Timonel 12

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Revista literaria del Instituto Sinaloense de Cultura AĂąo 3 | NĂşmero 12 | Febrero de 2014


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Contenido 3 Presentación 4

Frente a la tumba de P. B. Shelley | Marc o A n tonio C a mpo s

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Premio Nacional de Letras Sinaloa 2013 | Marc o A n tonio C a mpo s

5 En una plaza de Tánger | Marc o A n tonio C a mpo s 6 Dime dónde, en qué país | E duar d o li zalde 6 Un poeta de verdad | Juan G e lm an 6

Hombre de letras | Jo sé E milio Pache c o

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La poesía de Marco Antonio Campos | S t efano S t ra zzab o sc o

8 Marco Antonio Campos, la poesía como viaje | Juan Manue l Ro ca 9 Una antología italiana | E milio C o c o 10 Destino y profecía | Juan D omingo A rgüe ll e s 11

La poesía | Marc o A n tonio C a mpo s

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La nostalgia de las raíces | Javie r Sicilia

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Aquellas cartas | Marc o A n tonio C a mpo s

14 Viaje al centro de la poesía | Ro g e lio Gue de a 14

La mirada del que se despide | Gl e nn G allar d o

16 Viernes en Jerusalén o el mundo del poema | Jorg e Bu s ta m an t e G arc í a 18 Entrevista con Marco Antonio Campos | Ro sabe l S ala zar 21 Marco Antonio Campos o la amistad  | Pabl o Mon toya 22

Sobre la poesía de Marco Antonio Campos | A l í C alde rón

23 Marco Antonio Campos: la fe en la poesía | Jo sé Mar í a Espinasa 26 Marco Antonio Campos | Jo sé Á ng e l L ey va 28 El subterráneo / The underground | Se a mu s He an ey | Óscar paúl cas t ro 29 Mambo Lento / Ballad Mambo | E . J. A n tonio | ro sabe l sala zar 30 Dios pasa a un lado de mí | Rubé n R i v e ra 30

Shelley / Trakl | Víctor Luna

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Fulgor del regreso y la danza que no termina | Na dia C on t r e ras

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Como nube | luc í a l ey va

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Ojosdetopo Los plurales y singulares hermanos Coen | Jo sé A n tonio Mon t e rro sas Figue iras

34 En el tren de Rabat a Fez | Marc o A n tonio C a mpo s

Las imágenes que ilustran el presente número son obra de Gerardo Santamarina Lagunes. Artista y arquitecto. Es egresado de la Universidad Intercontinental Campus México D.F., e hizo una especialidad en Iluminación Arquitectónica en Boston Massachusetts; y otra más en Diseño de Edificaciones Sustentables en el Tecnológico de Monterrey en Culiacán. Desde 1984 a la fecha ha trabajado con diferentes profesionales de la arquitectura, entre ellos: Jorge Alcocer, Emilio de Antuñano y Alberto Kallach. Actualmente tiene la dirección de proyectos del despacho Bastidas & Partners. Y forma parte del Colegio de Arquitectos del Sur de Sinaloa A.C.


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pr e se n tación

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os congratula y es un honor para el Instituto Sinaloense de Cultura dedicar el presente número de Timonel a la obra del narrador, ensayista, crítico literario, cronista y sobre todo traductor y poeta Marco Antonio Campos (Premio Nacional de Letras Sinaloa 2013), quien, actualmente, representa una de las figuras más connotadas en el ámbito poético-literario en México. Y como toda celebración es una fiesta, una reunión de amigos, en este espacio convergen textos de Juan Gelman, Eduardo Lizalde, José Emilio Pacheco, Javier Sicilia, Emilio Coco, Stefano Strazzabosco, Glenn Gallardo, Rogelio Guedea, Juan Manuel Roca, Juan Domingo Argüelles, Jorge Bustamante García, José Ángel Leyva, José María Espinasa, Pablo Montoya y Alí Calderón en torno a la obra, el quehacer literario y la persona de Marco Antonio Campos. De igual forma se incluye un par de poemas inéditos suyos, en uno de los cuales celebra a P. B. Shelley. Para Juan Gelman, Campos es «un poeta de verdad»; para José Emilio Pacheco, «un hombre de letras en toda la extensión de estas palabras»; para Strazzabosco «un puente entre diversas civilizaciones poéticas: por un lado, la mexicana, o más en general la latinoamericana, y por el otro, la tradición europea, la italiana en particular»; para Sicilia, su obra representa «la oscura y dura lucha de la poesía por encontrar sus raíces, es decir, los orígenes, los significados que una época desarraigada como la nuestra ha extraviado». Asimismo, Juan Manuel Roca concibe la poesía de Campos como un viaje; y Emilio Coco lo define como el poeta que representa «una de las voces más intensas de la poesía latinoamericana hoy»; Juan Domingo asegura que «la obra de este poeta ha crecido y se ha ahondado en una suerte de confirmación: cada poema, cada página, cada verso están escritos, como exigía Nietzsche, con sangre». Glenn Gallardo, califica a Marco Antonio como «un gran solitario» que canta a todos los lugares sin quedarse en ninguno, pues siempre está de viaje. Jorge Bustamante se refiere a él como «un soñador que vuela con los pies demasiado puestos en la tierra.» Espinasa y Leyva lo definen como un poeta romántico. Rogelio Guedea diserta sobre El forastero en la tierra, título que reúne los poemas escritos por el poeta entre 1970 y 2004. Rosabel Salazar entrevista al gran traductor. Y las páginas de Timonel cierran e inician de nuevo (sólo habrá que hacer el recorrido en sentido inverso) con el bello poema «En el tren de Rabat a Fez».

Con un gran saludo M a rí a L ui s a M i r a n da M on rre a l Directora General del Instituto Sinaloense de Cultura

M ario L ópe z Valde z

| Gobernador Constitucional del Estado de Sinaloa

F r ancis co F rí a s C a st ro

| Secretario de Educación Pública y Cultura

M arí a L uis a M ir anda M onrre al

| Directora General del isic

Wendy F éli x | Coeditora

Timonel es una publicación trimestral del Instituto Sinaloense de Cultura y del Gobierno del Estado de Sinaloa. Es de distribución gratuita y los contenidos que aquí se publican son responsabilidad de sus autores. Todos los derechos reservados, ninguna parte de esta publicación deberá reproducirse total o parcialmente sin citar la fuente.

J uan E sme rio Navarro | Corrección de textos

Culiacán (Sinaloa), febrero de 2014.

É lme r M end oza

| Director de Literatura y Publicaciones

E rne st ina Yépi z

| Jefa del Departamento Editorial

Consejo Editorial

J uan J o sé R odrígue z | A le y da R ojo | C l audi a B añuel o s | C arl o s M a ciel | D ina G rijalva

Diseño Editorial

Correspondencia y colaboraciones dirigirlas a timonel.isic@hotmail.com


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Premio Nacional de Letras Sinaloa 2013 Marco Antonio Campos R e cibir e s ta no ch e e l Pr e mio Nacio nal de L e t ras Sinal oa de 2 0 1 3 e s algo q u e m e ha da d o a la v e z u n se n t imie nto de grat i t u d y algo mu y par e ci d o a la f e licida d. No sabí a q u e e ra candidato y la s orpr e sa fu e e n s u mome nto, p or tan to, una f e lici da d d obl e . Agra de zc o de c ora z ón al ju ra d o q u e m e e ligió y al Ins t i t u to Sinal oe ns e de Cult u ra q u e me l o o torga .

Frente a la tumba de P. B. Shelley Marco Antonio Campos Llorad por él, el que lloró al amigo. Llorad por él, que en el velero roto de repente encontró la muerte joven. ¿De dónde el viento en su ira —animal ciego— trajo aquí, hasta Roma, las cenizas? ¿Dónde quedó la alondra jubilosa? ¿Dónde quedaron las páginas de Mary, las canciones de árboles de Jane, la boca ansiosa, abierta de la virgen? ¿Dónde hallar sus palabras que hizo nuestras?: Libertad y poesía, rebeldía y sueño. Al lado de su tumba crece altísimo el ciprés, con su ramaje austero, donde a diario los pájaros le hablan del sol de Italia y de Inglaterra triste. Roma, 2013

El jurado decidió darme el premio por mi trayectoria y, tengo entendido, enfatizó mi condición de hombre de letras, es decir, que era capaz de trabajar sin demasiada incorrección una diversidad de géneros literarios. Sin falsa modestia, desde que comencé a escribir ese era uno de mis fines. Mi generación, la de los años sesentas, marcada de una manera muy honda por el movimiento estudiantil de 1968, se le llamó, al menos en una de sus direcciones, como la generación de la Utopía. Aspirábamos al sueño y nos parecía fácil conseguir lo imposible. Desde luego somos infinitamente inferiores a nuestros sueños de juventud, pero nadie podrá arrebatarnos que quisimos llegar a la cima de las montañas y a todos los puertos en los mares, sabiendo que era una quimera, que era más una ceguera. Sin embargo, sólo recorrer el camino, aun lleno de escollos, valió la pena, pero no dejo de sentir a menudo una honda melancolía por lo mucho que se quedó como ilusión. En mi principio está mi fin, dijo en un verso el poeta inglés T.S. Eliot; después de mi principio no estuvo el fin sino el camino, en el cual, por demás, conocí y experimenté alegrías y goces, pero ante todo —lo digo sin ninguna queja contra nada ni nadie— angustias, dolores y tristezas. ¿Hasta dónde logré hacer bien en mi trabajo literario? No lo sé. No soy yo, ni de lejos, la persona indicada para decidirlo, pero siempre traté de hacer, en cada página


