los diarios ilustrando las notas con aquellas fotos de archivo que te rubricaban maga, hechicera,

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reencarnación de genio popular dueño del canto y del fraseo melodioso de esa guitarra que yo, alzando los párpados cansados cuando aún no se había extinguido la vela de la llama oscilante sobre la superficie cóncava y oscura, sabía dentro del estuche vertical y recostado junto a la puerta de ese apartamento ya cerrado se diría que para el universo, ya oculto de la mirada de los miles que te habían aplaudido y vitoreado, ya íntimo y propicio para que dentro de él se revolvieran las sombras proyectadas en la pared y en el gobelino de unicornios- que contrastaba con tus arpilleras de montañas y llanuras, anónimos mineros, desde siempre campesinos y antiguos señores de la tierra- al que de vez en cuando te volvías echándole una mirada casi se diría que entre comprensiva y respetuosa, porque amabas los unicornios pero no te interesaban los brillos rancios de las telas renacentistas, si bien apartabas la mirada de aquella escena y me acariciabas el mentón intentando trasmitirme tu firme resolución de comprenderme con cualquiera de aquellas sonrisas tuyas que te ratificaban en tu entrega perpetua a las avenidas y callejones, mares y estanques de mis sorprendentes alegrías e inexplicables desazones, como te gustaba definirme en lo que tú decías era el posible contenido de aquel cajón perteneciente a un muy extraño mueble que adornaba mi casa interior que ni tú ni nadie podían abrir porque ese era mi secreto, mi incógnita, mi parte intocable, misteriosa y hasta se diría que trascendente, me asegurabas, mientras te ibas durmiendo y un movimiento tuyo debajo de las sábanas liberaba restos de aquel olor que era el producto de esa extraña fórmula creada por tu naturaleza y la mía, y que se efectivizaba cuando todavía la vela echaba resplandores ocres en derredor de nuestros abrazos, besos, penetraciones, jadeos y gritos finales. Y seguramente nunca te dije que no quería que los gritos nuestros anticiparan los finales porque después, con casi la vela vuelta un montón escalonado de sebo en la concavidad que habían moldeado tus manos, tus dedos manchados de arcilla cuando no se arqueaban para le acorde que acompañaba la última estrofa de tu canto a pesar de sentirte allí certeza de mujer dormida sobre mi hombro en la plenitud del amor reciente, la quietud de aquella estancia nuestra empezaba a repoblarse de los artículos con las fotos de archivo, de la certeza de las miles de cartas que llegaban hasta los escritorios de las oficinas del sello discográfico, de los noticieros documentando tu apertura de otro festival de Cosquín que no reía con un recital en el Olympia o con una velada benéfica por los damnificados de otra catástrofe en cualquier parte de ese mundo castigado que quería, aclamaba y hasta exigía tu presencia sin reconocer de mi existencia para esa mujer que dormía sobre mi hombro, plácida, entregada y casi se diría que frágil, introspectiva y temerosa a pesar de la actitud aguerrida puesta de manifiesto en la tonada, en la proclama y en el saludo final de puño en alto rubricando un mismo pensamiento, una misma entrega, un edificar de la esperanza sobre los restos de cualquier sombra; sobre aquella oscuridad de lo que no gravitaba en el mundo de tu canto y tus ideas, como bien podía ser- aunque lo negaras con besos, abrazos y sonrisas- todo aquello que se agitaba estertoroso en los interiores del apartamento sólo sombra, incluyéndote. Entonces, el peso de tanta foto, artículo, noticiero, carta, festival , recital y manifestación político-musical a beneficio de la parte más castigada del universo empezaba a oprimirme el pecho , hacía queme revolviera bajo aquellas sábanas en donde la noche iba disipando el olor armado por los dos y mientras te soñabas apartada de mí por los miles de brazos de los oprimidos que iban a reverenciar tu canto allí donde el sufrimiento edificaba poblados de desolación a la que tu presencia sobre el escenario combatía con la esperanza como lanza y escudo, hasta que ibas entreabriendo los ojos con la misma lentitud que tenía esa hora de la madrugada para moldearte en el semblante a medias despabilado la sorpresa de efectivamente verte apartada de mí, pero por mi llanto de espaldas a tu súbita amargura; mi llanto que no se animaba a encontrar respuestas a tus porqués que te llevaban

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descalza y desnuda a tantear el piso por otra vela a la que encendías sobre los restos de la anterior, arrimándola hasta que el resplandor del pabilo me iluminaba de rostro convulsionado y mandíbula apretada intensificando un resabio de dolor a ambos costados de esa cabeza mía víctima de la resaca inevitable, para la que tu prontitud te mostraba enfundándote en un suéter de lana que resaltaba aún más tus caderas con la ausencia de la bombacha; que te insinuaba todavía más deseosa la esponjosidad tupida y triangular florecida en la entrepierna, yendo decidida a preparar dos cafés porque te gustaba acompañarme cuando regresabas con la bandeja en la que también se hallaban dos aspirinas, un vaso de agua y los cigarrillos. Mientras tomábamos el café en silencio de a ratos me observabas, respetuosa en tu ausencia de palabras aunque envuelta en interrogantes porque yo, con la mirada por momentos perdida en el ventanal que proyectaba los resplandores todavía artificiales del boulevard, no quería hablarte de mi integridad, de la búsqueda de mi armonía, del encuentro definitivo de mi pretendida libertad y cuando ya casi en mi piel parecía no quedar rastros de tu abrazo, de tu beso, de tu montarte sobre mí o atraerme a tu profundidad aferradas tu s manos a mis nalgas, previo a los jadeos y el grito rubricado de aquellos finales que yo no quería, porque ansiaba cierta perpetuidad de tu entrega allí, en ese apartado donde yo seguía bebiendo el café, consumiendo el cigarrillo, deseando que desaparecieran los últimos restos de aquella resaca que había estado oprimiéndome las sienes, y el no escucharte, el no mirarte y en aquellos momentos estuve seguro que también el no tocarte, porque súbitamente te suponía ajena al ámbito por demás estrecho de mis propiedades más celosamente queridas. Pero casi mágica o sorprendente o hasta fastidiosamente para mí, parecías adivinar mis elucubraciones quitándome la taza vacía de las manos, la colilla del cigarrillo de entre los dedos aplastándola junto a la vela para rodearme con tus brazos en el afán , en principio algo desafortunado porque desde mi mutismo pretendía rechazarte, de atraerme a tus senos de pezones grandes y oscuros, contra tu respiración algo agitada por ese leve nerviosismo que te venía cuando en mitad de la noche te despertaban mis sollozos de espalda a tu semblante de ojos cerrados a través de los que sin embargo se trasuntaba tu plácida entrega de brazo cruzándome el torso, de mano navegándome en la caricia de las oscilaciones palpitantes del pecho, cuando tus dedos de piel cobriza recorrían mi vello y jugaban con los pocos rulos que nacían entre mis tetillas, todavía tibias de aquellos besos tuyos, y yo me preguntaba, acariciándolos de espaldas a ti, si se trataba de los mismos dedos arqueados para el acorde o manchados de aquella tierra oscura que entre tus manos unidas casi en suave plegaria, amorosa y pacientemente procedían a trabajar la forma dentro de la que después acunarías aquella vela que echaba tus resplandores ocres sobre los momentos que tú y yo íbamos armando conforme transcurrían las últimas horas de la tarde y las primeras de esa noche, cuando yo íntimamente celebraba el que la madrugada no te tuviera en una peña o bistrot, recital más allá de los Urales o gira por Centroamérica, o tú dejándote llevar por las risas, los abrazos y la proximidad afectiva de tu núcleo selecto de Santiago y yo congelándome lentamente en Pere-Lachaise, parado junto a la tumba de Asturias y de forma anhelante o por demás estúpida queriendo ver en el perfil de aquel guerrero maya algún recuerdo vago común a Guatemala antes de Guatemala y a ti, en las líneas de un rostro antiguo, casi mítico, aprehensible para esa mi memoria que me fuera arrimando nuevamente a tu imagen, cuando los besos, las caricias, los abrazos y las penetraciones tarde o temprano pasaran a ser sólo recuerdo. Te lo confesé cuando ya una luz de amanecer recorría la doble vía del boulevard, renacía el murmullo de los caminantes y una flauta traversa lejana parecía darle la bienvenida a la feria de ese día jueves, con sus puestos esquineros de mariscos, ropa confeccionada en las Mauricio, rarezas discográficas del pop inaugural, libros de editoriales decimonónicas con las páginas

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amarillentas y las tintas violáceas de las firmas de hacía casi cien años, y las verduras, frutas, quesos, fiambres y vinos con lo que resolvíamos la celebración del almuerzo, ratificando su casi suntuosidad en el mantel con las dos servilletas de tela, las copas y esa vela que seguía encendida y viajaba del piso de listones a la mesa tendía, de los mosaicos del baño al mármol de la cocina, y de allí al brindis y a que luego ambos, cruzándonos miradas y sonrisas asistiendo en silencio, coincidiéramos en lo exquisito de aquellos platos que ambos habíamos creado después de que, una apoyando las manos en los hombros del otro, hubiésemos bajado las escaleras al encuentro breve de una ciudad a través de su variada oferta en la que nos íbamos deteniendo, hasta el regreso balanceando bolsas y apretando baguettes debajo del brazo en dirección a ese rincón delimitado por nuestras circunstancias donde minutos después se oficiaría un ritual que , conforme pasaba el tiempo, parecía destacarse cada vez más y en el que nos veíamos ambos creando algo juntos, por más que no fuera sino el almuerzo o la cena: oficios no menos importantes como el que tarde o temprano nos reencontraba franqueando océanos, países, cordilleras, rascacielos, islas, y atolones porque en el simple apretarnos las manos, en el beso efusivo sin importarnos el ruido ensordecedor del siguiente avión levantando vuelo y dando así quizás fin abrupto a una historia tal vez parecida a la nuestra o aquel otro que traía de regreso su carga de afecto y deseo, estaba simplemente la confirmación del uno para el otro a pesar de los compromisos musicales y políticos. Pero entonces, el siguiente brindis mezclaba su tintineo cristalino con el exasperante sonido del teléfono, que seguramente era para ti; porque a pesar de yo estar allí, de custodiar celosamente nuestro rincón, de pasar batallándole al insomnio en más de una de aquellas noches que te tenían a miles de quilómetros de la posibilidad de una cama, de un almuerzo compartido entre los dos, ese era tu apartamento por más que me insistieras una y otra vez que era de los dos y que siempre sería de los dos, e en el último caso reconocías preferir el que yo siguiera en él a pesar de aquello en lo que no querías pensar y que se vinculaba con la posibilidad –“remota”, “imposible, “impensable”, casi parecías estártelo diciendo a ti misma, con la mirada vidriosa y temporalmente perdida y la mano en alto sosteniendo la copa, antes de probar otro bocado y de beber un nuevo sorbo de vino rojo-, de que un día nuestro amor se terminara y que ese final estuviera dado de forma breve pero contundente, como uno de aquellos acordes luego del cual el público ovacionaba otra de tus composiciones pero no todavía esa de la que, sorprendiéndome, me empezaste a hablar aunque vagamente. Lo hacías, sin embargo, con una conmovedora dulzura en tu voz asegurándome que se trataba de uno de tus proyectos compositivos más íntimamente ambiciosos, porque en su poética pretendería explorar los afectos cuando corren el riesgo de ser truncados por lo imprevisto, le imponderable, las acciones definitorias difíciles de controlar o que incluso, ante otras imposibilidades, se llevan a cabo con un pasmoso dominio de los sentidos. Entonces, con la forma delicada de la copa de vino sostenida por tus manos de dedos levemente gruesos, de uñas que jamás habían conocido el esmalte; desde tu tan particular versión del materialismo dialéctico, comenzaste a aventurar el tema de quien rememora al mamado, a la amada, desde más allá de este mundo; que no sabías si el amor por los vivos podía ser rememorado, evocado, sentido desde esa otra región que para ti, pagana en lo más recóndito de tu femineidad primordial a pesar de tus Décimas a la Virgen, se te presentaba poblada de sombras que tal vez en algún momento se dignarían a recordarte, en susurros, cómo habías pasado a ser una de ellas, contrario a esa espera del Juicio Final y la resurrección de justos y pecadores redimidos que fue lo que te quise decir y sólo me limité a penar, interrumpiendo la divagación cuando me dejé llevar brevemente por esa expresión tuya de párpados entornados y labios canosos bebiendo de esa copa. Y por un momento, en el lento transcurrir del mediodía a la tarde

