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Fin del paisaje

Escucha, ardiente hermano, el tiempo del dolor, de los días que hieren, de la noche que hace llorar, del hombre que come hombres.

José María Arguedas

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Cinco mil metros sobre el nivel del mar, ojo inmenso, sueño helado en hombres del más allá. Lagunas secas gritan al desierto cada noche, en ese ocaso que ha sido consumido por el gigante perlado acostado en el cielo, que desvanece el paisaje.

Cala tu nombre en la pupila flagelada por el mal tiempo, bajo cero se inmolan sueños, sobre la calzada de piedra están aún mirando sus sombras, sus cuerpos cabalgan en silencio, sangran lágrimas por dentro de sus ojos. Mira en el ojo de agua, en el Orcococha, Caraccocha, Choclococha, brota de tu rostro cuarteado: clemencia, brota y exhala por ese cielo que nunca te responde.

Vas deshojando la flor del campo y esta no se cubre con la misma mentira de aquellos otros hombres de más allá. «no creas todo lo que oyes», la flor intenta decirte a través de sus hojas, pero estas caen y se entierran en el sueño.

La lluvia relata el desenlace del efímero día, sus manecitas no han tenido abrigo el viento se ha llevado el caballo de bronce que habías preparado para la huida al pie del follaje. Corre sangrando la miseria, corre sin cubrirte la cara, con el pan de la mañana pasada. Corre a mirar en el ojo de agua.

Ojo inmenso, sueño helado en hombres del más allá, te han mentido, la flor del campo ya no está para advertirte. Lagunas secas gritan al desierto cada noche, el paisaje, tu nombre, las manos de tus hijos se desvanecen, se desvanecen, se desvanecen.

Corran de prisa, vienen los pájaros de fuego humeando la tragedia, una cabeza doliente cae al suelo, machacada por el sueño de abandonar alguna vez la desgracia.

Abandonas el camino, los lobos sacuden tus bolsillos, las águilas se llevan tus zapatos de plomo, ahora puedes volar. El miedo avanza acechando a la presa, no hay animales en esta escena muerta, es el hombre por el hombre. Al cuadrado de su maldad, el único animal que devora la carne, su propia carne, su propia sal.

La flor no está enterrada, tiene la piel alterada, su tallo sigue vibrando blandiendo esperanza, el pétalo izquierdo ha sentido el estallido del rocío penetrando su atmósfera boreal, el rayo de tus ojos ha cubierto la escena.

La flor no está enterrada, tiene la piel marcada, sus hojas han sido ultrajadas sin pausa de modo lateral, armando pequeños ríos entre los pliegues de ese cuerpo electrizado que alimenta las lagunas secas, nadan en el surco sin violencia.

La flor no está callada, abre sus ojos y el palpitar de los flujos contenidos te dicta la esperanza. La flor está abierta y atrapa toda la ternura del tiempo en tu mirada, ahora: debes volar.

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