5 que escribí, una buena tarea. Cada página me costó sangre. Cada página está corregida hasta donde creí que debía dejarla, no porque yo quisiera, sino porque veía que en ese momento no podía hacer más. Escribí cuento, novela, ensayo, crítica, aforismos, crónicas de viaje, textos breves y brevísimos, pero ante todo, el centro irradiador, fue la poesía. En cada libro de cada género busqué que hubiera instantes y un fondo poético, pero traté de respetar al máximo los géneros. Que la prosa fluyera, que una frase llevara sin tropiezo a la otra de manera natural, y que un cuento se leyera como un cuento, una novela como una novela, y lo mismo un ensayo, una crónica, un aforismo… Traté en cada página de escribir con una prosa sencilla y buscando la emoción o la sorpresa del lector. Yo creo que esos instantes y fondo poéticos, en una emoción máxima, para mí, de cierto inalcanzable, se hallan en grandes novelas del siglo XX latinoamericanas, o al menos las que yo prefiero, como El sueño de los héroes, Pedro Páramo, El siglo de las luces, Rayuela y Cien años de soledad, las cuales deslumbran y arrebatan de continuo con su alta belleza a los lectores. A los 64 años no puedo decir si hubiera sido capaz de ser otra cosa que poeta y escritor. Yo no sabía en la infancia y la adolescencia, como lo supo Borges, que mi destino sería literario. Pero desde que empecé a escribir, cerca de cumplir los 19 años, asumí ese destino, y desde entonces lo único que he querido en mis libros, o el menos lo principal, es hablar desde el corazón al corazón de los otros. Muchas gracias por este momento que quedará en el jardín de la memoria como un árbol inolvidablemente verde. Los Mochis, 16 de noviembre de 2013. Discurso pronunciado por Marco Antonio Campos al recibir el Premio Nacional de Letras Sinaloa 2013

Marco Antonio Campos. Poeta, narrador y ensayista. Ha sido lector en las Universidades de Salzburgo y Viena, profesor invitado de la Brigham Young University, y catedrático en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Director de Literatura de Difusión Cultural de la unam. Director en dos épocas del Periódico de Poesía. Cuatro veces becario del Colegio Internacional de Traductores Literarios de Arles en Francia, y miembro de la Académie Mallarmé en el mismo país. Traductor de muchos autores, entre otros: Baudelaire, Rimbaud, Gide, Artaud, Saba, Ungaretti, Quasimodo y Trakl. Ha obtenido los premios Xavier Villaurrutia y Nezahualcóyotl, en México; en España, el Premio Casa de América y Premio del Tren 2008 Antonio Machado; y en Chile, la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda. Autor de Muertos y disfraces, Una seña en la sepultura, Monólogos, La ceniza en la frente, Los adioses del forastero, Viernes en Jerusalén, Árboles y Aquellas cartas.

En una plaza de Tánger Marco Antonio Campos Pero si no hubiera sido, si el mar no hubiera sido azul el día de hoy, si la línea de la costa española no la cubrieran las nubes, si hubiese habido en ti el toque de locura (diría la Yourcenar) para hacer la Gran Obra, si la palabra Destino no hubiera sido como lazo al cuello, si los viajes no parecieran un sueño que ignoras si viviste como esa gaviota que ves y desaparece, aun así, aun así te dirías que la vida fue buena pese a todo, y pese a todo habrías de escribir que la vasija de arcilla, doble asa y pico, se hizo añicos casi toda, pero que aún desde la ventana de la mañana azul observas en los naranjales de ayer exiguos pero intensos resplandores, y que en fin hoy, en esta plaza breve de Tánger, tienes enfrente el mar Mediterráneo y la línea oscura de la costa española, y por eso, sólo por eso, por el momento, te das por creer que la vida se hizo para ti. Por el momento. 2013


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Dime dónde, en qué país

Eduardo lizalde Agrega Marco Antonio Campos a su ya extensa, personalísima y sorprendente obra de poeta, de crítico, de traductor, de cronista, de historiador y estudioso de la literatura mexicana y de otras, este libro ejemplar que él titula Dime dónde, en qué país (una línea que toma de Villon) y que ha compuesto, como dice, con poemas en prosa y una fábula El libro es bello y complejo, en su aparente sencillez, pero intrincado, contexto de referencias, alusiones literarias, históricas y artísticas y es, en efecto, tanto verdadera poesía, como la que ha logrado consumar en su lírica el autor, pero es al mismo tiempo una colección deslumbradora de visiones, de crónicas de viaje por el mundo entero, de paisajes urbanos, amores consumados y no, mares, ríos, montañas, galerías pictóricas, encuentros con autores legendarios o nacidos ayer, barrios paupérrimos, aventuras en tren y al mismo tiempo, profundas y conmovedoras incursiones en la propia biografía,

Un poeta de verdad

Juan Gelman «Marco Antonio Campos es un poeta de verdad. Es una especie rara en este mundo, pues un poeta que no se levanta en la mañana para escribir de 8 a 10. Campos tiene un libro extraordinario que lleva por título Viernes en Jerusalén, que, quien no lo haya leído, ha contraído una deuda consigo mismo.» La Jornada, México, 20 de septiembre de 2010, p. 14, «Cultura». Juan Gelman. Poeta argentino. Galardonado con el Premio Miguel de Cervantes. Se lo considera uno de los grandes poetas contemporáneos de habla hispana, y un «expresionista del dolor». A su muerte, la presidencia de la nación Argentina decretó tres días de duelo nacional.

en el alma y en la memoria familiar. De algún modo, este conjunto de Marco Antonio, me hace pensar en el libro admirable y perfecto de otro ilustre visionario, viajero, cronista y autobiógrafo imponente: el grande y prolijo catalán Joseph Pla, autor de los diarios voluntariamente imperfectos e invaluables de su Cuaderno gris, que no ha sido posible terminar de imprimir. Un indispensable, querido y cada vez mejor leído par suyo es Marco Antonio, al que no alcanzan estas pocas líneas para celebrarlo como se merece por su nueva —breve— obra maestra. Contraportada del libro Dime dónde en qué país, editorial Visor, Madrid, 2010 Eduardo Lizalde. Poeta y académico mexicano. Autor de: Otros tigres, Antología impersonal, Tabernarios y eróticos, ¡Tigre, tigre!, entre otros.

Hombre de letras

José Emilio Pa c h e c o A semejanza de Vicente Quirarte, Campos es un hombre de letras en toda la extensión de estas palabras, con su pluralidad de géneros y obras importantes en todos ellos. Campos, el novelista, el cuentista, el poeta de Viernes en Jerusalén y Dime dónde, en qué país y el admirable traductor de la poesía francesa, italiana y alemana se nos presenta como el investigador a quien debemos El café literario en la Ciudad de México en los siglos xix y xx, la reivindicación de Manuel Acuña y el descubrimiento de dos escritores que, gracias a él, se nos han vuelto indispensables: Marcos Arróniz y Luis Martínez de Castro. Revista Proceso, pp. 60-61, 8 de enero de 2012, «Cultura». José Emilio Pacheco. Premio Cervantes, Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y Premio Octavio Paz. Su obra está reunida en el volumen Tarde o temprano.


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La poesía de Marco Antonio Campos Stefano Strazzabosco L a poe s í a de Marc o A n tonio C a m p o s s e prop on e c omo u n p u e n t e e n t r e di v e rsas ci v ili z acion e s p oé t icas: p or u n la d o, la m e xicana , o m ás e n g e n e ral la lat inoame ricana , y p or e l o t ro, la t ra dición e u rope a , la i taliana e n part ic ular . La razón de esta identidad a caballo entre dos mundos está en la biografía del poeta, que ha realizado estancias y viajes prolongados por Italia y otros países europeos (sobre todo Austria), y que desde muy joven se ha sentido atraído por la lengua y la cultura italiana, pero que obviamente ha nacido y crecido en un ambiente netamente influenciado por el modernismo mexicano (Ramón López Velarde en la cima) y por otras sugestiones en lengua española: pienso, por ejemplo, por citar un nombre, en el chileno Neruda. Pero son otros dos los verdaderos númenes tutelares de este poeta luciferino y culto: Friedrich Nietzsche y Arthur Rimbaud. Es de su gesto de profunda rebelión de donde Campos arranca, si bien con mucho menos optimismo y mucha más amargura y desencanto. De Nietzsche, por ejemplo, Campos toma a préstamo la idea que los mejores libros son los escritos con la sangre, o sea, que literatura y vida no sólo se comunican recíprocamente, sino que por desgracia no puede haber poesía sin sufrimiento y que cada palabra que el poeta escribe se parece a una gota de su sangre. Tanto más preciosa, por tanto, porque en efecto para Campos la poesía debe buscar acercarse al ideal del ne quid nimis, del «nada de más». Sería una lástima desangrarse sólo por quimeras o lanzar la propia sangre sobre las ortigas... En cuanto a Rimbaud, bastaría leer cualquiera de los poemas de Campos para sentir aletear la furia y la gracia del gran simbolista; y a mí me parece que en este caso los temas que han encontrado mayor eco son los del destino y la infancia. Porque la poesía de Campos es una atribulada meditación acerca de los espacios y tiempos, sobre los cuales volveremos, pero es asimismo un prolongado e incesante canto fúnebre a la infancia y al destino de vivirla y de perderla para siempre. Cierto, entendamos la infancia no

sólo en el sentido más común, sino sobre todo como un momento auroral e inocente, en el que todo es nuevo y dotado de sentido y donde aun el dolor se justifica o tolera por la amorosa presencia de una mujer. De la pérdida de esta dimensión cargada de sentido nace quizá también la gran pasión de Campos por otras culturas, una pasión que lo ha empujado a viajar y a confundirse con las ciudades de otros países del mundo, sintiendo correr sobre la piel el agua del tiempo y observando cómo la historia de los hombres es una constante con variable geográfica. «El espacio es real pero nosotros estamos hechos de tiempo. El espacio se transforma y somos sombras o fantasmas en el espacio. Cuando nos vamos, el espacio continúa transformándose», dice el autor en uno de sus aforismos. Es fuerte el sentido de aguda y rabiosa melancolía en estos textos. Recita otro aforismo de Campos: «Toda belleza o verdad es melancólica. Toda belleza o verdad es melancólica, aunque se llene de luz». De aquí la amargura de una poesía que se percibe como un soplo o un escupitajo en el rostro de un mundo condenado al término de una historia conspicuamente degradada y sucia, bajo los golpes de una furia que supera, por mucho, la de las bestias más feroces. Y no obstante eso, fiel a su formación libertaria y agonística (Campos ha sido también un deportista), el poeta no puede dejar de hacer, con la esperanza de que ese hacer (en griego poiein, de aquí poesía) conserve en cierto modo una pizca de sentido. Pues para nosotros lo conserva. Stefano Strazzabosco. Poeta y traductor. Doctor en Filología Italiana. Autor de Racconto, Dimmene tante, entre otros.