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de aquel almuerzo, se me ocurrió reflexionar acerca de cómo sería esa región de sombras o ese pasaje de luz a través del que todos marcharíamos hacia la revelación más o menos concluyente de nosotros mismos, cuando acabaste la copa, me la arrimaste para que te volviera a escanciar el vino rojo, y antes de que brindáramos nuevamente me dijiste que no sabías cómo era la eternidad, pero que en todo caso te gustaría que tuviera la forma de ese momento armado a almuerzo de simplemente dos seres que se querían, luego de un paseo a través del que fuiste arrastrando ensoñaciones de una ciudad a la que atravesaba un río, ansiando la vuelta al rincón donde te abrazara ese gracia a quien el amor se sublimaba o se convertía en enigma sin resolución posible o con clave perdida para siempre, llevándote imprevistamente a extrañar una tierra lejana- donde existía otra ciudad atravesada por otro río- en el beso añorado mucho después de que el almuerzo se esturara en tarde y noche de pasiones intercambiadas, hasta que avanzando la madrugada mi actitud comenzaba a transitar de las últimas entregas a los primeros rechazos. Muy lejos todavía de la mañana; muy cerca del otro dormir incómodo, tu sueño se iba tornado región a medias secreta que guardaba la memoria de otras horas que eran otras vidas, llevándote a la plegaria silenciosa que una rara mezcla de felicidad y tristeza elevaba en párpados entornados, vuelta a un lado de la almohada, en procura de encontrar mi compresión. Pero sólo te taladraba es cuerpo pesado, con restos de borrachera y de preguntas sin respuestas acumulándose en esa actitud mía de colocarme de espaldas a lo que en ti no pretendía ser requerimiento, sino apenas certitud de seguir estando allí, en tu incorporarte en el colchón tanteando a un lado sobre los listones del piso buscando la vela que volviste a encender; en la arpillera inconclusa de hilos colgando en un extremos de ese apartamento parisino, a lo largo de lo que pasabas tus manos de dedos de color de cobre y de tierra casi salvajemente arada que estaba tan lejos y sin embargo amontonándose allí, en tu expresión de labios cerrados y mirada caída sobre tus propias interrogantes, proyectadas en las formas que iban delineando la actitud del ángel caído o demonio elevado que creías percibir en el telar a medias trabajado y que el claror de gris invernal lentamente iba moldeando para tu soledad en la indiferencia echada a un costado del colchón dándote la espalda, en la ausencia de palabras, y, en fin, en todo eso que un impolutos de fuerza y amores y artes postrimeros resolvió ir plasmando en acorde, verso y canto. Como brisa de entreluces colándose por las celosías a medias cerradas, aquello fue arribando hasta mis párpados, involuntariamente, moviéndome aun casi secreto despertar, siempre de espaldas y en silencio para asistir – simple y nunca pude llegar a confesarte que hasta conmovedoramente- a lo que decidiste sería tu última composición, como me lo dejaste escrito junto al título que elegiste y la pregunta formulada para una respuesta de no sé si te di o no, si me diste o no , en tres etiquetas cruzando a lo largo ese casete que tiempo después sólo una breve nota tuya me ayudó a encontrar, cuando alguien – llegando del toro lado de las incógnitas oceánicas- me trajo un pequeño sobre alargado adjuntando casi en exclusiva la noticia – de la que durante más de una semana se harían eco luego la televisión, la radio el periódico, los círculos de allegados, los escenarios vacíos, el público acongojadamente desperdigado por terceros y primeros mundos- que me dejó tres días sentado en un rincón de la oscuridad de un apartamento metido en un edificio de una ciudad que ya no tenía ni nombre, fumando cada tanto, bebiendo cada tanto, imperturbable al principio y entregado en llanto finalmente. Luego, enjuagando lágrimas, me decidí a abrir aquel sobre algo sorprendido ante las instrucciones que me dabas de seguir una ruta armada a recipiente de cerámica con

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restos petrificados de una vela muy antigua, que tuve que apartar para abrir la tapa de aquel viejo baúl dentro del que se encontraba la arpillera con la figura casi terminada del ángel caído, que lentamente se fue levantando al desplegar aquella artesanía dentro de la que se hallaba la cinta que grabaste tan cerca de mí, cuando sin embargo el ángel, vuelto de espaldas a ti, tirado en ese colchón, se replegaba a una región más cercana a o lo profundo de una tierra ignota, a años luz de es acorde que se sumaba al otro, de ese verso que seguido al anterior iba armando una ofrenda inmerecida y final, porque n parte me decretabas esperanza que tú te animabas a celebrar desde la sombra. Una y otra vez tuve que leer lo que no sé en qué momento de ese día de hace tanto tiempo o de ayer o de mañana, escribiste con un pulso firme en esas tres etiquetas pegadas del lado “A” del casete: “’La esperanza y su sombra’. La última composición. ¿Cuál era la esperanza y cuál su sombra?”. Era tu regalo para mí, ese tipo de regalo que no tendría que compartir con nadie y que me acompañaría siempre como el tan particular diálogo que estaríamos dispuestos a retomar cuando “las aguas estuviera calmas” , como me decías a veces, como me escribiste después, como me dejaste cantando finalmente. Así ocurrió durante un tiempo que no sé si fueron días o siglos cuando una y otra vez, en la soledad de la habitación en penumbras, me fui familiarizando con el “Play”, y el “Rewind” que más que diálogo casi era la orden que te daba de que cantaras para mí y sintiendo un gozo muy profundo al saberme único depositario de tu última composición que desde las sombras ratificaba mía, más acá o más allá de todas aquellas miles de esperanzas que no podían sino conformarse con lo ya grabado, lo ya conocido, lo ya vitoreado tantas veces frente a ti, mientras en algún rincón del universo o de la nada me quedaba yo, clamando por tu ausencia y exigiendo tu presencia de mujer por encima de la otra, de esa que el “Play” y el “Rewind” conforme pasaban las horas o los siglos imprevistamente fue haciendo renacer, tal vez traída por ese nuevo desplegar de las alas del ángel caído buscando la redención cuando decidió que esa entrega en amor ya no podía ser para mí solo; de esos acordes de la guitarra que necesariamente debían seguir abriendo surcos para que las miles de esperanzas se siguieran apoyando en lo que tú eras en definitiva: la valentía y el amor hachas canto, melodía, regalo para le mañana, para ese otro tipo de amanecer que ya no podía circunscribirme únicamente a las delimitaciones caprichosas de un apasionado egoísmo, sino que en esa última composición ratificaba su compromiso con la vida de todos, sin importar la propia vida; sin importar que ya no me regodeara en el disfrute sombrío de aferrarme a tus exclusividades sólo para mi. Entonces lo que me habías dejado resolví que ya no me podía pertenecer, cuando tiempo después envié un sobre a aquellos que se encontraron con un casete que simplemente era el compromiso de siempre y apenas un título señalando versos que hablaban de amores esperanzados y de las sombras que a veces se cruzan en un camino que necesariamente debe llevar, tarde o temprano, a la celebración de la vida, de la libertad y del amor: certeza de una última composición dedicada a todos y a cada uno con su particular historia, como se leía en la nota anónima que acompañó la cinta dentro del sobre sin remitente, aunque llegando de un rincón inubicable donde tarde o temprano, horas o siglos después, la televisión estaría proyectando un homenaje como el ventanal el transcurso del día a la noche, y nuevamente al día, en ese casi juego de sueño plácido y vigilia inquieta componiendo continuos encuentros y desencuentros entre la esperanza y su sombra.

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El Espíritu de Lucilla Graham. Lucilla Graham se murió en una noche de infancia, dentro de un cuerpo de mujer. Y mientras tanto pasaron los días y las estaciones, y llegué hasta su casa. Conocí detalles de su vida –pasada entre aquellas paredes- y luego me senté junto a la ventana que daba al jardín. El jardín... Por allí paseó su sombra hace mucho tiempo. Los objetos olvidados –flotantes en su atmósfera amarilla- me hablaban de ella; los cuadros, las vitrinas, las fotos que difícilmente podía reconocer porque habían sido tomadas en las circunstancias borrosas de una época lejana, me traían su nombre: Lucilla Graham. La solitaria, la noctámbula, la que no tenía vida que la sostuviera. Allí parecía seguir estando: en cada lugarcito; metida entre los colores vivos de sus óleos; dormida dentro de una taza de porcelana, fría como lo fueron sus últimas noches. Hasta que un día retornó a los primeros paseos infantiles. Y hubiera deseado ser yo quien la llevara de la mano: ella se agarró al mecerse de sus flores, a los árboles y los pájaros. Pobre Lucilla Graham. Si la naturaleza no siempre es la misma y a veces se transforma en soledad. Ni sus jardines, ni sus fuentes, ni sus lagos la comprendieron. Cuando Lucilla se acercaba al espejo de aguas en quietud primaveral, encontraba la imagen de su cuerpo consumido, la tristeza que proyectaban al vacío opresor sus órbitas sombrías y la risa trágica que le regalaba el Tiempo en todo su rostro. Alegría infantil, luego desdicha y angustia. El sol de la tarde se sienta a mi lado y no tengo deseos de cerrar los ojos: allí viene su espíritu arrastrando la cometa de esperanzas, como una desgracia de cañas cruzadas y papeles rotos que no conocieron la altura por donde vuela el viento. Ahora regresa porque yo, desde mi juventud, le grité que había vuelto la primavera. Ella, con dificultad, como una anciana, se acerca a mí pidiéndome que la ayude a trepar por el sol. Y cuando siente mi mano que la sostiene, rejuvenece y en ella cobra nueva vida Lucilla Graham. La fuerza de mis años la retornaron a su casa y a los bosques. Es interesante escucharla cuando habla de sus animales, de sus libros, de la música y de las pinturas. Así pasamos muchos días... o quizás fueron años que viví a su lado, conociéndola como nadie. En las noches era su confidente, durante el día su amigo de paseos alrededor de la mañana. Su vida era mi vida. En cambio yo nada le podía dar de la mía, porque mis años aún no habían conocido la angustia. Así, el mundo siguió viviendo fuera de nosotros, muy lejos. Pero un día llegaron las risas de los niños, el ruido de los coches y el murmullo incomprensible de la gente mayor... y acepté el fin de nuestra convivencia. Todo debía concluir. No se lo dije, pero ella lo adivinó en mi rostro. Y ante sus ojos fui envejeciendo de a poco. Mis pasos se tornaron lentos. Descubrí al viejo que albergaba mi alma, sintiendo en mis labios el gusto de la amargura. Estaba cansado. Pasaba las tardes sentado junto a la ventana mientras que, desde afuera, me llegaban las infaltables risas infantiles trepando por mi bastón y colgándose de mis labios. Lucilla Graham contempló mi lento deterioro y como forma de evitarlo, aunque sin decírmelo, resolvió alejarse un día con la última lluvia. Ya vieja, se fue arrastrando por el jardín y retornó a su forma antigua... hasta ser sólo espíritu. Una vez, y para siempre, la cometa olvidada levantó vuelo y se dejó perder entre los aires. Más allá de los muros de la casa; más allá de las hojas de los árboles –que parecían quebrar el paisaje en mil tonos de un mismo amarillo- sabía que me estaba aguardando el vértigo de un mundo cotidiano.

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Corumbaria Abrazarte, besarte, amarte Son épocas de mi vida, Prólogo de tercer milenio, Con Marte próximo y fugaz En la luz-penumbra del sueño. Allí tu enfermedad se viste de Luna; Allí tu salud se desnuda de Sol, Y el deseo se establece en la noche Y es sombra de vuelo indiferente Sobre el húmedo gesto de los días. La Paloma, Rocha.

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Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)

EL QUE ESCRIBE DESDE EL SUEÑO Cuando el mundo llegó a su vejez, y del espíritu de los hombres se escapó la capacidad de maravillarse; cuando ciudades grises elevaron hacia los cielos cubiertos de humo altas torres lóbregas y feas, a cuya sombra a nadie le era posible soñar con el sol ni con las praderas que la primavera cubre de flores; cuando la ciencia le arrancó a la tierra su manto de belleza, y los poetas no cantaban ya sino a distorsionados espectros, producidos de una visión introvertida y confusa; cuando estas cosas sucedían, y las esperanzas infantiles se habían desvanecido para siempre, hubo un hombre que viajó fuera de la vida en busca de los ámbitos a los que habían huido los sueños del mundo. Howard Phillips Lovecraft: Azathoth.