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Marco Antonio Campos, la poesía como viaje Juan Manuel Roca Hay algo de Ahasverus en la vida y en la obra de Marco Antonio Campos, que como él, resulta un huésped de su propio movimiento, un viajero incansable, un andariego. «Yo camino entre los hombres como si fueran pedazos del porvenir que veo», decía Nietszche, y allí aventuraba una pasión por un perpetuo movimiento. Me parece que Marco Antonio Campos camina entre los hombres y las ciudades como si se apropiara de lo que de él habita en unos y en otras, hombres en desbande y ciudades en fuga, como ampliando el aserto liberador de su maestro para decirnos que «yo es todos». De tal manera, el poeta se pone en la piel de otros poetas que escribieron en lenguas que ya nadie escribe, como Fréderic Mistral, un poeta admirado por Van Gogh cuya gloria, ese sol de los muertos que dijeran los antiguos, cruzó de manera efímera una comarca francesa. O va, de la misma manera, tras las huellas de Rimbaud en su Charleville natal, desde los albores mefíticos del «poeta de siete años» hasta la llegada de su cuerpo deshabitado, empacado al vacío en un tren destartalado como su vida desde la estación de Marsella. Son las de Campos unas caminatas por sus fantasmas literarios y estéticos, no con el alarde de un simple cicerone de datos y bosquejos históricos, sino una forma de hablar con su pasado. Y con sus propias huellas. Así me lo corrobora el epígrafe que inserta en su bello libro Dime dónde, en qué país, de la cantera de un hombre de talante ácrata, Antonio Porchia: «Cuanto he perdido lo hallo a cada paso/ y me recuerda que lo he perdido». Pero, en verdad, los peregrinajes de Campos parecen regidos más por pasos escondidos que perdidos: el poeta mexicano camina sin el temor de escarbar en el pasado, lleva en su valija un repertorio de peguntas sobre lo que fue o pretendió ser una historia, la realidad entrecomillada, siempre fugaz e intermitente como el parpadeo de una vela. Por eso parece, como Villon, preguntar por dónde andan las nieves de antaño. En su libro Las ciudades de los desdichados, un volumen de crónicas que parece cosido con hilo de cáñamo a su poesía, hay un prontuario de viajes. Asistimos a una suerte de peregrinaje por los lugares que fatigaron los pasos del «nómada holandés» que se cortó una oreja, o su lóbulo, quizá para no oír el canto idiota de la época, las huellas de ese pintor luminoso y ebrio de sí mismo, inútil para la vida práctica y cotidiana, alguien que se sentía en el mundo como «un gato en un almacén extraño» y que escribió unas conmovedoras cartas de náufrago a su hermano sin olvidar la búsqueda de un tránsito «por las tinieblas hacia la luz». Otra estación de su libro nos lleva a husmear de manera amorosa en la vida y la obra de Amadeo Modigliani, ahora más olvidado en la que es para mí su más alta faceta, la de escultor (Campos afirma que solo quedan veinticinco piezas), que en la de pintor. Y nos lleva de la mano de este judío desbordado y pasional a presentarnos sus amistades peligrosas, a compartir sus ebriedades duras y no pocas veces innobles, a los trazos febriles que hizo de Anna Ajmátova tocada de bailarina egipcia o de fingida reina de un mundo imaginario. Eran otros tiempos, definitivamente otros tiempos. Ninguno sabía de sus trágicos, de sus «desdichados» finales.

Ah, sus páginas sobre Trakl y César Vallejo en París y Madrid son piezas maestras de la crónica, un género que en la obra global de Campos antes de ser subsidiario de su poesía, es su complemento, es uno de sus más poderosos vasos comunicantes. Allí aprendemos, sin pretenderlo quizás, como al desgaire, no pocas claves de su poesía. Como en todo buen flanear, las visiones que transmite Marco Antonio Campos están tejidas con una observación puntual, justa en los datos históricos pero tejida con su fuerte intuición para rodear cada suceso de algo que pudo ocurrir, o que debió tener ocurrencia en su sutil imaginario. Y esa, me parece, es la materia prima de su poesía. Sus versos parece que nacieran en la calle y desembocaran en el libro. En el censo de emociones y visiones que hay en la bitácora sensorial que hace Eduardo Lizalde de Dime dónde, en qué país, el poeta de los tigres se sorprende de cómo atrapa por igual paisajes y amores, barrios astrosos, viajes en tren y viajes a lomo de libro, memoria familiar y colectiva, museos reales e imaginados. Unos versos de su bello e intenso poema «Viernes en Jerusalén», apuntan lo siguiente: ¿Pero qué puede hacer un hombre con el corazón roto? Un hombre que buscó la orientación sin atlas y sin brújula, Y no quiso saber que a siete kilómetros Permanecía íntegra y abierta la Navidad en la tierra.

Es esta, quizá, la imagen del poeta como buscador, como expedicionario del mundo y de su adentro, de un caminante que perdió su mapa y olvidó su brújula en medio del festejo cercano, como un Tántalo moderno, siempre tan lejos y tan cerca de sus frutos. Todo esto, repito, regresa despojado de contingencias inmediatas, a su poesía. Paisajes de su tatuado y amado país, amores abolidos y quizá algunos insepultos, viajes ignotos y también periféricos por las barriadas, libros como talismanes, tumbas de quienes pasaron temporada en la luz y más temporadas en el infierno, «ángeles destruidos», siempre «atravesado por una curiosidad planetaria», como señala Pablo Montoya en el prólogo a Destrucción de los últimos ángeles. En ese prólogo el escritor colombiano observa su regreso a Ítaca, en algo que me suscita la idea de que esa mítica región es para Campos su México, «el de los fantasmas de la infancia, la tierra del amor ya gastado, el lugar de las luchas sociales que han dejado el regusto de la derrota, la casa de la descreencia desde donde se escribe el poema», afirma Montoya.


9 Un México lindo y ¡qué herido!, podría decir algún adicto al «calembour». «Una generación, incluso varias generaciones, leen a su manera su propio pasado, modificándolo o repitiéndolo en perspectivas, gustos, desdenes, omisiones». Con estas palabras inicia el estudio que antecede a La poesía del siglo xx en México, que hizo Marco Antonio Campos para la editorial Visor. Visto lo anterior a través de su poesía y de sus crónicas, indisolubles, hermanas siamesas, creo que Campos mira su pasado con respeto, dolor y festejo, modificándolo en la dignidad de un lenguaje pero repitiéndolo en su raigambre, como recordando a Claude Roy cuando dice algo así como que todos los poetas se juntan en las raíces pero se separan en las ramas. La rama más alta de este poeta, más allá de gustos y desdenes, de fobias y de filias, quizá sea la que estando lejos de lo pedestre nunca se olvida de lo cotidiano, de lo que no tiene en apariencia un rango poético. Él ennoblece lo cotidiano a través de su lenguaje y da una vuelta de tuerca a la realidad. De ella procede casi todo lo que escribe pero sin la servidumbre o la docilidad de los espejos. Como poeta, como ensayista, como cronista, Marco Antonio Campos es, además de un traductor de varias lenguas, un virtuoso traductor de sí mismo, de una interioridad bien habitada y poblada de preguntas. Tras cada regreso a su Ítaca personal, podría señalársele estas palabras del resabiado escritor colombiano Fernando González: «al regresar a mi tierra y gente me sentí como en casa y me di nuevamente a callejear, caminar por la carretera, sentarme en las barrancas y en los cafés de las aceras, para atisbar agonías, entierros y mujeres, que son mi vocación». Nota: A punto de cerrar esta nota sobre mi admirado poeta y amigo, se me dio por leer la definición de la palabra viajar que registra el Diccionario de la Lengua española: «trasladarse de un lugar a otro, generalmente distante, por cualquier medio de locomoción». Y bien, es lo que logra la poesía de Marco Antonio. Nos ayuda a visitar la lejanía y a hacerlo, no en un tren, como en el Transiberiano de Cendrar o en el desvencijado y loco armatoste de Arreola, no en barco como el fantasmal del holandés errante o el ballenero de Melville, sino a través de la movilidad de un lenguaje y de una percepción del mundo que nos acerca, sin aduanas, la distancia.

Juan Manuel Roca. Narrador colombiano. Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, doctorado Honoris Causa por la Universidad del Valle. Autor de Las plagas secretas y otros cuentos, y de Esa maldita costumbre de morir.

Una antología italiana Emilio Coco Ningún sitio que sea mío es un libro, en cierto sentido necesario, porque permite al lector italiano acercarse a una de las voces más intensas de la poesía latinoamericana de hoy. Despojados de toda retórica inútil, los poemas de Marco Antonio Campos llegan directamente al lector porque, como anota con justicia Evodio Escalante, «parecen brotar de una conversación al oído de un amigo cercano. Desencantado de la vanguardia y de los experimentos con el idioma, el poeta opta por una poesía donde pensamiento y sentimiento, donde lucidez y nostalgia están a flor de piel, o mejor dicho, a flor de espléndida cicatriz». Personalidad compleja, con actitudes múltiples y una amplia curiosidad que lo lleva a ahondar con igual éxito los varios campos de la literatura — de la crítica al ensayo, del aforismo a la traducción, de la narrativa a la poesía en verso y en prosa—, Marco Antonio Campos ocupa en las letras mexicanas de hoy un sitio de amplio respeto y claramente identificable. Una imaginación viva, incluso encendida, libre y a veces felizmente anárquica en los propios movimientos inventivos que nos entrega en estos textos perfectamente concluidos, con toda la carga varia y ahondada en su experiencia de hombre, de literato e infatigable viajero, de toda la trama de los movimientos del espíritu, de los nostálgicos repliegues en el celoso círculo de las memorias juveniles amorosas y familiares a la denuncia indignada de un mundo privado de valores que alcanza su acmé en los poemas dedicados a su país, en los cuales Marco Antonio se vuelve espectador de su amado México. Solapa de la antología Nessun luogo che sia mio, editorial Gattomerlino, Roma, 2013.

Emilio Coco. Poeta italiano. Ha publicado varios libros de poesía: Il tardo amore, Lieto Colle, Faloppio, entre otros. Ha obtenido en Italia los siguientes premios: Annibal Caro, Torri di Quartesolo, Proa a la trayectoria poética y el premio del jurado Alda Merini.