Más que el producto de una época, muchas veces los artistas son la consecuencia de un entorno vital, estético y espiritual. Estos tres elementos que son los que posibilitan el renacimiento de un creador no necesariamente tienen que correr paralelos al tiempo que vive con la Humanidad.. En este sentido tal vez no estén de más aquí ciertos conceptos de Milan Kundera, cuando en El arte de la novela afirma que, llegado el momento, para avanzar es preciso apartarse de la supuesta evolución que sigue el mundo. Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) lejos de querer avanzar o retroceder por medio de una literatura que se le despierta precoz, optó por buscar la posibilidad, en Arte, de vivir un mundo paralelo al real inmediato e incluso, para él, hasta cierto punto más real que el que vivían sus contemporáneos de Nueva Inglaterra; de esa Providence -Rhode Island- que a fines del siglo XIX albergaba en sus mansiones de tejados antiguos, en sus calles desniveladas, en los árboles de troncos nudosos echando sombras sugerentes sobre los pasos de un escritor que amó ante todo la noche, el recuerdo de un pasado británico que en Lovecraft definiría , ya en su nones, un decidido amor por todo testimonio anterior al “cisma de 1776”, como él desde su anglofilia llamaba a la Revolución americana. Por eso, cuando era un escritor en la Slater Avenue School y debía estudiar la independencia de este país –nación joven, pujante y futura primera potencia mundial- en el que había nacido: “…Una fuerza interior me impulsó inmediatamente a cantar ‘Dios salve al Rey’ y a adoptar el bando opuesto de cuanto leía en los libros infantiles pro-americanos sobre la Revolución (…). Todas mis profundas lealtades están de parte de la raza y el imperio más que de lo americano; si acaso, este viejo anglicismo mío se intensifica a medida que América se vuelve cada vez más mecanizada, esteriotipada y vulgar, alejándose de la corriente anglosajona original que yo represento”. El origen de la mitología Antes de crear al dios Cthulhu y la saga de monstruos y seres preterhumanos –dioses arquetípicos y primordiales que más tarde su “gran imitador”, August Derleth, se

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encargaría de sistematizar- Lovecraft se tuvo que crear, para su soledad, la mitología de seres y objetos que fue rescatando del pasado familiar y del histórico, muchos escritores han pasado por períodos de hondo romanticismo, pero en Lovecraft la Grecia clásica, el Imperio Romano y el paso de los británicos por su país, son los pilares en donde se asienta su particular modo de pensar, de vivir y de escribir: “(…) empecé a escoger sólo libros que fueran muy antiguos: que tuvieran la ‘f’ larga (…) y a fechar todos mis escritos doscientos años más atrás: 1697, en vez de 1897, y así abrir (…) solía pasarme las horas en el ático hojeando los libros desterrados de la biblioteca de abajo, y asimilando inconscientemente el estilo de…”. …El siglo XVIII. Más que ansiar un mundo perdido –el de sus antepasados y el de la hegemonía británica en los Estados Unidos de América- Lovecraft se propuso reeditarlo a partir de su soledad y de la biblioteca de su bisabuelo. Hijo de Winfield Lovecraft y de Sarah Susan Phillips –descendientes de típicos puritanos de Nueva Inglaterra, aunque no por esto con antecedentes nobiliarios ingleses, como en algún momento lo pretendió su hijo-, el pequeño Howard tuvo una infancia signada por las limitaciones que le impuso el excesivo amor materno, la sobreprotección de que fue objeto por una madre que sin embargo lo ridiculizaba, le decía que era “un niño feo” y también lo vestía de mujer y no le cortaba el pelo. Cuando su hijo, de pequeña edad aún, le dijo a su madre que por favor lo llevara a un peluquero, ella respondía que así era la moda de sus antepasados dieciochescos, para lo que entonces le mostraba grabados que en Howard fueron alimentando su gusto por su racionalismo, el ateísmo y el inglés arcaico. Esto, sin embargo, no fue obstáculo para que un buen día se rebelara y su madre, con lágrimas en los ojos, tuviera que encargarse ella misma de hacerlo parecer más a un niño de 1897. Tiempo después intentó anotarlo en una academia de ballet, pero su hijo –con apenas siete años- le contestó decidido y bastante ofendido: “Nemo fere saltart sobrius nisi forte insanit” (Casi nadie baila sobrio a menos que esté loco). En alguna medida podría afirmarse que Lovecraft fue consciente, ya desde los primeros años, de su tragedia solitaria y de su modo de canalizarla en un futuro casi inmediato. No estuvo habituado a jugar como lo haría cualquier niño común de su edad y el novel escritor t racionalista ateo, dirá que “Entre mis pocos compañeros de juego, yo era muy impopular, ya que insistía en jugar a hechos de la historia, o a actuar con un argumento coherente”. De esta forma y como el personaje de uno de sus primeros cuentos de la juventud –“La Tumba”- Lovecraft preferirá la compañía de todo aquello que implique el saber; poder ampliar los conocimientos a partir de unas idea de sí mismo que en muchos aspectos estaba errada y en otros más que acertada, para lo que sería el clima de horror y sugerencia de sus obras más perdurables, como la novela El caso de Charles Dexter Ward o los cuentos “La casa apartada” (mal traducida por “La casa encantada”), “Los sueños de la casa de la bruja”, “El modelo de Pickman”, “El ceremonial” o nouvelles como: “El horror de Dunwich” o “La sombra sobre Innnsmouth” solo por mencionar algunos de sus títulos más conocidos y representativos de un estilo que, lógicamente, tiene sus antecedentes. Si existieron juegos infantiles en la vida de H. P. Lovecraft, los mismos estuvieron relacionados con esos argumentos que ya ansiaba su imaginación de niño (si este término cabe a quien ya a los treinta años se hacía llamar, por sus poquísimos allegados, “el Abuelo Howard”). Entre sus amigos de los primeros años figuran: Chester Pierce Munroe (1889-1943) y Harold Baterman Munroe (1891-1966) con quienes “fundó” la Agencia de Detectives de Providence: “Nuestra agencia tenía normas muy rígidas y

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cada uno llevaba en los bolsillos un equipo reglamentario de investigador, consistente en un silbato de policía, una lupa, una linterna, unas esposas (a veces un simple cordel, ¡pero esposas de todos modos!), un distintivo de chapa (…) una cinta métrica (para las huellas), revólver (el mío era de verdad, pero el inspector Munroe –doce años- llevaba una pistola de agua, mientras que el inspector Upham –de diez- cargaba con una pistola de pistones), y cantidad de reseñas de todos los acontecimientos del periódico sobre criminales (…) Nuestro cuartel general estaba en una casa deshabitada más allá de la zona densamente poblada, y allí representábamos y ‘resolvíamos’ muchas tragedias horripilantes”. La excesiva adjetivación. Pese a los sensibles cambios impuestos por el tiempo y la modernización la ciudad de Providence –como en general Nueva Inglaterra- conforma en más de un aspecto una reliquia museística de los años de la colonización. La ciudad toma su nombre del río que la divide en dos y que en la actualidad está cruzado por varios puentes. Paralelos al Providence –uqe desemboca en el río Seekonk- corre la vía férrea de Penn Central y la carretera interestatal 95. Río, ferrocarril y carretera corren por un valle que está flanqueado por dos montes: al oeste Federal Hill y al este Collage Hill, donde las casas y calles son fieles representantes del pasado colonial y federalista; aquí también se ubica la Universidad Brown…Pero Lovecraft tardaría aún algunos años para volver literatura a su ciudad –llamándola Arkham-, a su río –que será el Miskatonic- y a la Universidad – que tomará su nombre del mítico río lovecraftiano-, cuya biblioteca será de las pocas en el mundo que “guarden bajo llave” un libro de lectura prohibida para los no iniciados: el Necronomicon (Al Azif), escrito por un árabe loco que “vivió” a comienzos del 700 d. C. Por el lado oeste de la Universidad Brown se ubica una de las calles más distinguidas de Collage Hill: la Benefit Street. En su número 88 se alza una mansión construida en 1780 y que se hizo famosa por haber vivido allí, en las décadas de 1830 y 1840, una mujer viuda de belleza de belleza fuera de comentarios negativos: Sarah Helen Whitman. Hacia 1848 Mrs. Whitman fue febrilmente cortejada por un poeta americano “oscuro y misterioso”. Ella accedió al período de casamiento si él dejaba la bebida. Pero el poeta, pese a sus promesas, reincidió en el alcohol y la hermosa mujer no demoró en despedirlo. Justamente un año después, en 1849, este poeta moría en la ciudad de Baltimore llamando a su tía y a su prima Virginia, entre el delirio de la borrachera y la fiebre tuberculosa. Su nombre era Edgar Allan Poe. Y a pocos pasos de Benefit Street se encuentra Angell Street, donde Lovecraft vivió los primeros años de su niñez y donde además, se empapó en un principio de toda la literatura escrita por el autor de “El corazón” y del célebre poema “El cuervo”. Allí, entre jarrones de porcelana, espejos y relatos antiguos, libros heredados e incluso objetos que en sí no tenían otro valor que el afectivo que les daba Lovecraft, su onirismo se fue desarrollando rápidamente, y hasta que se vieron obligados a mudarse a unas pocas cuadras por la misma calle: “Mi casa había sido mi ideal de paraíso y mi fuente de inspiración”. Ya antes de mudarse, y con apenas seis años de edad, H.P.L: “La pequeña botella de cristal”, completamente influenciado por el Poe de “Manuscrito hallado en una botella”

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y también esos dos relatos fantásticos pergeñados por el maestro del horror y de la fantasía analítica: “Un descenso al Maelström” y “Aventura de Arthur Gordon Pym”. Luego, entre los 14 y 17 años, Lovecraft escribirá una serie de relatos donde la influencia de Poe sigue manifiesta, incluso en algunos vicios de estilo en los que solía caer el autor de “Eleonora”: por ejemplo la excesiva adjetivación; vicio de Lovecraft hará gala en la mayor pàrte de sus relatos de la madurez. La adolescencia, aparte, dará títulos como: “La bestia de la cueva”, “El cuadro” (1907) –donde por primera vez aparece lo fantástico- y “El alquimista”. Ya por estos años Lovecraft es dueño de una bicicleta –tuvo tres-, un telescopio –tuvo tres- y una máquina de escribir Remington que le regalaron en 1906, pero a la que fue dejando para volver paulatinamente a la lapicera, utilizando el teclado para la última redacción del cuento. Aparte, este hombre singular se destacó por mantener una correspondencia muy nutrida incluso con grandes amigos a los que nunca llegó a conocer personalmente, como el poeta y escultor –de “horrores inenarrables”- Clark Ashton Smith. Hacia el horror cósmico. En lo estético y espiritual, la tradición literaria en la que se apoyan las creaciones fantásticas de Lovecraft es el cuento de miedo anglosajón; ese “terror gótico” que comenzará una mujer y terminará otra mujer –para aquellos que dudan de la gravitación intelectual femenina-: Anne Radcliffe y Mary W. Shelley, esta última autora de Frankenstein, anticipadora de Poe, H. G. Wells, por supuesto que Lovecraft y hasta Stephen King en la actualidad. En las primeras décadas del siglo pasado, el efecto que producía en el lector el relato sobre vampiros, muertos vivientes, ruinas medievales con la noche brumosa y los restos de un cementerio abandonado –ineludible aporte del Romanticismo anglo-germanocomenzó a perder fuerza debido a que su estructura comenzaba a hacerse invariable. Luego, en 1809, nace Edgar Allan Poe y el relato de horror adquiere nueva fuerza, ya que Poe se nutre del Romanticismo tardío y a la exaltación del “yo narrador” –a su lirismo- le agrega el elemento analítico y el proceso introspectivo, a través del cual el personaje relata las causas ante todo internas que dan por resultado un entorno fantasmagórico, lleno de elementos que no son otra cosa que la proyección en el espacio de los terrores ocultos, esos terrores que posteriormente Freíd y el psicoanálisis pretenderán develar. En este sentido, el racionalismo de Lovecraft no hace otra cosa que obrar a la inversa de lo que fue el racionalismo del siglo XVIII, cuando este elevaba la sapiencia de los intelectuales. Con las dos revoluciones industriales, con las nuevas clases sociales que liquidan el mundo medieval, con la naciente presencia de las máquinas, el hombre racionalista descubre que más abajo del yo consciente y del yo inconsciente, existe un mundo inexplorado: el de los sueños y las pesadillas. Se intenta así la racionalización de la fantasía, con lo que entonces mueren los mitos, las creencias antiguas, la magia y la brujería en lo que tiene que ver con estos elementos como posturas de un sentir popular. Empieza el otro reto: dominar para el racionalismo lo que hasta en la Edad Media estaba considerado como el vínculo que unía a hombres y potencias sobrenaturales, a través de restos de las celebraciones eleusinas, los sacrificios druídicos y la cosmogonía céltica. Al traer a la superficie –al consciente- todo aquello