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Destino y profecía Juan Domingo Argüelles L a p oe s í a e s u n de s t ino incl u s o c uan d o e s u na e l e cción . Marc o A n tonio C a m p o s l o s u p o de s de u n principio y s e e n t r e g ó a e s e de s t ino c on la c on vicción y la s e g u ri da d q u e l e au g u ró, e n inobje tabl e p oe m a , Ern e s to M e j í a S ánch e z . En sus Estelas/ homenajes, Mejía Sánchez, que lo vio y lo animó desde sus inicios, lo denominó poeta culto, muy antiguo y muy moderno, muy mexicano y muy contemporáneo, con las bibliotecas —ya desde entonces— perfectamente leídas. Y aprovechó Mejía Sánchez para descubrir, nombrar y señalar las virtudes y los intereses del poeta mexicano. «Se pierde —dice el nicaragüense— por Grecia y Roma y más que todo por Florencia, ¿pero quién que ha pisado la Plaza, el Puente, la Galería, puede vivir o morir tranquilamente?» A la salutación entusiasta, el poeta mayor añade un augurio que todavía tuvo oportunidad de ver cumplido puntualmente en la obra poética, narrativa, ensayista y crítica de Marco Antonio Campos: «Este muchacho quiere sufrir y lo conseguirá. No hay remedio contra estas cosas: es la inminencia de la catástrofe.» Desde ese juicio lírico —sabiduría y profecía— que definió tempranamente el destino poético (y, más ampliamente, literario) de Campos, la obra de este poeta ha crecido y se ha ahondado en una suerte de confirmación: cada poema, cada página, cada verso están escritos, como exigía Nietzsche, con sangre; es decir, con bilis; es decir, con luz, como complementaría, años después en México, Carlos Díaz Dufóo hijo. Ese destino está nombrado y confirmado, insistentemente y con fuerza, en las líneas esenciales de la poesía misma de Marco Antonio Campos. En uno de sus textos emblemáticos, «Inscripción en el ataúd», lo dice en el tono confesional enteramente suyo luego de haberlo heredado y asimilado de los maestros hispanoamericanos de su estilo (Borges, Neruda, Vallejo): «Yo nací en febrero a la mitad del siglo y uno menos, y Dios me dibujó la cruz para vivírsela y las hadas me donaron cándidamente el sol negro de la melancolía».


11 Los poemas de Marco Antonio Campos revelan siempre ese destino y esa conciencia y le entregan al lector algo muy distante de la vana palabrería o del inocuo juego verbal, tan inocente y a la vez tan prestigiado entre los zafios que creen de veras, y además lo publican —despreocupados de su capacidad sensible—, que la poesía es un acto inofensivo. La poesía de Marco Antonio Campos habla de la existencia, de la propia y la ajena, a partir del ejemplo personal: cada quien es todos los hombres, cada uno de nosotros somos el hombre, el ser humano, y se vive y se goza, se vive y se sufre dejando testimonio en esta tierra para quienes gozarán y sufrirán y tendrán a la poesía como tósigo y cauterio. Si bien ha ido creciendo en páginas, sin ser desmesurada y mucho menos excesiva, la obra de Campos ha ido también desarrollándose y acentuándose sobre todo en su serena intensidad: desde «Declaración de inicio» (que cronológicamente no es su primer poema, pero sí uno de los primeros en los que sitúa su vocación y su propósito) hasta «A contracorriente», un poema de madurez donde el poeta puede verse en retrospectiva y recuerda los sueños, reivindica las servidumbres y agradece los dones de la existencia. Entre estos dos horizontes (el del poeta joven y del poeta de la madurez), asistimos a un itinerario que hace visibles y palpables los sitios vitales para la sensibilidad del autor. No es nada más la relación de los hechos, sino también la constancia de las emociones que despiertan cada ciudad, cada río, cada calle y cada sitio de un mundo que ya no es más ancho y ajeno sino propio, personal, adquirido para siempre en el sentimiento íntimo de la más plena experiencia de los sentidos. Las ciudades son ciudades hasta que el poeta las habita; antes son únicamente lugares insospechados. Por ello los turistas pasan sin dejar huella. El poeta, en cambio, las vive: deja la vida en ellas. Así, en una madrugada en Atenas, la ciudad, y especialmente una parte de la ciudad (las ruinas y los arcos) se vuelve inolvidable para el poeta (y para los lectores) porque en ella «había un manantial/ de pájaros». Esta es una de las imágenes más ejemplares de la poesía de Marco Antonio Campos: una imagen que concentra la emoción en una síntesis perfecta y traslada al verso lo esencial; es decir, la esencia del vivir. Ese «manantial de pájaros» quedará unido imperecederamente a una ciudad en virtud de una imagen inolvidable y gracias a un par de versos en los que se captura, con maestría verbal, pero también con emoción, la transparencia, la claridad, la luz. Precisamente de esencias está hecha toda la poesía de Marco Antonio Campos. Los cinco libros que integran al momento su Poesía reunida (Muertos y disfraces, Una seña en la sepultura, Monólogos, La ceniza en la frente y Los adioses del forastero) muestran un camino en el que se ha renunciado deliberadamente a los falsos destellos que cultivan aquellos autores de «la rítmica pirueta y del contrángulo de la palabra» a los que se refiere, no sin ironía, en uno de sus poemas. La poesía de Marco Antonio Campos va hacia lo verdaderamente importante, que no es otra cosa que lo que tiene sentido para la vida misma: los versos que nos re-

velan un mundo, los versos que quedan en nuestro corazón. Y así como habita y vive otras ciudades y camina otras calles, y hace suyos, íntimos, los sitios de otras geografías, así también habita y vive, apasionadamente, las ciudades de su país. Muy lejos de las inocencias y de las arrogancias (que son otra forma de ingenuidad intelectual), Marco Antonio Campos ha sabido entablar un diálogo cordial y exigente con el lector. Dentro de su variada obra, la poesía ocupa un lugar central: el sitio de privilegio que merece la escritura que ha sido sometida a su máximo rigor para decir, para decirnos, lo esencial de la existencia, más allá de las palabras y las meditaciones: desde el exacto centro de la emoción. «Destino y profecía», La Jornada Semanal, no. 374, 5 de mayo de 2002. Juan Domingo Argüelles. Poeta, ensayista, crítico literario y editor. Es autor de Poesía y conversación/ Poesía y silencio, Lectoras, Antología general de la poesía mexicana, ¿Qué leen los que no leen?, Escritura y melancolía. Un viaje a la depresión, La lectura: Elogio y alabanza del placer de leer, entre otros.

La poesía Marco Antonio Campos Días claroscuros del invierno del ´68, la poesía era gorrión que picoteaba y picoteaba la hoja y llegaba con el invierno frío en el rostro de la joven enlutada, la ceniza en la frente era fuga y aventura, y yo sentía o presentía, que salvo relámpagos esporádicos, mi vida no estaría a la altura de las olas, pero que amaría el lúcido mar, el sol salvaje, la golondrina azul, la poesía y el ángel, y, claro, digamos así fue, y la poesía surgió en mi ventana con el habla del gorrión y me habló caligrafiándome desde el rostro moreno y el cuerpo ondulado de la joven enlutada, y allá, más allá, más allá de la ribera y de casas exiguas, que parecen a un metro de precipitarse al mar, entreveo hoy las montañas en la niebla azul, y escribo un poema, igual o parecido al que escribí en aquel invierno monótono, gris, tristísimo del ´68, cuando el gorrión entró por la ventana a escribir —a picotear a picotear— en mi cuaderno de papel pautado una leve melodía que no dejo de escuchar cuando vuelven días como los de aquel invierno lesivo, hosco, hostil, pero que al menos dio con su gran luz la figura melodiosa de la joven enlutada. Puerto Vallarta, 2012


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La nostalgia de las raíces Javier Sicilia Hasta la aparición de Poesía reunida (1970-1996) había leído a Campos como se lee a un contemporáneo, por retazos, sin secuencia. Leí La ceniza en la frente antes que Una seña en la sepultura, y los Monólogos, que admiro y sigo admirando, los leí antes de manera dispersa, en suplementos culturales y revistas. Lo mismo me sucedió con su más reciente libro, Los adioses del forastero, del que sólo conocía algunos poemas. Con la aparición de su obra reunida pude al fin leerlos completos y de manera secuencial. Esta lectura me ha confirmado algo que ya intuía: la obra de Marco Antonio Campos es la oscura y dura lucha de la poesía por encontrar sus raíces, es decir, los orígenes, los significados que una época desarraigada como la nuestra ha extraviado. Campos, en este sentido, pertenece a esa terrible estirpe de los poetas del dolor, como César Vallejo, Alí Chumacero y Francisco Hernández. Pero si Vallejo busca los orígenes en la fraternidad humana, Chumacero en una metafísica del amor y Hernández en la complicidad con los desdichados, Campos la busca en la tradición, en una tradición que ya no es visible en esta sociedad poblada de artefactos, de violencia, de degradación de lo bello y fracturada en sus raíces fundamentales. De ahí que su poesía pueda calificarse como una nostalgia de las raíces. En «Contradictio (2)», incluido en esta antología, escribe: «Sin duda mi tiempo fue otro tiempo:/ un tiempo de ajedrez con frases griegas/ No fue el tiempo de un Cristo indesgarrable/ nacido a la mitad del país y del siglo más idiotas/ No fue el tiempo del mar ni de las vírgenes:/ fue tan sólo un espejo inolvidable/ Miro al fondo el Coliseo lleno de luces, destruido/ El Palatino, destruido/ La luna cae sobre esta Roma muerta [...]» Algo de eso encontramos también en «Grabados españoles (1)»: «El río se borra de mis ojos y al marchar me borra. Y yo ¿quién soy? ¿En qué espejo me perdí? ¿En qué río? He negado a la sangre la heráldica más oro, las simbólicas fechas, la espada musical, el alba más alma que glorifica el cuerpo, y sólo sé que soy alguien —¿un aire? ¿un simulacro?—, que soñó una grandeza sin desprecio, que asumió la desdicha y el propósito». Tanto en la obra escrita hasta ahora por Campos (no sólo en el ámbito de la poesía, sino también en el de la narrativa y en el del ensayo, en donde nos ha dejado sorprendentes hallazgos), como en su vida, hay esta búsqueda no desesperada, pero sí desgarrada, de recuperar un mundo que ha sido arrasado. De ahí sus constantes evocaciones de la infancia y sus largos viajes por Europa donde lo vemos buscando en los hospitales en que fueron internados Van Gogh y Rimbaud o en la Florencia de Dante o en el Salzburgo de Georg Trakl, una pista, un vestigio de aquel mundo; de ahí también la búsqueda