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que se asociaba con leyendas populares de magia y horror, el hombre racionalista intentó delimitar el origen y las proporciones de sus miedos más recónditos. Es así que en la literatura surgen las otras dos figuras de vital importancia para el Lovecraft escritor: Arthur Machen y Lord Dunsany. El primero de ellos traslada la atmósfera de los cuentos de miedo a la luz del día, las casas de su Gales natal…y sobre todo instaura la creencia en una antigua raza de dioses que vivieron en la Tierra millones de años antes que la Humanidad. Estos seres hablaban un lenguaje llamado “iklo” y si bien parecen haber desaparecido, su influencia trasciende el tiempo y el espacio. Machen, como Dunsany, conjuran los miedos objetivos: la muerte violenta, el futuro incierto debido a la segunda revolución industrial, el pasado ominoso, las revoluciones y contrarrevoluciones y la avasallante presencia del maquinismo. Frente a este panorama de fines del siglo XIX y comienzos del XX, esos escritores resuelven recrear el mundo a partir del sueño y a este lo pueblan de seres fantásticos que gravitan en la vida del soñador. Esto es lo que también Lovecraft irá desarrollando en sus cuentos si bien este mundo idílico de sus predecesores se convierte, principalmente, en una geografía de ciudades remotas habitadas por seres que resultan un horror materializado a ojos de esa irreversible que siempre resulta ser el personaje lovecraftiano. Así entonces, surgen en sus cuentos –aunque su mitología jamás fue motivo de preocupación para el creadoresa saga de monstruos gelatinosos y tentaculares que es llamada por los mortales, que se funde con ellos o los aniquila. Surgen también los libros malditos en cuyas páginas están las fórmulas sacrílegas que llaman a “los que acechan” desde ese tiempo que en principio no es otro que el tiempo interior de los hombre, donde en alguna medida el inconsciente desarrolla una serie de mundos paralelos al nuestro, al de la “vigilia”, y que en Lovecraft revisten características de constante inquietud, que presagian un destino último de aniquilación de la raza humana por esos dioses arquetípicos que alguna vez fueron los dueños de la Tierra y del Universo. A esto por supuesto confluyen las creencias judeo-cristianas, los mitos griegos, Madame Blavatsky, la aversión que tuvo Lovecraft por aquellas razas que él –influido por Spengler- llamaba inferiores (judíos, latinos, polacos, etc.) y en general el culto reverencial del pasado, culto que sin embargo, en los últimos años de su vida, se fue desapasionando al punto de convertirse en firme admirador de Franklin D. Roosevelt, aparte de haber estado casado –apenas dos años- con una mujer de origen judío: Sonia Greene, quien contrario a lo que muchos piensan fue una mujer perfectamente equilibrada, inteligente y que amó a Lovecraft hasta las últimas consecuencias, aparte de haberlo mantenido cuando el matrimonio se trasladó a vivir a una ciudad que para el escritor no difería mucho del horror que producían sus célebres creaciones urbanísticas no-euclidianas: Nueva York. El maestro y sus discípulos. Con Arthur Machen el cuento de miedo anglosajón comienza a abundar en la idea del terror antiguo, prehistórico y hasta prehumano, materializado en formas vagas protoplasmáticas y hasta en la arcaica capa geológica, como metáfora del preestadio de la mente. Quienes también se embarcaron en esta nueva corriente de renovación del terror fueron el Bram Stoker tardío, que años después de Drácula escribió La alegría del gusano blanco (The lair of the white worm); M.P. Shlel, W. H. Hodgson, Algernon Blackwood

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y por supuesto que Lord Dunsany. Pero quien mejor redondeó la “idea arquetípica” de Machen no será otro que Howard Phillips Lovecraft. En vida del autor de “El color que cayó del cielo”, su actividad literaria no vio salir a luz ningún libro. Su producción no alcanzó otra recepción que la de la revista Weird Tales y en varios libros dedicados a los autores ya no de Nueva Inglaterra sino sólo de Rhode Island, su nombre no apareció. Esta fue tarea póstuma de los sobrevivientes del llamado “círculo de Lovecraft”, entre los que es preciso destacar en primer término a August Derleth –como sistematizador de los mitos generalmente llamados “de Cthulhu”- y a D. Wondrel quienes fundaron la editorial Arkham, en honor al ilustre creador de la mítica ciudad o reverso de Providence. La escuela o círculo lovecraftiano estuvo integrada, además, por August Derleth, Clark Ashton Smith, Robert E. Howard –el creador de Conan, el bárbaro-, E. Hoffmann Price, Frank Belknap Long –célebre por su cuento “Los perros de Tíndalos”-, Henry Kuttner – autor de un relato espeluznante como lo es “Las ratas del cementerio”- y el más joven de todos ellos: Robert Bloch, quien años después se haría famoso por su cuento llevado al cine por Alfred Hitchcock: Psicosis (Psycho). Los mitos de Cthulhu. Todo mito se apoya en una vieja creencia y así las figuras de los titanes, como las de los argonautas o Aquiles y Odiseo, son el recuerdo vago que el hombre, por memoria genética o colectiva, o versos que cantaban los aedas rapsodas en la Grecia pre homérica, tiene de un pasado que se pierde en los orígenes del mundo. Así también,. una vez muerto Lovecraft, su “Gran imitador” Derleth se preocupó de seguir escribiendo relatos que giraran en torno a la influencia de monstruos ocultos en catedrales abandonadas, dormidos en el fondo del mar o viviendo en una dimensión paralela a la conocida, como así también su celo de admirador y fanático lovecraftiano lo llevó a trazar una génesis de los mitos, aunque en este sentido el aporte de Lin Carter fue fundamental. Con el consentimiento y la ayuda de Derleth, Lin Carter se lanzó a un trabajo que en vida de Lovecraft a este no le había preocupado en absoluto… En tiempos remotos y antes de la humanidad, la Tierra fue habitada y gobernada por dos grupos de seres colosales: los dioses diabólicos y las divinidades benévolas. A su vez, la Tierra estaba compartida por los Primigenios y la Gran Raza Yith. Estos entran en colisión y luego se rebelan contra sus creadores: los Dioses Arquetípicos, que a través de los cuentos de Lovecraft y los de su grupo, serían los primeros seres interestelares. La Gran Raza Yith –seres espirituales e inmateriales que vivían en cuerpos ajenosabandonan la Tierra y viajan al futuro. Por su parte, los Primigenios quedan sin rival e intentan dominar el mundo. Pero los Dioses Arquetípicos diezman la rebelión y aquellos son castigados y apresados. Todo esto tiene mucho en común con el Panteón griego y las sucesivas luchas de Urano, Cronos y Zeus por el poder universal. En el caso de los Primigenios lovecraftianos – Azathoth, Hastur, el Gran Cthulhu o Yog-Sothoth, por mencionar algunos de los nueve más famosos-, los destinos que siguieron fueron de lo más dispares.

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Los libros prohibidos. Cuando Lovecraft era niño solía disfrazarse de árabe y un tío suyo, riendo, le decía que parecía el árabe Abdul Alhazred, nombre que se le había ocurrido en estos momentos…pero que años después Lovecraft convertiría en el “demencial” autor del Necronomicón. A este libro “prohibido” sus colegas le agregarán otros que, juntos, de una forma u otra encierran las fórmulas impronunciables que pueden hacer aparecer por cualquier lado los míticos Primigenios. A estos libros se sumaron otros, reales, simplemente porque los títulos en latín resultaban misteriosos: Thesaurus Chemicus, de Bacon; la Turba philosophorum, de autor anónimo; el Libro de las estancias de Dzian, de Madame Blavatsky –en vida de la escritora esotérica se aseguraba que dicho libro le había sido dictado por un venusino-; el Zohar, uno de los libros cabalísticos más importantes de esta tradición, o la Poligrafía, del abate Trighemius. Dentro de los libros ficticios figuran: Necronomicon, de Abdul Alhazred; el Libro de Eibon; Texto de R’lyeh; Fragmentos de Celaeno; Cultes des Goules, del conde d’Er’ette (August Derleth); De Vermis Mysteriis, de Ludwig Prinn (Robert Bloch); Arcillas de Eltdown; People of the Monolith, de Justin Geoffrey; Los Manuscritos Pnakóticos; los Siete libros crípticos de Hsan y el “terrible” Unaussprechlichen Multen, de Von Junzt. …Y sería preciso agregar otro libro para finalizar esta especie de homenaje a un escritor que en sus relatos unió la tradición literaria del norte de Europa, con la literatura onírica y la pura fantasía, propia de un ser solitario que a lo largo de su vida siguió una conducta casi ascética. El libro al que hacemos referencia merece integra la lista de los reales y los ficticios, porque para quien dice estas palabras supuso casi una odisea el encontrarlo; libro que, además, muy pocos conocen en su traducción al español por Francisco Torres Oliver; libro publicado hace 32 años pero que sigue siendo un volumen fundamental a ser integrado a la biblioteca de todos los lovecraftianos de habla hispana: Lovecraft, de L. Sprague de Camp. (Alfaguara, colección Nostromo.) En 2007 se cumplieron 70 años de la desaparición física de un escritor que compuso su mundo literario a través de una reformulación de lo fantástico. Decíamos que esta charla vino a ser una especie de homenaje, aunque no tardío: el tiempo es relativo cuando se trata de poner de manifiesto, una vez más, la vida y la obra de un creador; de un hombre para quien su propio tiempo fue absolutamente relativo frente a lo concreto del mundo de sus fantasías, sus convicciones, sus lecturas, sus nostalgias y sus sueños. Muchas gracias. Guillermo Lopetegui Charla ofrecida en AGADU, Sala “Mario Benedetti”, el martes 30 de noviembre de 2010.

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Las armas del escritor. Charla ofrecida por Guillermo Lopetegui. Experiencia vital y experiencia literaria: las armas del escritor

Experiencia vital y experiencia literaria, intelectual, como las armas con las que el escritor se abre camino, desde lo efímero, a lo trascendente; desde el cotidiano existir al rescate de lo esencial de ciertas cotidianidades, para la edificación y afirmación de la obra. Sin embargo, hasta la eclosión del Sturm und Drang hacia el ultimo cuarto del siglo XVIII y los primeros años del XIX, no solo que es poco lo que se conoce de la experiencia vital del escritor sino que esta al parecer gravita muy poco a la hora de pergeñar la obra literaria. Algunos datos, mínimos, con relación a los grandes nombres de la Antigüedad clásico-literaria, como por ejemplo Homero y Sófocles, dan cuenta de que en el caso del primero subsiste la llamada “cuestión homérica” de si efectivamente dos monumentos inaugurales de la literatura occidental y universal como La Iliada y La Odisea, son el producto de la mente creadora de un solo hombre, ciego, o en cambio se trata de un grupo de aedas rapsodas que firmarían sus creaciones colectivas bajo un nombre ficticio, erigiéndose así en los precursores del colectivismo literario –sueño de muchos-, los talleres de literatura (al fin y al cabo ya en el siglo IV a.C. la Academia de Platón –surgida en los jardines de la casa de su protector Academos- es el entorno para que de él surjan hombres dedicados al desarrollo de las artes y las ciencias a partir del vehículo de la filosofía). Pero convendremos en que tanto en el siglo VIII a.C. -cuando se supone que vivió Homero y siete ciudades se disputan su nacimiento, entre ellas Argos, Salamina y Atenas- y 2.500 años después, en el siglo XX y con relación a un escritor argentino, enterrado en Ginebra y de proyección universal, la literatura arroja ejemplos de que por lo menos dos ciegos ilustres, a través de los libros que de seguro el segundo acabó dictando, demostraron tener una visión tanto o mas profunda que la de muchos que atraviesan la vida sin llegar nunca a pasar de mirarla, ya no observarla, a pesar de tener los dos ojos en perfecto estado. (Al respecto, conviene mencionar aquí lo que expresó el médico que entró al dormitorio de Marcel Proust minutos después de que este falleciera, en una mañana del año 1922, cuando luego de observar a quien acababa de morir y de leer algunos pasajes de las galeras de uno de los tomos de En busca del tiempo perdido, que descansaba en la mesa de luz del escritor, ante la pregunta que le hizo alguien acerca de si hacía mucho que había muerto Proust, contestó, aun con el manuscrito en la mano y absoluta convicción: “Marcel Proust goza de mejor salud que usted y que yo”.)

Siguiendo con los dos ejemplos griegos a que hacíamos referencia, en el caso del segundo -Sófocles- se trata de uno de los artistas referenciales en la historia de la literatura universal, quien como dramaturgo conoce del reconocimiento y la admiración generalizada de sus contemporáneos, pasando a primer plano una vez muerto Esquilo. Típico producto de esa cultura iluminada y de ese talento genial que campeó en los por los menos doscientos nombres, pertenecientes a una sola generación, que pasaron a la inmortalidad y que identifican a esas personalidades que vivieron en el siglo V a.C.; en ese siglo llamado “de Pericles”, ocupando un lugar predominante a lo largo del también

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llamado período ático o Edad de Oro de la historia de Grecia -y cuando Atenas lideraba la Confederación de Delos-, de Sófocles poseemos algunos datos más que los que contamos en el caso de Homero. Hijo de Sófilo, fabricante de armas, el futuro autor de ciento treinta tragedias de las que nos llegaron apenas siete (pero que ya de por sí conforman los pilares sobre los que se apoyará el futuro edificio, en perpetua ampliación, de nuestra literatura occidental y universal), nace en Colona –aldea cercana a Atenas y escenario de la que quizás sea su ultima tragedia, ya que la escribió con 90 años- y se forma junto a uno de los futuros generales vencedores en Salamina quien, propio de aquella época de integración de las artes y las ciencias en una misma persona, además de militar se desempeñaba como músico y bailarín. Esto influye en el futuro autor de Edipo rey, al punto que siendo aún adolescente será el encargado de dirigir el coro que cantará el triunfo de los griegos comandados por Temístocles sobre los persas de Jerjes, en esa famosa batalla naval alrededor de la isla de Salamina, en 480 antes de Cristo. No se conoce mucho mas del gran dramaturgo, a excepción de que siendo anciano su hijo lo acusa de insania mental –que en Grecia conformaba un delito- y Sófocles, para defenderse y probar frente al ágora que sus facultades intelectuales y creadoras están en perfecto estado pese a lo avanzado de su edad, recita completo Edipo en Colona, recibiendo de los jueces el aplauso cerrado, quienes a cambio optan por encerrar al hijo de dramaturgo, acusándolo de difamación.

Pero no se trata aquí de hacer una enumeración de autores sino en todo caso de apoyarnos en ellos a la hora de precisar aquellos momentos en donde vida y literatura, vida e intelecto se complementan, o a veces una pesa más en el otro o viceversa. Seguramente algo de esto tuvo que ocurrir cuando Thomas de Bretagne, llamado también Thomas de Inglaterra, llega desde la vecina Francia a las islas británicas con Guillermo el Conquistador y en medio de ese dialecto anglo-normando, nutrido además por las lenguas celtas y las leyendas antiguas, el escritor de origen bretón toma contacto con la leyenda de Tristán e Isolda, que tenía su antecedente en un cuento escrito en cornish -antigua lengua del País de Gales- donde se alza la mítica Cornualles y dentro de ella el castillo de Tintagel del rey Marke, tío de Tristán; tierra habitada cientos de años después, y apenas por unos meses, por ese otro escritor contestatario hijo de mineros llamado D. H. Lawrence, quien también hace referencia en sus cartas a la presencia “flotante” de Tristán, del ciclo bretón donde nace toda la saga del Rey Arturo y sus Caballeros de la Mesa Redonda a partir del recuerdo, vago, que tienen las tribus celtas y en particular los bardos como Taliesin, de un general romano de nombre Arturius, quien lejos de regresar a Roma con la retirada de las huestes romanas de las islas británicas en el siglo V de nuestra era, se queda para defenderla del avance de sajones por el norte y anglos por el oeste, llevando en principio a la victoria a esas tribus celtas, verdaderas dueñas de las islas británicas al menos por un tiempo más, dando origen así a una leyenda que empapará toda la literatura caballeresca a partir de la “medievalización” de la figura de Arturius, que pasará a ser Artús para los bretones y Arthur luego para los ingleses que leían a Sir Thomas Malory en su La muerte de Arturo y convirtiendo así a héroes celto-romanos que viven a medio camino entre los cultos antiguos y la nueva religión –el Cristianismo- en caballeros medievales de los siglos XIII y XIV quienes, como en las tragedias griegas, varían su protagonismo, sus características y afirman unas veces su lado luminoso y otras su lado oscuro a partir de la novela de que se trate y del autor que la escriba. En este sentido, la leyenda perteneciente al ciclo arturiano, bretón, que más modificaciones tuvo aunque presentando siempre la constante de tratar las peripecias de una pareja envuelta en

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amores “ilícitos” y que es perseguida por el marido de la mujer, es aquella de Tristán e Isolda de la que toma conocimiento Thomas de Bretagne, si bien en el origen de todo se trata de un cuento irlandés recogido en el famoso Mabinogion -recopilación de cuentos y leyendas irlandesas-, donde dicho cuento se titula: La persecución de Darmuid y Grainne. Lleno de poesía y aventura, este texto, además, es el resultado de la recopilación de una serie de leyendas no escritas, apoyadas en la tradición oral, que afirmaban que Irlanda era un país donde tarde o temprano sus mujeres acababan engañando a sus maridos; pero también -como lo afirma el bardo Taliesin-, que esas mismas mujeres fueron las que con sus bellas voces –como también la tendrá Isolda- y acompañadas del arpa –instrumento que conforma el escudo de Irlanda- cantaron las glorias de una tierra cuya historia está poblada de zonas que comunican de manera muy sutil lo cotidiano con lo sobrenatural, dando origen a los cuentos llamados de brujas o de hadas, a los castillos encantados, pero también a las presencias de los famosos “elementales” de los bosques, donde se encuentran los silfos, las reinas de la noche, las reinas de las hadas y aquellos simples mortales quienes por una curiosidad cuasi cortazariana aunque ubicada a fines del siglo XVI, de la mano de un poeta nacido en Stratford-upon-Avon en 1564 aunque surgido como escritor en la Londres que vive para la gloria de Elizabeth I, permite que aquellos lleguen a ese mundo encantado, a través de puertas que durante la vigilia permanecen herméticamente cerradas y que sólo el sueño permite conducir al hallazgo de esa llave que las abra, en una muy particular noche de verano. Pero tanto en el caso de Shakespeare, como en el de otros tantos escritores contemporáneos a él, anteriores y posteriores, las investigaciones en torno a su vida y su obra no arrojan demasiados datos que comprueben hasta dónde su experiencia vital influyó en su obra. Sí se sabe, sobradamente, que su actividad intelectual, sus lecturas, su contacto con colegas como Ben Jonson y Christopher Marlowe –seis meses mayor que él, pero ya ampliamente reconocido y estimado como dramaturgo- influyen y nutren su obra. Prueba de su vasta cultura y su gran capacidad para leer, asimilar, sintetizar y extraer lo que fuera utilizable para sus propósitos como creador, su lectura de La vida de Teseo, de Plutarco, Knight´s Tale, de Chaucer y Las Metamorfosis, de Ovidio serán los antecedentes para dar vida a las criaturas fantásticas de su Sueño de una noche de verano. Sin embargo, es muy poco el rastro que queda en esta y otras obras, de su peripecia personal, si bien sí se sabe de muchas de las circunstancias que rodearon parte de las mismas a lo largo de su vida.

Habrá que esperar a fines del siglo XVIII, con el surgimiento en Alemania del Sturm und Drang y en particular con la figura de E.T.A. Hoffmann, para que lo vital y lo intelectual del escritor se encuentren más interrelacionados. En efecto, Ernst Theodor Wilhelm (quien luego cambiará este nombre por el de Amadeus) Hoffmann, nace en Prusia en 1766. Su genio se pone de manifiesto en diferentes terrenos del arte: músico, dibujante y sobre todo escritor, pasará también gran parte de su existencia desempeñando diferentes cargos públicos. Profundo admirador de la obra de Novalis, superará en fantasía y concisión al autor de los Himnos a la Noche. Su aventura personal lo lleva a la Polonia invadida por las tropas napoleónicas, donde contrae matrimonio. Una vez regresado a Prusia y viviendo en diferentes ciudades de esta región, el alcohol y las deudas lo llevan a tener que abrirse camino dibujando caricaturas del Emperador francés; también compone óperas y ve pasar por su vida una galería de personajes que su mente genial convertirá en personajes de cuentos como

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Don Juan, El puchero de oro y un cuento como El cascanueces y el rey de los ratones, que décadas después, en Francia, reelaborará Alexandre Dumas bajo el título de Cascanueces y al que años después, en la Rusia zarista, Tchaicovsky le pone música, para el popular ballet con coreografía del mítico Marius Petipa. Y es esa misma Rusia que a comienzos del siglo XIX ve a su más grande escritor, Alexei Pushkin, morir en un duelo, como en un duelo había muerto el príncipe Lensky de su Evguenii Oneguin, drama al que también será Tchaicovky quien le pondrá música para su más célebre ópera.

Así entonces, el siglo XIX verá desarrollarse la figura de ese escritor en quien vida y actividad intelectual estarán indisolublemente ligadas a partir del Romanticismo, gracias al que el público toma otro tipo del contacto con la realidad particular del artista, a partir de esa exaltación del yo que es la característica innata del movimiento surgido en la Alemania del último cuarto del siglo XVIII y que se extenderá a toda Europa y a demás rincones de Occidente.

El Romanticismo quizás sea el movimiento que más perduró entre los escritores, dando luego origen a otras propuestas estéticas como las del simbolismo y parnasianismo franceses, de donde surgirá, en nuestra América Latina, y de la mano del poeta nicaragüense Rubén Darío, el Modernismo: único movimiento literario surgido de este lado del océano. Y de este movimiento surge la inspiración en principio poética y luego narrativa de Horacio Quiroga: típico caso, para estas costas, de un escritor de proyección universal en donde vida y literatura se autoalimentan. En el caso de Quiroga cabe destacar que se da cierto paralelismo con la vida y la obra del pintor francés Paul Gauguin, ya que las peripecias de ambos –Quiroga mata accidentalmente a un amigo, se va a Buenos Aires, descubre Misiones, se va a vivir a San Ignacio; Gauguin que viaja a Perú, más tarde a Las Marquesas y por último recala en Tahití- permitieron a estos dos artistas excepcionales el descubrir su propio estilo: en el caso del pintor francés, su contacto con las islas Marquesas y luego con Tahití, lo llevan a elaborar un nuevo mundo visual que plasma en obras que rápidamente se van apartando del modelo impresionista, incursionando en colores y formas que lo convertirán en un precursor del Expresionismo de comienzos del siglo XX. En el caso del autor del célebre “A la deriva”, una parte de su creación surgirá a partir de su experiencia misionera, ambientando en ese entorno subtropical 37 de sus 370 cuentos, con lo que Quiroga, además se ser pionero en tantas cosas, lo es también del realismo mágico o lo real maravilloso latinoamericano ya que es prácticamente el primer escritor latinoamericano que se vuelve a lo profundo de la realidad geográfica del continente, para allí darles vida a personajes como los que por ejemplo pueblan un libro tan compacto y homogéneo como Los desterrados.

Sin embargo, a través de los siglos, el denominador común de toda literatura es que, precisamente, la misma existe porque alguien tiene algo que decir a través de la expresión creadora, y ese algo que decir se convertirá entonces en el testimonio del paso por el mundo y de la particular interpretación que le dio a él el escritor, a través de su particular modo de hacer literatura. Pero esta literatura, además, surge de aquello que Harold Bloom menciona en El canon occidental; ese elemento que hace de un texto una pieza literaria, una obra de arte, y que lo diferencia así de una carta circunstancial, de la

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lista del supermercado o de una simple esquela dejada entre la puerta y el vano, dando cuenta de que estuvimos ahí. Nos referimos a la melancolía; a aquello que surge, como resabio de lo vivido, de lo soñado, de lo imaginado y que nos permite, una vez puesto al servicio de la creación literaria, crear una serie de significantes con los que estaremos entonces rescatando para la obra lo esencial de determinada situación, determinado lugar. Parafraseando la teoría del arquetipo que desarrolló Carl G. Jung, diríamos que la literatura pone a trabajar una forma de arquetipo artístico que permite fijar, para la obra, aquello que realmente importa, que estaba oculto o intrínseco a la experiencia vivida, volcando a la creación diferentes dosis de cierta experiencia vital y de cierta experiencia intelectual, gracias a la que la obra literaria, en este caso, se convierte en el vehículo a través del que viajamos hacia una completa comprensión e interpretación de situaciones y recuerdos que, de no ser por la literatura (auxiliada por esa forma de “arquetipo creador”) no pasarían al olvido pero sí nos privarían de poder penetrar lo profundo de dicha experiencia, lo verdaderamente trascendente de esa experiencia, que solo se puede dar a partir de la significación, de los signos que les da la literatura y que entonces, una vez que tomamos conocimiento de esa significación a partir de la obra literaria, nos devuelven al mundo con un potencial interpretativo mucho mayor. Para decirlo de manera más sencilla: la literatura parte de la vida y el intelecto de quien la construye, pero su función, en definitiva, al menos una de sus funciones más importantes y siempre vigentes desde Homero y quizás desde antes de él, es que una vez que hemos tomado contacto con por ejemplo los cuentos fantásticos de Edgar Allan Poe, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, Doktor Faustus, de Thomas Mann, El astillero, de Juan Carlos Onetti, Los hijos del Limo –que como todo ensayo de Octavio Paz, casi bordea los límites de la creación poética-, los cuentos de Jorge Luis Borges o una novela como Rayuela, de Julio Cortázar, las mismas nos devuelven a la vida y nos llevan hacia otras obras que iremos encontrando en nuestro particular camino interior, con una comprensión mucho más amplia de la vida pero, ante todo, con un creciente conocimiento y aprehensión de todo aquello esencial que muchas veces antes de la literatura permanecía oculto y que generalmente se encuentra en nosotros mismos. Julio 2008