siempre desdichada de la mujer y sus inmersiones en el universo griego y la poesía italiana; de ahí también su atracción por esos místicos en estado salvaje que fueron Rimbaud y Trakl, dos poetas que murieron agobiados por la nostalgia y la decepción. En este sentido, podría decirse que si la desgarradura lo emparienta con Vallejo, Chumacero y su contemporáneo Hernández, su sensibilidad lo hermana misteriosamente con Georg Trakl, y con poetas como Rimbaud, Baudelaire, Ungaretti, Cardarelli, Saba, Sorescu y Emile Nelligan, de quienes ha hecho espléndidas traducciones. Entre Trakl y Campos, a pesar de la distancia y de la lengua, corren secretos vínculos: los dos son poetas de la nostalgia, los dos son también poetas de un mundo roto. Aunque el poeta de Salzburgo se expresó a través del universo nocturno de sus sueños y del horror ante la putrefacción y la muerte que recorría la Europa de la primera guerra mundial, y el mexicano a través de la meditación larga y taciturna, en los dos pervive un sentido de marginación, son exiliados del alma. Habitantes del alma y de la poesía, ninguno de los dos se ha sentido a gusto entre los suyos. Así, Campos escribe en «Contracorriente»: «Amé con el tiempo más al mundo y menos a la gente y preferí la soledad creativa a la comunión vana, aunque a menudo la soledad sabe a fruta seca, a tierra seca, es flor sin tallo»; y Trakl, en «Hohenburg» (la traducción es del propio Campos): «No hay nadie en casa, otoño en cuartos;/ sonata de claror de luna/ y el despertar en el linde del bosque crepuscular./ Siempre piensas el blanco rostro del hombre/ lejos del tumulto del tiempo;/ sobre un soñador se inclina con gusto el ramaje verde,/ cruz y noche;/ rodea a lo resonante con purpúreos brazos su estrella,/ que asciende hacia ventanas deshabitadas./ Así tiembla en la oscuridad el extraño,/ cuando levemente alza los párpados a lo humano,/ que lejos está; la plateada voz del viento en el vestíbulo». Sus poemas, con sus particulares acentos y voces, son testimonios del exilio, es decir, testimonios de que la patria espiritual ha sido invadida por un mundo de muerte y de putrefacción. Sus obras me recuerdan la pregunta que Hölderlin lanza en su elegía «Pan y vino»: «¿Para qué sirven los poetas en tiempos de penuria?» Al igual que Hölderlin y Trakl, al igual que todos nosotros, Campos vive un tiempo de penuria. Lo dice magníficamente en un verso del «Monólogo vi»: «La historia está hecha de signos destrozados». Todo está sumido en las tinieblas. La luz de Cristo, que constantemente evocan algunos de sus poemas, ya no alumbra, es apenas una débil llama en medio de la tiniebla. «Muerto Dios», el mundo y los hombres perdimos los significados; vivi-


13 mos en las sombras. Ese es el tiempo de la penumbra que recorre toda la obra de Campos. Sin embargo, Campos, como el propio Hölderlin y su tan amado Trakl, sabe que esa tiniebla es provisoria. De lo contrario escribiría (nadie escribe, mucho menos poesía, si en el fondo de sí mismo, aunque sea como una pequeña llama, la esperanza teologal no alumbra). Pero para que esa condición provisoria sea real, es necesario que el poeta esté dispuesto a habitar la noche, a buscar tanteando en medio de la oscuridad, los fragmentos de la luz, de los signos destrozados que afirman que la patria espiritual existe y se dice y se insinúa a través del poema. Georg Trakl, como bien lo ha dicho Michael Rössner, quien prologa las traducciones que Campos ha hecho de la obra del poeta austríaco, murió antes que su mundo. Trakl no vio «las grandes destrucciones de la guerra», ni la lenta descomposición de las ideologías históricas, ni el reinado de esa aséptica pudrición que es el mercado y la economía global, que su poesía, triste y desolada, anunció; Campos, en cambio, ha tenido que ver los cataclismos de las utopías, la masacre de 1968, de la que nos ha dejado un poema conmovedor, «1968», y el gran vacío que concluyó con el siglo xx e inicia el xxi. Ha sobrevivido a él y desde su poesía y sensibilidad ha asumido la tarea que no concluyó Trakl: la de seguir narrándonos el exilio y dando testimonio de una patria espiritual, que a pesar de la fealdad del mundo continúa existiendo. ¿O no es eso lo que acaso nos dice en ese hermoso poema, «Lápida», con el que concluye su Poesía reunida y que cierra también la voz de este CD?: Pasad y decid que a la tierra fui fiel, y viví la experiencia de la tierra. Que a la tierra ahora vuelvo, pero que aun bajo tierra entre polvo, cenizas y humo, oiré a la luna, a la luz, el sol en alto grito, ramaje de muchachas quebrándose como árboles, flores como frutos, la poesía que cae en el cántaro, y alzo y bebo, y frescura. Y vi tanto, oh Dios, vi tanto. «La nostalgia de las raíces», La Jornada Semanal, no. 388, 11 de agosto de 2002. También prólogo al disco de la Colección Poesía de Literatura Abierta al Tiempo, uam,

Javier Sicilia. Activista, poeta, ensayista, novelista y periodista mexicano. Es colaborador de diversos medios impresos como La Jornada y Proceso. Fue fundador y director de El Telar, coordinador de varios talleres literarios, guionista de cine y televisión, jefe de redacción de la revista Poesía. Forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 1995. Fue director de la desaparecida revista Ixtus. Actualmente dirige la revista Conspiratio.

Aquellas cartas Marc o A n t o ni o Campos El ayer llega en el hoy que saluda ya el mañana. Era fines del ´72. Yo atravesaba en tren Europa occidental, o caminaba por saber adónde, un sinnúmero de calles, y en cuerpos ondulados de jóvenes tenues, o en la delgadez del aire en la rama de los castaños, o en reflejos, que creaban imágenes en aguas del Tajo, del Arno o del Danubio, la creía ver, y ella lejos, en mí, en Ciudad de México, con sus clarísimos 19 años, regresaba en verde o azul, para luego irse y regresar e irse en el ayer que hoy llega para hablar mañana. Era fines del ´72, y yo no sabía que el mirlo cantaría para mí a la hora del degüello. Ella hablaba de amor en mí, por mí, de mí, pidiéndome que le enviara más cartas, que guardaba —eso decía— en el color de los geranios sobre los muros de su casa en el barrio de San Ángel, sabiéndola diciembre que era de otro, pero yo le escribía cartas y cartas en el compartimiento del tren de una estación a otra bebiéndome milímetro a milímetro la morenía de su cuerpo como si fuera antes, sin saber que la tinta se borraba como el color de los geranios en el muro de su casa. Pero al evocar ese ayer convertido en un hoy que es ya mañana, sin escribir ya cartas entre una estación y otra, me parece que aún oigo la canción del mirlo a la hora del degüello. Amberes, 2008


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La mirada del que se despide

Glenn Gallardo

Marco Antonio Campos nació en 1949, en una década donde aparecieron varios de los poetas que escriben en la actualidad parte de la mejor poesía de nuestro país. La suya es sin lugar a dudas una de las más destacadas de su generación, siendo por ello de una índole muy personal y, podemos decir, la de un gran solitario. El poeta canta efectivamente a los demás, a los lugares que ha visitado y a los seres que ha amado, pero siempre desde la perspectiva de alguien que, como él mismo lo dice, está despidiéndose. No en balde su poesía es la de un viajero, la de una sensibilidad que ha buscado en las antípodas su propio centro, situándose cada vez más en la órbita de sí mismo. Pero si con ello logra alejarse, al mismo tiempo consigue que nosotros lo sintamos cada vez más cerca. En Poesía reunida, en la que se agrupan los cinco libros escritos hasta ahora por el autor —Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1984), La ceniza en la frente (1989) y Los adioses del forastero (1996)— Marco Antonio se afirma con una voz que es

más suya en cada nuevo libro. Y no es que en un principio no hubiera tenido la intención de poner «el corazón y la sangre» en sus poemas, pero es obvio que su canto, al decantarse y a medida que se canta, alcanza en sus más recientes obras una nitidez y un vuelo que provienen indiscutiblemente del rigor. Es posible ver el itinerario poético de Campos como el de alguien que escribe en un principio desde la subjetividad y que alcanza un plano de objetividad creciente conforme pasa el tiempo. Su poesía no pierde nunca como característica la de ser un testimonio doloroso del mundo, si bien ese dolor va dejando poco a poco de ser suyo a fin de convertirse en el de los otros, en el de todos nosotros. Son temas de sus primeros libros él mismo, las mujeres, los amigos, después —aun cuando hagan intermitentes apariciones desde un inicio—, los viajes, ciertos personajes de la historia o de la literatura, la confrontación entre el ayer y el hoy. A medida que aleja el lente, el poeta, itinerante casi siempre entre México y Europa, nos comunica el lento fluir

Viaje al centro de la poesía

Rogelio Guedea

El forastero en la tierra (El Tucán de Virginia, 2007) reúne los poemas que Marco Antonio Campos escribió entre 1970 y 2004. Título por demás emblemático para la poesía de Campos, El forastero en la tierra es, en primer término, un libro genuino dentro de la tradición poética mexicana. Y es genuino no sólo en el sentido de «auténtico» sino, principalmente, porque hace evolucionar el habla poética de nuestra tradición lírica. Asimismo, y he aquí la parte más encomiable de la propuesta estética de Campos, al tiempo que revitaliza el decir poético de su tradición (y no es necesario remitirse a un término como «experimentación», sino a uno aún más exacto: sinceridad) también se retrata a sí mismo de cuerpo entero. Yo soy Marco Antonio, hijo de Ricardo y Raquel, y nací en Ciudad de México una noche del bárbaro febrero, con la vista en el mayo abrasador y en las montañas del sur. Y aposté por la poesía y el ángel.

Asiduo al ensayo, la traducción, la narrativa, el aforismo, Marco Antonio Campos es, ante todo, un poeta y un romántico. Pero es un romántico en dos tiempos. Si el símil fuera nuestro romanticismo mexicano, Campos podría ser fácilmente un Altamirano o un Riva Palacio sin dejar de ser un Acuña o un Juan de Dios Peza. Llevaría sin duda el magisterio de la acción durante el día para luego recluirse, al caer la noche, a escribir el poema de la pérdida y la desesperanza: «qué será de mí sin la memoria, sin la acción», repetiría. De las vanguardias poéticas (especialmente de Neruda y Vallejo, de Sabines y de un poeta injustamente olvidado: León Felipe), la poesía de Campos retoma la vertiente

romántica que sobreviviría (por fortuna) al modernismo: nostalgia, narratividad, oralidad, amor, mujer e, incluso, ironía. Pero hay tres elementos que son cardinales en su obra: la mujer, el viaje y la añoranza, que harán de Campos, siempre, un enamorado incorregible, un forastero sempiterno y un sutil retratista. Aunque me gusta más en su papel de pintor de caballete (poemas breves, agudos, lapidarios y aderezados de ironía, como en «Se escribe», «Los poetas modernos», «Epitafio» o «Los Elegidos») generalmente sus grandes frescos (poemas de gran extensión y aliento con momentos de gran intensidad lírica, como el pasaje del «Responso del Hotel Richelieu», en evocación de César Vallejo, o de «Parc Lafontaine», que incluye un bellísimo pasaje sobre su madre) dan noticia de un hombre que se ha propuesto (tal vez inconscientemente) contarse y contarnos su tiempo, describirnos los vértigos de «su sueño y su caída». ¿Cómo explicar que de súbito, a la hora de escribir, o al caminar un parque, o al


15 de la vida, como si el tiempo se ensanchara y sosegara su cauce, a la manera de esos ríos a los que ama y que aparecen a lo largo de su geografía verbal: el Arno, el Neckar, el Sena o el Danubio. Marco Antonio nos lleva con él a lo largo de un recorrido que pasa por ciudades, por calles, por hospitales de ultramar que, como los de Álvaro Mutis, son el hogar del horror y de la muerte, pero también de una vida que a ratos encuentra la paz, como en los cuadros de Van Gogh. Nos conduce por sitios en donde se hablan distintas lenguas —desde Austria hasta el Mediterráneo: de Viena a Budapest y a Atenas— para mostrarnos que el mundo es una casa siempre ajena y siempre nuestra. Nos enseña que uno puede encontrar el pasado en el presente y hacer coincidir en Salzburgo a una muchacha rubia con una iglesia como la de Sankt Peter. Podemos asistir en Delfos o en Atenas a un café o a un burdel, y saber, como Phlebas, the Phenician, que también las sirenas cantan para uno y que nadie puede huir de su destino. Su poesía, así pues, se encamina poco a poco hacia un más allá rescatado en la persecución de otros destinos, como sucede en Los adioses del forastero (1996); Trakl, Rimbaud, Vallejo y Van Gogh, son sus emblemas dolorosos, espíritus con los que se identifica pero a los que ya puede ver con una objetividad sosegada. El bálsamo que la vida le procura está en el enorme amor que ella misma le inspira.

doblar una esquina del barrio en que vivimos, o al mirar un escaparate en un centro comercial, o al comentar un filme en un café vacío, la respiración se acorta, un dolor inmediato paraliza, penetra luego como límpido estilete, nos deja luego como trapo en el suelo o en el rincón?

Y es que Marco Antonio Campos es versado en el monólogo y la conversación, es un viajero solitario y melancólico pero también un excelente tertuliano que, algunas veces, abandona la taberna de un portazo. Poesía de una introspección expansiva, su articulación más refinada tiene como diapasón el diálogo y la confidencia. Con un oído exacto y un agudo conocimiento del verso clásico, el intimista Campos entrega no sólo poemas vehementes como estampidos para los sentidos, sino también poemas juiciosos que son minas de referencias culturales y extraliterarias para el cazador perspicaz. Endecasílabos como: «a qué la eternidad si Dios no somos» o «qué ruina mi lenguaje que era un árbol» atraviesan y cercan su obra, entremetiéndose en poemas cortos o largos, enclavados en caireles que permiten a su fraseo persistir en musicalidad, en ritmo, en gracia. Tal como en: Señor: Déjame lejos de sus manos, de la sombra voraz de su ternura. No permitas que vuelva al mismo sueño. Pero, Señor –no lo olvideshaz que se arrepienta de no haberme amado.

O en «Hombre», esbozado con ingenio e ironía: Leí a Sófocles por cincuenta pesos. A Tomás Moro por cien. Un anónimo romance por dos libros (en abonos).

Porque seguramente los viajes no tienen otra motivación, independientemente de aquella que sustrae asistiendo al espectáculo de otras culturas, esa necesidad de viajar es también la necesidad de sentirse vivo, pues como lo dice él mismo hablando precisamente del forastero: «Como si el viaje lo hiciera en el fondo sólo para no morir. En el fondo quizás, o no en el fondo». («París bajo la lluvia, 2»). Así la poesía surge inevitablemente ante el espectáculo del mundo, ya que la única manera de vivirlo plenamente es dejando testimonio del mismo. Sus palabras, en cada poema, son como un nuevo paso hacia la comunión, y fluyendo lentamente siempre dicen lo que los ojos ven y la memoria escucha: «“La poesía es la memoria de la música que tocaron los dioses y que a veces logramos escuchar”, te dijo el poeta aquel crepúsculo del verano del ’78, mientras miraba declinar el sol en el correinado de los pájaros». «La mirada del que se despide». La Jornada Semanal, número 317, 1 de abril de 2001. Glenn Gallardo. Poeta y traductor. Ha colaborado en distintas publicaciones y en los principales suplementos culturales del país. Autor de Ejercicio para dos manos.

Seré como poeta un muerto de hambre. También como escritor. «Un día —él me lo dijo— seré el mejor de todos.»

Sin embargo, Campos no es un poeta obsesionado con el lenguaje. No lo es de pirotecnias lingüísticas ni malabares prosódicos. En su poesía el fondo —la vida o el vivir, los viajes, las mujeres, el paisaje citadino, los libros— son la forma y, desde adentro, estos elementos (temáticos, estilísticos) modulan y dotan de sentido a su expresión. Poeta melancólico (o, para ser más precisos, de la memoria), Campos no podría hacer del poema un claustro o una celda porque la esencia de su «mensaje» es comunicar, compartir, socializar. Esto es: su esencia es vivir. La poesía de Campos es, ciertamente, un gran Diario en el que el poeta va dejando testimonio de su tiempo: «hoy que doy vuelta a la página del Diario…». Y he aquí la congruencia estética de su obra, hecha sin remilgos para, sobre todo, la Emoción. No hay contradicción entre el hombre que habita el poema y la turbación lírica que trastorna al que lo escribe. En Campos, pues, la vida es un viaje al centro de la poesía y la poesía, un viaje al centro de la vida. Poesía y vida: caras de una misma moneda. Por ello, después de leer la obra poética de Marco Antonio Campos, yo, invariable, le diría: sí, siempre valdrá la pena abandonar la apuesta de la acción para entregarle la vida a la inutilidad de la poesía. Reloj de pulso. Crónica de la poesía mexicana de los siglos xix y xx, México, unam, 2011, colección Poemas y ensayos, páginas 236-241.

Rogelio Guedea. Poeta, ensayista, novelista y traductor. Doctor en Letras por la Universidad de Córdoba (España). Becario del Fondo para la Cultura y las Artes, director de la colección de poesía El pez de fuego. Columnista de los periódicos El Financiero y La Jornada. Premio Adonáis de poesía.


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Viernes en Jerusalén o el mundo del poema Jorge Bustamante García Marco A n tonio C a mpo s e s un s oña d or q ue vuela con lo s pie s de m asia d o pue sto s e n la t ierra , y e s —a de m ás— un cr e a d or de v ersat ilida d alo ca da ( y no hay e n e s t e calificat i vo ninguna r ev erberación peyorat i va): lo mismo ha e scri to y publica d o cue n to y e nsayo, como e n t r evis tas , crónica , nov ela , poe sí a y t raduccione s de poe tas i taliano s , franc e se s , al e m ane s y brasil e ño s (r e cuer d o a Ungar e t t i, a S aba , Q uasimod o, R imbaud, B audelair e , A ndr é Gide , A n tonin A rtaud, George Trakl y Drumond de A ndra de).

Es también perpetrador de un género extraño, una suerte de crónicas noveladas sobre poetas y pintores excepcionales e infortunados, de aquí y de allá, disidentes esenciales y rebeldes perpetuos y rotundos, que deshilaron sus vidas en un tiempo vano, en las ciudades de los desdichados. Su libro Viernes en Jerusalén es algo que es muchas cosas a la vez. Me referiré sólo a algunos aspectos. Es, primero, un libro donde el autor vuelve los ojos a la infancia, e incluso, antes de la infancia, a sus ancestros, los Huttich y los Palmer, los abuelos paternos que se pasaron la vida luchando para no querer a sus nietos. Y ahí hay dos poemas: «Parc Lafontaine» y «Adiós a la infancia», que son parte medular de la autobiografía del poeta. «Adiós a la infancia» no es una despedida, sino paradójicamente una forma de permanecer todavía en la infancia, de volver los ojos hacia ella (como lo quería Rilke) para pretextar la poesía. La Graciela de «Adiós a la infancia», con su «cuerpo de durazno en sazón y una rama de estrellas en las noches» es también, de alguna forma, la estudiante de 1966 o la «Sonia en el invierno de 1981», o cada una de las muchachas ligeras «de vestidos tenues que espejean en su piel los fulgores del sol en las riberas del Sena». Hay una tenue erótica camposeana (de Campos, por supuesto) que se enuncia desde «Adiós a la infancia» y que atraviesa todo el libro, hasta el último poema, titulado «Pero en serio ¿valió la pena?», en el que asegura, no sin cierta perplejidad y casi a quemarropa, que la poesía no le dio los dones que le dio a los grandes poetas, pero que le dio otras cosas, como la posibilidad de «apreciar más a fondo la ligereza y la dulzura corporal de las mujeres». Un hacedor de versos se debe a otros hacedores. Ya todo está tan redicho, que pareciera que lo único que le