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Fryderyk Chopin: el enigma resuelto en música. 1810-Bicentenario de un compositor atemporal-2010 Para aquella a quien el recuerdo de su Serbia natal y distante, no hizo más que reafirmar su sensibilidad e idiosincrasia eslavas: Gordana Prelic Creador del piano moderno; habiendo vivido en pleno romanticismo, pero desde una estética fiel al clasicismo de Bach; con los últimos 20 años de su vida –como hombre y compositor- transcurridos en Francia –más precisamente en París: laboratorio cultural de Europa y ciudad en crecimiento adonde confluía el talento y el genio artísticos llegados de todas partes del mundo, haciendo de la Ville lumiére el mundo habitable por excelencia para quien se preciara de creador-, pero con tías paternas en Lorena a las que nunca visitó, preocupándose en cambio –en cada nueva composición; en esas reuniones selectas donde deleitaba con sus dedos en el teclado el espíritu y la sensibilidad nostálgicos de sus compatriotas exiliados- por la situación de su tan amada, añorada y conflictiva patria –dominada por el imperialismo ruso- que tres veces en la Historia desapareció del mapa geopolítico europeo: Polonia. Sin embargo, Fryderyk Chopin (1810-1849) fue, es y será un enigma, aunque un enigma que felizmente se resuelve en música; en su música; en esas composiciones agrupadas bajo diversos géneros ya en boga en el siglo XVIII y comienzos del XIX – nocturno, preludio, balada…- pero que tanto en la forma y el fondo, bajo su genio creador reformuló el género en sí y superó ampliamente los ejemplos precedentes –que venían de compatriotas suyos como el conde Oginski o el virtuoso violinista Karol Lipinski, y de personalidades de reconocido prestigio en el mundo entero, como Carl María von Weber- , con piezas imbuidas de esa original y tan particular manera de componer, que en gran medida tiene sus orígenes en la atención que prestaba el pequeño Fryderyk a esas ejecuciones de temas populares que -mirando por una ventana abierta al interior de una choza o bien cuando con sus amigos visitaba una posada o en el recodo de un camino de su Polonia sufriente e incansablemente evocada luego, cuando el músico ya se encontraba residiendo en París- escuchaba extasiado emanadas de aquellos músicos anónimos, muchos de ellos trabajadores en la campiña quienes celebraban el final de la cosecha, o las trenzas de una muchacha hermosa al caer la noche, tocando, cantando y bailando aquellos ritmos que remiten a diferentes danzas populares, como la mazur, el oberek y la kujawiak, que en principio se sintetizaron en la mazurka –danza originaria de la región polaca de Mazuria- que acabó con el prestigio de que gozaba otra danza anterior: la krakoviak. Todos estos, ritmos que remitían a una Tradición frente a la que el éxtasis de un niño ya tocado por el genio irá plantando esa semilla indefectiblemente germinada en un notable conjunto de obras que singularizarán para siempre su paso musical por el mundo romántico que le tocó vivir –y enriqueciendo todavía más el llamado “estilo de los años 30” desarrollado en épocas de Luis Felipe: soberano francés amante de las Artes- aunque situándolo más allá de las búsquedas de sus contemporáneos y haciendo de Fryderyk Chopin un músico que –gracias a ese recuerdo del folclore de su país, reprocesado en sus brillantes composiciones, la mayor parte de ellas para ese piano al que le multiplicó sus posibilidades sonoras a partir de un virtuosismo en la ejecución, proporcional al genio puesto de manifiesto en el corpus de sus composiciones- trascenderá su época y posibilitará el desarrollo del piano moderno,

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haciendo de dicho instrumento, gracias a su música, una “verdadera fiesta” al decir de Artur Rubinstein -tal vez el más grande intérprete de su ilustre compatriota-, aunque haciendo de Frydeyk Chopin un genio enigmático que a partir de su tan singular música sigue encantando, fascinando, subyugando y removiendo con su variada gama de sonidos lo más recóndito y a veces casi ignorado o poco comprendido del ser humano, aunque para echar nueva luz en nuestra propia oscuridad, haciendo de nuestra vida la celebración más grande que solo puede ser acompañada con su música, si muchas veces no es consecuencia de la misma. Variaciones sobre el enigma. Su público surgió en las primeras dos décadas del siglo XIX y conforme fue transcurriendo el tiempo, con la afirmación de la fama del compositor y la comprensión cada vez mayor de su tan particular modo de crear música, dicho público acabó erigiéndose en esa no menos rica Tradición de todos aquellos oyentes que, a través de por el momento dos siglos, han visto enriquecer sus vidas cotidianas luego de la audición fascinante de una o varias piezas de este polaco, hijo de un maestro francés emigrado y de una natural del país con lejanos antecedentes nobiliarios, que fue un aristócrata del espíritu sin serlo de la sangre, ennobleciendo con su genio las sonoridades de ese instrumento, el piano, que quizás fue a lo único que el hombre y el artista se entregaron por entero para únicamente desde el teclado develar su propio enigma. Ese enigma nace en Zelazowa-Wola el 1º de marzo (aunque algunos exégetas se inclinan por el 22 de febrero) de 1810 –el mismo año que en Alemania nace su futuro admirador y colega no menos ilustre: Robert Schumann- y los primeros 19 años de vida transcurridos en su patria marcarán para siempre al hombre y depositarán en el músico los elementos estéticos concluyentes, claves, que el artista desarrollará ya desde los 7 años-con una marcada presencia del folclore nacional- cuando componga su primera pieza: una polonesa, de las 17 que compuso a lo largo de su vida. Enigma de carácter cambiante, como esa modalidad que lo llevó a mudarse varias veces de domicilio cuando ya vivía en París, si bien estos cambios ya empezarían en su amada Polonia, cuando al poco tiempo de nacido la familia se traslada a Varsovia, pasando los veranos en la región de Szafarnia. Enigma de ese hombre tímido –criado ente sus hermanas: Ludwika, Izabella y Emilia (fallecida prematuramente)- que irá desarrollando una marcada sensibilidad femenina – enfrentada años después a la pujanza cercanamente varonil de George Sand-, en contraposición a ese verdadero guerrero de la música, innovador nato y pianista sobresaliente, quien sin embargo fascinó a los auditorios pero no intentó conquistar a las mujeres, siendo en cambio más o menos conquistado por ellas o en particular por la autora de Lucrezia Floriani, en donde Mme. Dudevant bajo la piel de George Sand cuenta su convivencia de ocho años junto al genio polaco. Antes que ella desfilarán – más por el corazón y la idealización que por las concreciones del músico: un hombre tímido a la hora de abordar a una mujer- aquellas damitas compatriotas que se llamaron Konstancja Gladkowska, Maria Woszinska y Delfina Potocka, y ya en los últimos dos años de su vida, posterior al rompimiento con Sand en 1847, la escocesa Jane Stirling, quien logra que Chopin viaje con ella a Inglaterra y Escocia, con miras a quedarse a vivir en las Islas Británicas y de paso convertirse –por la férrea voluntad de ella,

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lógicamente- en el esposo de esa millonaria que había sido su alumna y lo amaba con admiración. Enigma de un romance que inspiró infinidad de novelas como fue el caso de la relación Chopin-Sand, pero que sin embargo conoció de cierta pasión física únicamente en los primeros meses de esos ocho años que se mantendrán juntos, aunque ya en el segundo año con Chopin viviendo en habitaciones separadas y gozando, en Nohant –residencia campestre de la escritora en la región del Berry francés- de un pabellón para su uso personal, donde el músico se sentía a sus anchas volcando su sensibilidad y fuerza creadoras sobre el teclado, además de haber ido desarrollando un sincero afecto por Solange y Maurice, los hijos que la autora de Indiana había tenido con el barón Dudevant. Enigma de un joven que a los 19 años deja su patria físicamente sin dejarla en lo afectivo y musical, para recalar en una ciudad en la que pensaba estar de paso y que sin embargo lo retuvo por los siguientes 20 años que todavía viviría, componiendo casi de espaldas a sus contemporáneos y conocidos como Berlioz, Mendelssohn, Schumann y hasta el propio Liszt -quien posteriormente escribirá un notable F. Chopin- con quien el polaco cultivó una amistad que en parte podría parangonarse a la que mantendrá, primero en Polonia y luego a la distancia, con su entrañable ex compañero de escuela y para nada vinculado a la música, aunque sin desconocerla, Tytus Woyciechowski a quien Chopin en su adolescencia y primera juventud incluso se dirigirá en varias cartas con una pasión por el amigo que no mostrará por mujer alguna pero que está de manifiesto en toda su música, mezcla paradojal y siempre enigmática de una sensibilidad femenina desarrollada en un hombre que nunca pesó más de 50 kilos pero que a la hora de componer, de hablarse a sí mismo sincerándose con el oyente a partir del impecable fraseo de su piano, se volvía un genio de peso inconmensurable; un compositor singular porque los modelos que siguió no pertenecían a su tiempo sino al del contrapunto y la fuga de Bach, pero también a su admiración por la ópera italiana en general y por los belcantistas como Rossini y en particular Bellini –con quien mantuvo amistad-, componiendo unas Variaciones a partir de un tema de I Puritani: una de las óperas más celebradas de aquel. No obstante, el haberse mantenido fiel a una tradición estética que se remontaba a la primera mitad del siglo XVIII no hizo más que enriquecer y singularizar los particulares resortes creativos de alguien para quien –como Wagner, tres años menor que Chopin- su música estaba primero y en definitiva su música era lo único que le importaba, más allá de la sonata dedicada a Schumann, de los conciertos compartidos con ese otro pianista superdotado y compositor sinfónico sin el que su futuro yerno, Wagner, tal vez no hubiera existido de la forma en que pasó a la posteridad, llamado Franz Liszt y dándole la espalda a aquellos comentarios negativos en relación a su música, que también los tuvo. Morir y vivir a través del piano. Finalmente, enigma para los diversos médicos que lo atendieron y que hasta el final no lograron atenuar sus dolencias, sus ahogos y, con 38 años –un año antes de dejar esta dimensión- sus dificultades para subir una escalera, teniendo que ser sentado en una silla y llevado entre dos personas, convencidos todos de que padecía tuberculosis, cuando recientemente se descubrió que su enfermedad mayor, la que lo llevó a la tumba, fue una dolencia del corazón que hacía que este hubiera quedado enquistado, llamada precisamente fibrosis quística, que fundamentalmente causa problemas respiratorios y

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digestivos. Esto, entonces, justifica el porqué el único daguerrotipo que le tomaron en vida, el mismo 1849 en que murió –un 17 de octubre, en su última residencia ubicada en el Nº 12 de la Place Vendôme- no lo muestra desgarbado como cuadraría a un tísico sino más bien con una expresión de marcada molestia en la mirada, como producto quizás de encontrarse posando para un extraño artilugio antecesor de la fotografía, pero gracias al que hoy los admiradores y también los curiosos pueden recorrer ese cabello, ese rostro, esa cansada actitud emanada de un músico; de un compositor que sufrió la lejanía de su patria casi en silencio, pero que de manera incansable afirmó todavía más el coraje de un pueblo sometido por su orden a los prusianos, a los austriacos y finalmente a los rusos, pero que en Fryderyk Chopin tuvo a un luchador incansable cuyo instrumento en principio de denuncia fue el piano y las obras imperecederas que sus dedos destilaron recorriendo de manera casi hechicera el teclado de ese Pleyel que su fabricante -el célebre Camille Pleyel- había mandado hacer construir especialmente para el celebrado compositor de las Mazurcas, los Preludios, los Valses, los Nocturnos, los dos conciertos para piano y orquesta, una música de cámara nada desdeñable como lo es su Trío para piano, violín y cello, su Sonata para piano y cello y, en fin, todo un arsenal de composiciones para piano donde destacan además las Polonesas, los Estudios y las Baladas, entre otros productos de su genio compositivo. Todo lo que en definitiva no habló como hombre, lo reveló musicalmente. En este sentido, Fryderyk Chopin es quizás el músico más abiertamente confesional, quien desde sus obras nos sigue hablando de la lejanía de la patria, del temor a revelar sentimientos frente a una mujer, de su casi desdén por las obras de otros músicos, de su desinterés casi pasmoso por la literatura, contrario a otros colegas que en la poesía y hasta en la narrativa encontraron hontanar propicio de donde luego elaborar sus interpretaciones musicales. No fue el caso de Chopin, quien en cambio vivió 8 años junto a una novelista, una novelista que gozó de fama en vida, pero que hoy es más que nada recordada por su relación con Chopin y porque es la autora de un singular libro autobiográfico: Historia de mi vida en el que –dejando aquí de lado qué hay de absoluta verdad en todo lo que en él escribe George Sand- no deja de erigirse como un documento ineludible a la hora de estudiar la Francia de Luis Felipe y luego la Francia de la Comuna de París, del lado de sus artistas e intelectuales y hasta el advenimiento del Segundo Imperio, con Napoleón III, cuando ya Chopin había muerto para este mundo y habitaba para siempre la eternidad del universo musical que enriquece a todos quienes se acercan a él y aun deciden convertir una gran parte de ese cosmos sonoro en una extensión de la propia casa espiritual, donde habita el alma de cada uno. El desinteresado de la religión a último momento pide el concurso de un sacerdote compatriota y ex amigo de estudios; pide que le lleven a George Sand, pero ella se niega a corresponder al postrer pedido del músico –aunque luego en una carta se quite toda responsabilidad de encima, aduciendo que no la dejaron verlo-; pide que su corazón regrese a Polonia, cuando en definitiva su corazón nunca dejó la tierra de sus primeros 19 años de vida, que marcaron para siempre no solo a un músico sino a un singular período de la música, que trascendió su tiempo y que llegó a este en el que hoy se celebra el bicentenario del nacimiento de alguien que, desde las teclas de un piano intemporal, no deja de revelarnos ese enigma alojado en su alma y en el que se reflejan, seguramente también revelándose, todo enigma de la raza humana que en el Arte musical de Fryderyk Chopin tarde o temprano encuentra su explicación.