queda a quienes escriben, es la glosa. En ese mundo de resonancias la erótica lírica de Campos es bastante afortunada. De la estirpe de la del Octavio Paz de «Voy por tu cuerpo como por el mundo», pasando —tal vez sin saberlo— por la del colombiano Jorge Gaitán Durán de «Dos cuerpos que se juntan desnudos/ solos en la ciudad donde habitan los astros/ inventan sin reposo al deseo», para terminar en unos frescos, francos y deliciosos versos de clara factura a lo Marco Antonio Campos: «el mundo comenzaba a parecerse a sus piernas/ y las cinco letras de la palabra mundo/ se alteraban por las cinco letras de la palabra deseo» («La estudiante de 1966»). Este poema empieza con un verso misterioso, casi sorprendente, que se refiere a esa estudiante: «Tendría mi edad si no fuera por el frío». Es una imposibilidad asombrosa. No puedo entenderlo a cabalidad, pero intuyo que de alguna manera ahí aflora la poesía ¿Será la audacia en este supuesto juego de clima y tiempo? De esas audacias y sorpresas poéticas solía Huidobro construir algunos versos, como este «Eras tan hermosa, que no pudiste hablar». Ahí también intuyo algo bello, que no puedo explicar. Otro aspecto que quisiera resaltar en este libro son varios en realidad: los lugares, los viajes, los fechamientos. La experiencia vital de Marco Antonio Campos está desbordada de viajes, de lugares que parecen pertenecerle. Cuando leí «Las ciudades de los desdichados» me di cuenta, y lo dije en su momento, que al igual que Aguascalientes y Zacatecas, el autor conocía al dedillo las ciudades europeas por donde deambularon Modigliani y Anna Ajmátova, Van Gogh y Egon Schiele. Marco Antonio ha convertido en legítimamente suyos, a través de las lenguas aprendidas y de vivencias directas y extensas, esos lugares, esas calles, esos antros, esos bares, esas tardes y esas madrugadas por donde se desparramaron su ima-


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ginación y sus sueños. En ese trasiego, en ese ir y venir, desde su casa de Pinos 8 y el cine Ermita de su infancia, hasta sus veranos en Arles o junto al Sena, en Jerusalén o en Filadelfia, en Salzburgo o Buenos Aires, en Cartagena de Indias o en Montreal, y tantos otros, atiborrando papelitos y servilletas, no hubiera podido ser posible una obra que se construye, ladrillo a ladrillo, por tantas cosas vividas con el fulgor de la vigilia y los ojos abiertos. En casi todos los poemas de Viernes en Jerusalén hay referencias, a veces exactas (con hora y todo), a las fechas en que fueron escritos y a la edad o edades del autor en las distintas épocas: «Es 20 de septiembre del año 2002/ Se hace tarde la mañana» («Perdonen la tristeza»)… «Era agosto. Era 1988» («Cefalonia»)… «Son las tres de la tarde del 10 de agosto del año 2000» («Pont de la Tournelle»)… «Pero este diciembre del noventa y uno» («En casa de Gonzalo Rojas»)… «En la primavera del año tercero del milenio, con el fardo de los cincuenta y cuatro años» («Viernes en Jerusalén»)… «Yo tenía 23 años y han pasado 28» («Yo estuve aquí»)… El poeta escribe su biografía, la crónica de la inmediatez, de lo que palpó, sintió, escuchó, miró y olió y de lo que alcanzó a olvidar, asunto que tiene su mejor expresión en un poema personalísimo como «Parc Lafontaine», en donde se expresa el desencuentro con la madre y en donde se recuerda otra vez la infancia «donde las casas/ daban a todas las casas», porque en San Pedro de los Pinos se conocían todos e hicieron todos: «un mundo de dos parques y veinte calles/ hicimos de la calle un mundo aparte». Otro poema, «Elegía de Filadelfia», que es una especie de ajuste de cuentas con ese país de salteadores que en poco más de dos siglos «deshizo al mundo para convertirse,/ sin pedírselo nadie, en el forajido/ disfrazado de policía», no es más que un pretexto también para hablar de Paulina (la que decía de «hacer el amor con el más alto amor en las batallas del lecho») y hablar de sí mismo, porque de lo único que puede hablar el poeta es de sí mismo, aunque al hacerlo refleje, sin proponérselo, el estado de las cosas del mundo. Todos estos poemas de Marco Antonio Campos son autobiografía feroz y pura, como lo quería el poeta ruso Sergéi Esenin, que cuando le pidieron una biografía escribió cinco líneas y terminó diciendo que lo demás estaba en sus versos. Un último aspecto que quiero resaltar, aunque haya otros que ahora se me escapan, es, a mi parecer, la indagación que hace Campos sobre los avatares de la memoria y la inutilidad de la poesía. Es una constante en este libro el paso y contraste de la edad, el paso despiadado de los años, la contraposición permanente del que fue y del que es ahora, en diferentes momentos, y que no se concilia con este camino que no sabemos a dónde va, ni cómo, y del que uno no puede deslindarse, entre otras cosas, porque es imposible el deslinde en la memoria. No te puedes desligar de nada, de lo que aconteció sin rumbo en los años jóvenes, porque exactamente esa vibra casi intangible de lo que creemos que fue, es lo que constituye la cepa de los días aparentemente perdidos. Y

digo aparentemente perdidos, porque después descubrimos, a través de la poesía, que, como dice con brillantez Marco Antonio en uno de sus textos: «Algo en mi íntimo protesta y grita/ por algo que debió ser y sólo fue como/ canción de época, como canción que dice/ y repite hasta rayar el disco/ que esos fueron los días, que esos fueron» y que, precisamente, en esos días que no debemos permitir que se vayan, se encuentran las respuestas que desde entonces yacen en nosotros mismos. Viernes en Jerusalén acaba con una pregunta que queda en el aire y nadie podrá responder: «¿Valió la pena el sacrificio, valió la pena abandonar la apuesta de la acción para entregarle la vida a la inutilidad de la poesía?». Entre los creadores, el poeta es el único que sabe a ciencia cierta que su arte es inútil, quien, a diferencia del novelista, el pintor o el escultor, sabe que nunca le dejará plata, ni patrimonio, ni posición, y, sin embargo, persiste, reincide e insiste en su música, acá, allá y en todo, su música que suena como el tiempo desde todos los instantes, mata y da vida, huye y regresa, y es tan inútil como la voz del viento. Queda el consuelo que aunque —tal vez— la poesía no sirva para nada, aunque no sirva para ganarse la vida, sirva quizá para ganarse el alma, como decía el nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez, y de que mirar con mirada propia, única e irrepetible las cosas del mundo, es la mejor celebración que podemos hacer de la vida. Tenemos un mundo que hemos colocado a salvo con las manos y los ojos y el corazón puestos en las palabras, el mundo del poema. Y ese mundo del poema, el cual va casi siempre a contracorriente de lo que llamamos realidad elemental, ríspida y literal, es un universo infinito y aún inexplorado, colmado de múltiples sorpresas, asombros, juegos y fabulaciones. Lo dice a su manera Marco Antonio, en el poema que da título al libro: «pienso que/ a lo mejor alguna vez, alguna vez, cuando el justo/ lo sea de corazón y el sufrido de espíritu/ no escuche la canción del necio,/ cuando el nombre del malvado sea raído y sucumban/ el héroe y el mártir fraudulentos, cuando no sea un lloro/ el tiempo de la tribulación y el tiempo del infortunio,/ el verano se hará una golondrina, el sol verá su luz/ en el fruto del naranjo y el vino viejo/ se beberá por fin en odre nuevo». Jorge Bustamante García. Poeta, cuentista, ensayista, traductor, editor colombiano, antologista de poesía rusa. Obra poética: Invención del viaje, El desorden del viento, El caos de las cosas perfectas, Los ensayos Henry Miller: entre la desesperanza y el goce, y Literatura rusa de fin de milenio, entre otros.


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Entrevista con Marco Antonio Campos Rosabel Salazar En 1969 ust ed t enía 20 a ños , e studiaba la licenciatura en Derecho pero había de sist ido de dedicarse a la polí t ica , que era su pr e t ensión inicial , seducido ya por la li t eratura . Un año an t e s había e scri to sus primeros versos y faltaban cinco años para que se publicara Muertos y disfraces, su primer libro de poe sía . Es en tonce s cuando t rabaja u s t e d s u s pri m e ras t ra d u cci o n e s . Hábleme de ese momento iniciático. ¿Qué es lo que mueve al joven Marco Antonio a incursionar en la traducción de poesía? Desde el principio, cuando empecé a escribir, quería probarme en todos los géneros, incluyendo la traducción. Eso lo supe pronto. Yo empecé a aprender el italiano a los diecisiete años en la preparatoria. Mucho le debo al profesor Carlo Arienti. Se me dio con

alguna facilidad porque su libro de texto lo veíamos en clase como un juego. Es curioso: yo lo hablaba mucho mejor de lo que lo escribía. Cuando empecé a escribir mis primeros poemas hacia enero de 1968 (si a eso podrían llamársele poemas) era el único idioma que más o menos leía. No sé cómo llegó a mis manos el libro L’allegria, de Ungaretti. Tal vez lo pedí prestado en la biblioteca de la escuela Dante Alighieri. Me encantó, y a la corta, me influyó. Y otra vez, jugando, jugando, en 1969 lo empecé a traducir. Tómese en cuenta que ese libro tardó en publicarse aún diez años, aunque algunas traducciones se publicaron en revistas y suplementos. Lo corregí mucho. Valéry decía que la escritura de un poema no se termina, simplemente se abandona; lo mismo pasa con la traducción. Pero debo decirle que con el tiempo me di cuenta de partes endebles, y en 1988, para el centenario de su nacimiento, mi amigo José María Espinasa lo publicó en la uam pero se voló el último poema. Sin embargo, noté aun con el tiempo fallas que no resarcí o no me di cuenta que las cometía. Estando otro buen amigo, Hernán Lara Zavala, en Fomento Editorial de la unam, le propuse juntar los libros de mis traducciones, y generosamente las publicó, y el libro que más corregí fue La alegría, de Ungaretti. ¿Si se volviera a publicar lo corregiría? No lo sé. Algo parecido me sucedió con Una temporada en el infierno: empecé a pergeñarla con mi aún muy deficiente fran-