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EL SONIDO DEL LABERINTO Sting interpretando al renacentista John Dowland Guillermo Lopetegui En la discografía de Sting –ex líder de The Police, quien desde 1985, disuelta la banda inglesa (integrada además por Andy Summers en guitarra y Stewart Copeland en batería) que lideró la escena mundial desde 1977, comenzó una rutilante carrera como solista- Songs from the Labyrinth es más que una “rareza” y se yergue no solo como el resultado de un largo camino al reencuentro de las obras de un compositor del Renacimiento inglés, sino por esto mismo como el regreso a una tradición que tiene su base en la lírica isabelina del siglo XVI y que influirá en toda la música inglesa posterior, llegando incluso hasta el rock a través de la reformulación que hacen The Beatles de la balada: típico género vocal que antes tuvo sus grandes cultores en compositores isabelinos tales como William Byrd, Thomas Morley y muy particularmente John Dowland (1563-1626), de quien Sting, acompañándose con archilaúd secundado por Edim Karamazov en laúd, da su particular enfoque – a través de su voz y su fraseo en las cuerdas del instrumento cuyo origen es árabe – del legado musical de una personalidad controvertida de aquel período en que reinó, entre luces y sombras, la figura hegemónica y cuasi legendaria e inaprensible de la hija bastarda de Henry VIII: Elizabeth I de Inglaterra. Por eso, entonces, Songs of the Labyrinth se convierte en un tributo de una época y agradecimiento a una tradición musical, que partiendo del siglo XVI, llega al pasado siglo XX llenando de lirismo – y por eso mismo, singularizándolo – todo el rock inglés. Andanzas. Nacido en Dublín o Londres (muchos se inclinan por esta última), en 1563 John Dowland vivió una vida no exenta de ciertas aventuras que ya desde temprana edad lo llevan fuera de Inglaterra. Tal vez impresionado por el emperador francés, Dowland abraza la fe católica, y esto, con el tiempo, le acarreará serios problemas y pondrá obstáculos a su deseo de conseguir el puesto como laudista dejado por John Johnson a su muerte, en la corte protestante de Elizabeth I. Inicia un periplo que lo irá acercando a Italia, vía las cortes primero del duque de Brunswinck y luego del conde de Hesse. Ya en Italia se dice que trabó contacto con Luca Marenzio (1553-1599): el gran madrigalista cuyo legado musical posibilitó la aparición y el desarrollo de un Claudio Monteverdi. Regresa a Londres por un corto período e incluso logra entrar, por breve tiempo, en la corte de Elizabeth I, para luego viajar a Dinamarca y ponerse a las órdenes de Christian IV. No obstante tiene el apoyo de sir Robert Cecil, Secretario de Estado de la reina y protegido de Sir Francis Walsingham: aquella eminencia gris o Rasputín del siglo XVI con quien contó la soberana para afirmarse en el trono y hacer de Inglaterra una potencia. Las cartas de Dowland a quien de seguro es su protector a la distancia están teñidas de pesimismo y melancolía, producto de un carácter que, en términos médicos actuales, podría definirse como “depresivo”; incluso , haciendo un juego de palabras con su apellido, este músico brillante compone una obra para laúd –Lachrimae- donde una de sus partes se titula : Semper Dowland, semper dolens. Varios fragmentos de la carta

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escrita a Sir Robert Cecil en 1595 – carta con tono desesperado y algo de paranoico – son leídos por este otro músico inglés contemporáneo, nacido en Newcastle en 1951, en la grabación que hace interpretando una veintena de piezas – donde destacan, entre otras: “Can she excuse my wrongs”, “Come again” y la melancólica e intimista, pero también adelantada a su tiempo “In Darkness let me dwell”-, entre baladas o ayres, de las 84 piezas líricas que Dowland compuso para voz y laúd. Por otra parte, quien permaneciera en la corte danesa entre 1598 y 1606; más delante de 1609 a 1612 estuviera al servicio de Lord Walden y este último año pudiera obtener el anisado puesto de laudista en la corte inglesa, compuso casi 80 piezas para laúd solo, donde se aprecia el trabajo polifónico dado a sus fantasías, danzas y variaciones, haciendo de Dowland un músico singular para su época y que Sting mediante, trasciende – como Shakespeare en literatura – el siglo XVI, llegando a nuestros días para seguir enriqueciendo nuestra cultura contemporánea a través de un cantante de rock que, adentrándose en los pasillos de un laberinto, se irá acercando al centro del mismo hasta encontrarse, no con el Minotauro aunque sí con esa Tradición musical encarnada de John Dowland a través de la interpretación de sus piezas, pero, antes, acercándose a esta otra zona artística de sí mismo para cuyo conocimiento el autor de “Message in a bottle” y “Roxanne”- entre otros tantos hitos de la época de The Police- necesitó casi un cuarto de siglo de peregrinaje musical, desde comienzos de los años 80. El llamado de una Tradición Musical. Luego de una performance en el Drury Lane Theatre, en Convent Garden- durante un show organizado por Amnesty International 1982-,en el que Sting hizo una de sus celebradas versiones solista de “Message in a bottle” y “Roxanne” – cuando The Police estaba en la cúspide del pop británico y mundial – se le acercó el actor John Bird, lo felicitó y aprovechó a comentarle que su forma de cantar y de tocar la guitarra le habían hecho pensar en el compositor isabelino John Dowland y si no lo conocía. Sting –que antes de dedicarse por entero a la música tuvo una dilatada labor como profesor de literatura inglesa, experiencia esta que se refleja en “Don’t stand so closet o me”, otro éxito de The Police-, reconoció que apenas había oído hablar de Dowland. Pero aquella pregunta quedó resonando en su cabeza y pensó en acercarse a uno de los compositores más significativos del Renacimiento inglés, junto a William Byrd, Thomas Morley y Orlando Gibbons. Es así que tiempo después el entonces bajista de la banda de rock más importante en los años 80 consigue una grabación de las obras de John Dowland, interpretadas por Peter Pears en voz y Julian Bream en laúd. Mientras las escuchaba se preguntaba cómo podría asimilar esa melancólica belleza del siglo XVI un cantante de rock del siglo XX. Años después, en la década de los 90 del siglo pasado y cuando Sting ya está considerado una de las figuras solistas más importantes de la escena rockera la concertista Katie Labeque le comenta que las composiciones de Dowland se avienen al particular “tenor no educado” en el academismo de la música vocal renacentista, que hay en particular timbre de voz del autor de “Englishman in New York”, perteneciente ya a su dilatada y exitosa carrera como solista, una vez disuelta la banda que lo hizo famoso. Precisamente “Englishman in New York” pertenece a Nothing like the sun, su segundo álbum solista, cuyo título está extractado de un poema de William Shakespeare, con lo que entonces podría asegurarse que ya en esta época está marcada la ruta, el camino sinuoso aunque de destino seguro por donde Sting –músico experimentado en jazz y el rock & roll- se encontrará con una Tradición musical

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encarnada en Dowland, que lo llevará a retrabajar su voz y el fraseo de los dedos, en las cuerdas de un instrumento básico con el que Sting se labrará su carrera como solista, si bien seguirá incursionando en el bajo, el piano y otros instrumentos que ejecuta a la perfección , sino ese otro en cuya caja acústica luce el diseño sugestivo de un laberinto. El laberinto: tema y variaciones. Laberinto es el del Minotauro. Pero laberinto también es el diseño que forman las baldosas en el piso de la Catedral de Chartres. Laberinto de plantas es el que Gordon Summer, más conocido por Sting, resuelve diseñar en su amplio jardín perteneciente a su residencia de Inglaterra, como homenaje, tal vez a la mitología griega presente en la literatura que leyó e impartió; a una visita al segundo edificio gótico más importante del siglo XII - como es Chartres a partir de la reforma de su lado occidental- luego de la abadía de Saint-Denis – con el que el gótico hace su entrada en la historia de la arquitectura- y en lo musical, laberinto es el diseño que contiene la “rosa” o sea, la abertura ubicada en el centro de la caja de resonancia, en este caso del archilaúd que Donald Miller manda fabricar especialmente para regalarle a Sting, luego de una noche en Frankfurt, previo a un concierto del músico inglés, cuando este es visitado en su camerino por un individuo de aspecto regordete, ojos saltones y sobria simpatía, que se presenta como Edin Karamazov. Acto seguido Sting le pregunta qué es ese enorme bulto de tela que lleva requintado al hombro, a lo que Karamazov revela que se trata de uno de sus favoritos: Juan Sebasatian Bach. Luego de esta ejecución Sting, Maramazov y Miller pasan la siguiente hora charlando sobre música, hasta que en la amenidad de la conversación Karamazov cuela una vez más en la vida de Sting el nombre de John Dowland, expresándole directamente que sería muy bueno que Sting llegara a interpretarlo; tal vez porque se trata de un compositor isabelino de hermosa voz y gran maestría en el arte de tocar el laúd, así como Sting es un compositor y ejecutante de varios instrumentos dentro del rock y el pop, que además cuenta con una voz cuyo timbre es muy particular y distintivo de un estilo donde se mezclan las armonizaciones de sus arreglos y el contenido poético de las letras de sus canciones. El propio Sting siente entonces que se sigue acercando al centro de ese otro laberinto; el que está en lo profundo de su ser, como hombre y como músico, quien a través de ese hilo de Ariadna que le fueron alcanzando para qu él agarrara tanto el actor Bird, como los músicos Labeque, Miller y en especial Karamazov, finalmente obedecerá a ese llamado, ese sonido que viene del centro de un laberinto donde se halla una Tradición, un cerrarse del círculo para abrirse nuevamente, en el encuentro definitivo de John Dowland con quien también encarna, rock de los años 50, en The Beatles y luego en el punk de Sex Pistols- revolucionando la Inglaterra de los años 70 con su “Anarquía en el Reino Unido”- de donde, entre otras bandas, pero como ninguna otra, emanará The Police para luego dar paso a ese otro Señor de la música contemporánea con mayúsculas, llamado Sting. Sugestiva aventura de los sentidos. La obra de John Dowland fue editada en vida del músico en volúmenes como: cuatro Books of Songs or Ayres (publicados en 1597,1600,1603 y 1612), a Pilgrim Solace(1612), mientras que el Musical Banquet será publicado por su hijo Robert en 1614 y Lachrimae (1604) es un compendio de 21 piezas fundamentales y muchas piezas para laúd solo.

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Seguramente de todas estas cosas hablaron Sting y el laudista de origen bosnio nacido en Zarajevo Edin Karamazov, el día que se reencontraron en el jardín laberíntico del músico inglés, cuando este ya había comenzado a tomar algunas clases de canto con Richard Livitt,, profesor de la Schuola Cantorum Basiliensis: el famoso centro de música académica ubicado en Basilea(Suiza). Algún tiempo y clases después, el autor de “Russians” y “Brand new day”, se siente habilitado para empuñar su archilaúd y –secundado por el experto laudista Karamazovdejar que de su boca salgan los versos y de los dedos apoyados en las cuerdas los punteos de una música que fascina y a la vez emociona a Sting, entre otras razones por sentir que en las obras como “In Darkness let me dwell”, John Dowland dejó atrás los convencionalismos de la época y se lanzó a crear una música donde la melodía y el cantante se imbrican de tal modo, que la pieza en cuestión llega a lo profundo del oyente quien en las súbitas disonancias de la composición logra aquilatar las preocupaciones estadísticas y espirituales de un músico que llevó la canción inglesa a un grado de perfección nunca antes alcanzado. Esa perfección es la que consigue Sting para su propio estilo interpretativo del gran compositor, cantante y laudista del siglo XVI, quien en 1621 obtiene un merecido doctorado y en 1625 asiste, con su voz y su laúd, a los funerales del rey Jacobo I, así como Elthon John asistirá a los funerales de Lady Diana de Inglaterra, acompañado de su voz y su piano, para rendir postrer homenaje a su gran amiga, en agosto de 1997. La Tradición, sea de la que se trate, remite siempre a una especie de “eterno retorno”, a una continua aunque lentamente perfeccionada repetición de los grandes actos, como lo que describe Mircea Eliade en relación a la creencia de los pueblos antiguos de que la vida es un eterno intentar copiar el modelo que en la noche de los tiempos nos impusieron los dioses aunque para, a partir de nuestra propia experiencia, enriquecer ese modelo y enriquecernos a nosotros mismos. Mucho de esto tiene Songs of the Labyrinth, con sus 23 composiciones y la lectura de fragmentos de una carta, todo obra de un músico renacentista inglés que llega a nuestros días esta vez en la voz y la interpretación de un músico, también inglés que desde su experiencia con el rock se vuelve al hontanar de esa Tradición, obedece al llamado de ese laberinto y se adentra en una sugestiva aventura de los sentidos a la que nos invita, secundado por ese otro gran intérprete del laúd llamado Edin Karamazov, para que nosotros también escuchemos el sonido, el llamado, la canción sutil que viene de lo profundo de nuestro propio laberinto y nos sugiere lanzarnos a la exploración y a través de esas melodías del siglo XVI cantadas en el siglo XXI, retornar luego a la tridimensionalidad habiendo descubierto una muy importante parte que no conocíamos o no recordábamos de… nosotros mismos.

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La canción es la misma... siempre Desde las composiciones para voz y laúd del baladista inglés John Dowland (15631626), pasando por Bob Dylan en los inicios de la década del 60 del siglo pasado, o el verso y el frasco de la guitarra abiertamente comprometidos del Daniel Viglietti de las Canciones Chuecas- quien en Chile tiene su par por esas épocas en Victor Jara - y entremedio Pau McCartney dejando un momoento su legendario bajo Hofner y empuñando la guitarra, para cantar por primera vez Yesterday en medio de un concierto de audiencia súbitamente silenciada por esa voz y esa guitarra en el beatle en esos momentos solista dan a conocer una canción que luego tendrá, a lo largo del tiempo, 1.000 versiones - por lo que Mc Cartney entra en el Guiness-, hasta llegar, en el terreno de la literatura, a esa Luva Luff cantante de ópera, a quien el detective Dick Deckard- en ¿Sueñan los androides con ovejas mecánicas?, de Philip k. Dick- debe ir a matar porque se trata de un androide perteneciente a un movimiento rebelde-un "replicante", en la versión que hizo Ridley Scott para el cine (Blade runner)- pero sentado en el auditorio y dejándose invadir por esa voz maravillosa que canta el aria de La Reina de la Noche, de La Flauta Mágica, de Mozart, se siente invadido además por la duda, porque se pregunta hasta qué punto debe matar a esa mujer que tiene una voz maravillosa, aunque la misma emane de un entramado de ingeniería y cables, pero que a Deckard lo emociona, la canción es la misma - como asegura Led Zeppelin... siempre. Porque la canción como tal, transmite algo- desde el lirismo de sus letras y del apoyo instrumental que la acompaña- a ese oyente que a su vez la reprocesará en la audición que haga a partir de su particular complexión anímica. Pero, a su vez, el efecto catártico que se produce en uno o en miles - la soledad de un cd elegido; la multitud frente a la actuación "en vivo"parte en principio de ese intérprete, en quien ya de por sí empiezan a producirse esos cambios a partir del canto, del tocar o pulsar el instrumento desde ese no menos intimismo de quien en la canción entrega algo de lo que es su particular interpretación de su paso por la cotidianidad del mundo, ayudado por el Arte, pero que en la no menos acatitud artística de quien escucha y para quien está dirigida esa manifestación del Arte, en ese caso musical, encuentra terreno propicio en donde depositar ese algo que tiene para decir, para cantar, como en definitiva es, entre otras la función del Arte: transmitir a los demás, en expresión creadora, con determinada estética, ese algo que un ser humano tiene para decir y que esto mismo, en el acto de hacerlo- y sumando muchos momentos similares a lo largo de su vida creadora- lo van convirtiendo y afirmando compositor, cantante, músico, cantautor, baladista, cantante lírico. roquero, cantante comprometido (aquel viejo cantante de protesta) con ciertas realidades socioeconómico-políticas y todas aquella variantes de estilos que dieron, dan y darán siempre como resultando que la canción siga acompañando a las soledades o la las multitudes, en la particular historia del ser humano. país evocado en la canción ...Pero también la canción es evocación, como la que tienen para su amado Brasil Vinicius, Tom Jobim, Toquinho y Miucha, en Suiza, en un inolvidable y siempre recurrible recital - hoy disponible en dvd - el 18 de octubre de 1978. En esa oportunidad esas cuatro leyendas vivientes del samba - con Vinicius de Moraes y Tom Jobim a la cabeza (hoy viviendo desde el arte que nos legaron, cuando ya Tom dio su nombre al aeropuerto de río - futura sede olímpica en 2016, y Vinicius el suyo para una calle carioca... y mientras el bar Garota de Ipanema en Nossa Senhora de Copacabana seguirá viendo pasar a "esa cosa más linda")- convirtieron en canción el Brasil que evocaron

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desde el piano de Tom, la voz aguardentosa e inolvidable de Vinicius - siempre sentado junto a la mesa provista de whisky y los cigarrillos-, la impecable interpretación de Toquinho y su guitarra y la delicadeza vocal de Miucha, hermana de esa no menos leyenda del samba y la bossa nova llamada Chico Buarque de Hollanda. Así entonces, el público de la Suiza italiana recibió en forma de canción el testimonio de todo un país que en estos representantes llegó y llega siempre al mundo en la forma de esa particular poética del cantar y del interpretar una variante de las emociones y los sentimientos, que siempre, desde la canción, buscan unir a los habitantes de este tan particular universo terrenal.

Interrelaciones en el devenir popular La relectura de un artículo anónimo lleva a establecer correspondencias, a crear interrelaciones en el devenir popular, con variantes que van de una figura de Carnaval que sobrevivió a aquellas que se paseaban por entre los bailes de máscaras del siglo XIX, hasta la nostalgia por los tranvías. Algunos piensan en lo que hubiera sido para el montevideano la permanencia de los tranvías. En principio circularon por la izquierda por influencia británica;y en particular la presencia inglesa se sintió por primera vez en suelo patrio en 1807 y por siete meses de máquina a vapor, primera librería, periódico bilingüe e incluso el despertar en el criollo - luego de esa forzada convivencia con los invasores- el deseo de independizarse del virreinato de Buenos Aires en la declaratoria de Cabildo abierto de 1808, apenas unos meses después de que los ingleses abandonaran estas costas, observándose por parte del pueblo que se asomó a las calles algunos para despedirlos y otros para gritarles barbaridades-, que muchos de aquellos británicos se llevaban ponchos, bombillas, botas de potro y otros implementos que hacían a la vida popular, de un espacio geográfico y cultural que hascia 1829 asiste a la Convención Preliminar de Paz, con presencia inglesa - además de la argentina y la brasilera que observaban la gestación del estado oriental - y donde la figura de Lord Ponsonby resumía toda la impornta británica, una vez más presente en los destinos nacionales; en esos ciudadanos que presenciaron, entre la admiración y el estupor, cómo con Ponsonby -tal como sucediera con los almirantes Aschmuty y Stirling veintidós años antes- arribaba un contingente de comerciantes trayendo ponchos, bombillas, botas de potro, pero de fabricación británica y a un precio infinitamente menor al que nos tenían acostubrados algunos de los "distinguidos vecinos" de la muy fiel y reconquistadora, como por ejemplo: Aguistín Anavitarte. Este, en más de una oportunidad, sacaba sueltos en los diarios de la época, dirigiéndose a su "distinguida clientela" para anunciar que tenía "en depósito" una serie de productos recién llegados de ultramar, como por ejemplo: Agustín Anavitarte. Este, en más de una oportunidad, sacaba sueltos en los diarios de la época, dirigiéndose a su "distinguida clientela" para anunciar que tenía "en depósito" una serie de productos recién llegados de ultramar, como por ejemplo: "trastos de cocina de cobre, mantelería de Holanda y ... tres negros sanos y fuertes de origen senegalés", como lo atestigua el hoy prácticamente incunable Cien años de publicidad en el Uruguay. Cabe entonces el cuestionamiento de en qué momento una figura, un color, un ritmo sincopado se van metiendo en el cotidiano e imaginario populares, influyendo en una fiesta que se remonta al paganismo o enla fusión de varios ritmos que dieron por resultado el rock nacional con síncopa en parte candombera. Así el negro de Anavitarte sale del depósito, se mete en el devenir ciudadano como un habitante más que regala estéticas de barrio al sur y palermitano

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bordeando la rambla montevideana y más adelante su definición de sí mismo va evolucionando hacia el actual afro-uruguayo: lazo indisoluble con aquel continente tan rico y sin embargo tan pobre, que quedó del otro lado del siglo XVIII con la esclavista Compañía de Filipinas trayendo a estas costas el primer ocntingente de "negros sanos y fuertes", como proclamará el anuncio de Anavitarte. Queda la síncopa deunamúsica de minorías que sin embargo influyó en la mayoría. Y todo esto en parte por razones inexplicables que quizá se pierdan en el tiempo de la protohistoria uruguaya o tengan su punto de partida en esa crónica de Carnaval que un cronista anónimo y algo visionario escribó hace mucho tiempo: "Pasaron esos disfraces pero en tre los de las épocas pasadas hay uno que ha logrado conservarse en toda la plenitud de su rollizo temperamento. Es el negro lubolo, el eterno negro(...). Todavía (...) paseando por las calles revoleando una escoba(...)". La crónica apareció en febrereo de 1901 en la prestigiosa y desaparecida revista uruguaya Rojo y Blanco, donde mucho de lo pupular que se comentaba desapareció hace tiempo pero otro tanto, como la figura del "negro lubolo" - entre otros aspectos de ese devenir popular - , fue creciendo, trascendiendo otrossiglos y enriqueciendo, desde diversos ángulos y variantes, la vida del uruguayo en general y la del montevideano en particular, en la ya casi primera década de estse variado, controversial e incluso fascinante siglo XXI.

Hacia un arquetipo artístico en literatura. Nos encontramos en un momento, en un tiempo de la evolución de la literatura - al menos en Occidente - que nos otorga una perspectiva desde la que podemos aquilatar el camino recorrido advirtiendo que, a través de los siglos, el denominador común de toda creación literaria es que la misma existe porque alguien tiene algo que decir a través de la expresión creadora. Ese algo que decir se convertirá entonces en el testimonio del paso por el mundo y de la particular interpretación que le dio a él el escritor, a través de su estilo y su técnica a la hora de hacer literatura. Pero esta literatura además, surge de aquello que Harold Bloom menciona en El canon occidental; de ese elemento que hace de un texto una pieza literaria, una obra de arte, y que lo diferencia así deuna carta circunstancial, de la lista del supermercado o de una simple esquela dejada en el resquicio de la puerta y el marco, dando cuenta de que estuvimos allí. Nos referimos a la melancolía; a aquello que surge, como resabio de lo vivido, de lo soñado, de lo imaginado y que nos permite, una vez puesto al servicio de la creación literaria, crear una serie de significantes con los que estaremos entonces rescatando para la obra lo esencial de determinada situación, determado lugar. Lo vital y lo intelectual en la creación Parafraseando la teoría del arquetipo que desarrolló Carl G. Jung (1875-1961), diríamos que la literatura pone a trabajar una forma de arquetipo artístico que permite fijar, para la obra, aquello que realmente importa, que estaba oculto o intrínseco a la experiencia vivida, volcando a la creación diferentes dosis de cierta experiencia vivida, volcando a la creación diferentes dosis de cierta experiencia vital y de cierta experiencia intelectual, gracias a la que la obra literaria, en este caso, se convierte en el vehículo a través del que viajamos hacia una completa comprensión e interpretación de situaciones y recuerdos, que, de no ser por la literatura (auxiliada por esa forma de arquetipo artístico)

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no pasarían al olvido pero sí nos privarían de poder penetrar en lo profundo de dicha experiencia, lo verdaderamente trascendente de esa experiencia, que sólo se puede dar a partir de la significación, de los signos que les da la literatura y que entonces, una vez que tomamos conocimiento de esa significación a partir de la obra literaria, nos devuelven al mundo con un potencial interpretativo mayor. De la vida a la literatura y vuelta a la vida Para decirlo de manera más sencilla: la literatura parte de la vida y el intelecto de quien la construye, pero su función, en definitiva (al menos una de sus funciones más importantes y siempre vigentes desde Homero y quizá antes de él), es que una vez que hemos tomado contacto con por ejemplo los cuentos fantásticos de Edgar Allan Poe, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, Doktor Faustus, de Thomas Mann, El astillero, de Juan Carlos Onetti, Los desterrados, de Horacio Quieroga, Los hijos del Limo - que como todo ensayo de Octavio Paz, casi bordea los límites de la creación poética-, los cuentos de Jorge Luis Borges o una novela como Rayuela, de Julio Cortázar, las mismas nos devuelvan a la vida y nos lleven hacia otras obras que iremos encontrando en nuestro particular camino interior, con una comprensión mucho más amplia de la vida pero, ante todo, con un creciente conocimiento y aprehensión de todo aquello esencial que muchas veces antes de la literatura permanecía oculto, casi nunca visitado, y que generalmente se encuentra en nosotros mismos.

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GuillermoLopetegui

Pรกgina personal: http://LIBLOPETEGUI.bubok.com Pรกgina del libro: http://www.bubok.es/libros/202127/ANTOLOGIA



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