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cés en 1969, a mis veinte años, publiqué una primera versión en una separata de una revista estudiantil en 1974, luego la corregí y salió en Premià en 1979, y luego la volví a corregir para una edición que se publicó en Fontamara, junto a las Iluminaciones, en 1999. Debo decirle que del francés nunca tomé un curso; lo aprendí con los libros y los diccionarios, y para la pronunciación, como siempre he hecho, leyendo en voz alta. La mayor parte de su trabajo de traducción proviene del francés y el italiano pero también ha traducido del alemán, neerlandés y portugués ¿Cómo es su relación con esas lenguas? Las habla, las lee, cómo y cuándo las fue incorporando... Yo viví en Austria —Salzburgo y Viena— tres años y medio. Llegué sabiendo veinte palabras de alemán. Recordaba lo dicho por Borges de que los idiomas se aprenden leyendo poesía; no lo haga usted, y menos con el alemán. Sin embargo, mi traducción de un buen número de poemas de Trakl fue hecha a varias manos: tanto con gente de Salzburgo como de Viena, y como excelentemente cierre, con el profesor y traductor Michael Rössner, quien también escribió para el libro un bello prólogo. Asimismo consulté traducciones de Trakl en inglés, francés y en italiano; me sirvieron en inglés e italiano, pero muy poco en francés. Trakl en francés no suena. A Trakl empecé a leerlo en su tierra natal, Salzburgo (yo viví en la ciudad un año y medio), y fue bellísimo hacerlo, porque me iba a los sitios que mencionaba y leía en ellos los poemas en una edición de bolsillo de Reclam, que acabó desgastadísima, y que guardo aún con mucha afección. Me llevó a terminarla un consejo de Bonifaz Nuño: «Yo nunca dejo las tareas a medias», me dijo. Y se publicó en El Tucán de Virginia, magnífica editorial, en 1996. En general los versos traducidos del alemán se hacen más largos en español, y yo acabé consiguiendo, o así me doy por creerlo, que se apretaran más y que el sentido y la música no se perdieran tanto. Es una traducción que han elogiado mucho, pero hay también mérito ajeno. Pero lo importante es el resultado que sólo lo decide el lector. Al irme de Austria ya leía el alemán con cierta fluidez y lo mal hablaba, pero me entendían. Del alemán mientras viví allá, lo que leía más eran diarios y revistas, ensayos literarios, poesía, correspondencias, claro, entre ellas, la de Trakl; la novela me resultaba terriblemente ardua y me costaba cuatro o cinco veces el esfuerzo que traducidas al español. Mi pobre y olvidado idioma alemán. Respecto al portugués, me esmero cuando lo hablo, pero sólo me sale un perfecto portoñol; sin embargo, en general, lo leo muy bien. Me sirvió mucho para la pronunciación y la construcción haber tomado un curso de gramática en la unam allá por el 68 o 69. Acabo de traducir una antología de Nuno Judice; la hice —me sorprendí yo mismo— sin demasiadas dificultades. Los poetas vertidos del neerlandés fue un trabajo a cuatro manos. Es un idioma dificilísimo, y con sus diversos y variados sonidos, mucho más. En mis estancias de dos meses por año durante cuatro años en Vollezele y Amberes (2005-2008), el

poeta y traductor Stefaan van den Bremt hacía la primera versión, después yo la corregía mucho, consultaba numerosamente el diccionario, buscaba la expresión y la musicalidad precisas, y después, Stefaan y yo, revisábamos verso por verso cada poema. Fue mucho menos difícil cuando tradujimos poetas belgas de lengua francesa (André Doms, Marc Dugardin), incluyendo una antología general (Jardines de Bélgica). Es odioso y fatigosísimo trabajar sobre un idioma, como el neerlandés, en el que tienes dudas y oscuridades todo el tiempo. Era demasiado esfuerzo y dejó de producirme el mínimo deleite. Usted es un poeta y, además, su objeto de trabajo como traductor ha sido básicamente la poesía. Hábleme del impacto que deja en el creador el ejercicio de traducir poesía. Primero que nada debo decirle que traduzco poesía porque es lo que con mucho más me gusta. Como no soy un traductor profesional y lo hago por placer (los profesionales son peligrosísimos porque trabajan a destajo), lo voy llevando sin prisas, con goce. Nunca he tenido las menores ganas de traducir un cuento o una novela. Pero la verdad yo no publico una traducción, sino hasta que, después de leer y traducir a un poeta, siento que su poesía está pegada en el cuerpo y en lo más hondo del alma. Que esa poesía es ya mía. Creo que el libro que he leído mayormente es Una temporada en el infierno. Unas ciento cincuenta veces. ¿Y en qué lo ha influido Rimbaud? Me ha influido no sólo en la poesía sino mucho en mi actitud de rebeldía insolente en los años de mi juventud algo violenta y desorientada. He leído mucho también sobre él, tengo la misma veneración que cuando lo leí a los veinte años, pero como persona, hace mucho que no lo veo como un poeta maldito sino como un desdichado en la tierra, y al final, lo que siento sobre él, se resume cristianamente, ante su vida ferozmente solitaria y desdeñosa, en una palabra: piedad. Y sin embargo siento que la poesía de Rimbaud se me escapa, no la acabo de entender del todo. Claro, si la acabara de entender, como René Char diría del joven ardenés, entendería la poesía, y no tendría por qué escribirla. Si la poesía no guarda su secreto, si se vuelve evidente, sólo es prosa. Usted es un traductor prolífico, ha traducido a Charles Baudelarie, Arthur Rimbaud, André Gide, Antonin Artaud, Roger Munier, Emile Nelligan, Gaston Miron, Gatien Lapointe, Umberto Saba, Vincenzo Cardarelli, Giusseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Georg Trakl, Reiner Kunze, Carlos Drummond de Andrade. ¿De los libros que ha traducido, cuáles le han dejado una marca más profunda? Sin duda, a lo largo de los años, Baudelaire (Pequeños poemas en prosa), Rimbaud (Una temporada en el infierno) y las antologías que hice de Cardarelli, Trakl y Drummond de Andrade. Tal vez el que más haya sido Rimbaud, pero no sabría definir muy bien cómo y cuánto. En su prólogo a Baja traición, el libro que reúne la poesía traducida al español por el poeta Eduardo Lizalde, a propósito del título, usted


20 recupera los clichés acuñados en francés e italiano para calificar la labor del traductor (les belles infidéles, Traduttore, traditore) y coincide con ellos en que la fidelidad íntegra en la traducción es imposible. Hábleme por favor de sus infidelidades gozosas y sus arrepentimientos. Yo prefiero de todas la traducción literal. De los traductores mexicanos Lizalde es el que siento más próximo y es quien me parece que por diversas vías logra excepcionalmente que música y sentido se aproximen lo máximo posible a los poemas originales. Ese libro, Baja traición, es un compendio del bien hacer la traducción literal. Los poemas conservan en la lengua traducida una intensa belleza, y conste que los poemas no son nada fáciles. Yo creo que, como decía mi amigo, el excelente narrador y traductor austriaco Erich Hackl, uno puede equivocarse con sus propios textos, pero no se tiene derecho en la traducción a hacer un trabajo malo creando lo que no es. Pero en poesía siempre habrá traiciones e infidelidades. Un poema en otro idioma se transforma y es otro poema.

Sin pretender teorizar sobre el oficio de traducir poesía, su texto de 1995, «Poesía y traducción» es ya un clásico en la materia. ¿Hay algún tópico de los ahí abordados sobre el que haya modificado su forma de pensar en los últimos años? Realmente no modificaría nada, Rosabel. Me sorprende haber terminado ese trabajo. Le cuento el extraño proceso. Estando yo en el Colegio Internacional de Traductores de Arles, en verano de 1996, el entonces director del departamento de traducción en la Universidad Complutense de Madrid, Miguel Ángel Vega Cernuda, me invitó a inaugurar los cursos en septiembre. No sé por qué acepté. No tenía ningún libro a la mano para consultar. Fue un raro ejercicio de memoria. Me concentraba en las mañanas en mi cuarto, ya estando en París, donde me quedaba en la Casa de México, y reflexionaba, tomaba notas, escribía, desarrollaba. Lo raro es que cuando lo leí ante los traductores académicos de la Universidad Complutense quedaron encantados y me dijeron algunos que hacía mucho no les tocaba oír una conferencia de esta índole que no fuera aburrida.

¿Cuáles eran sus recursos o herramientas como traductor en 1970, cuáles son ahora? Hábleme del proceso que sigue usted al traducir poesía. Bueno, es obvio que si uno traduce con rigor y continuamente, adquiere más precisión y palabras en el vocabulario, aprende a oír las diferentes —múltiples— músicas verbales, sabe utilizar mejor las sutilezas y giros verbales, percibe más los matices, y logra en el mejor de los casos, como decía Borges, no merecer aciertos, sino equivocarse menos.

¿Hay algo que desee añadir, un consejo que ofrecer a los traductores noveles? Que la teoría debe servir sin duda, pero es la continua práctica la que hace al traductor, y, adaptando de nuevo al austriaco Erich Hackl, que no se tiene derecho a manchar una buena obra con una mala tarea.

En Árboles, su Cuaderno de aforismos, usted escribió lo siguiente: «En alemán la palabra Angst significa a la vez, o aisladamente, angustia, miedo, ansia. Entre eso y la locura hay una hoja en la rama del árbol que puede o no caer.» Eso me hace pensar en lo intraducible, esos matices semánticos de la lengua de partida que no existen en la lengua de llegada. ¿Cómo lo resuelve? En lo que más se parece o aproxima la palabra y la frase poética al contexto. Su poesía ha sido publicada en inglés (Friday in Jerusalem and other poems, traducido por Katherine M.Heeden y Víctor Rodríguez Núñez). ¿Participó en el proceso? ¿Ha sufrido al estar del otro lado? En esa no, pero sí en los cuatro libros que me ha traducido el poeta italiano Emilio Coco; en tres de los cuatro traducidos al francés (dos en Quebec por Denys Bélanger y uno en Bélgica por André Doms)) y en el que hizo Christoph Janacs al alemán (Österreichische Gedichte), en los cuales me he permitido sugerir, según el caso, pocas o muchas o demasiadas correcciones. A veces ha sido agradable, pero cuando hay que corregir demasiado se vuelve agotador. Concretamente fue muy deleitoso corregir con Janacs la traducción alemana a principios de los años noventa, idioma que entonces todavía tenía fresco. Janacs y yo mismo nos sorprendimos que yo supiera más alemán del que creía. Ahora sería incapaz de hacerlo. ¿Puede hablarme del proyecto de traducción en que trabaja ahora y/o de sus proyectos futuros de traducción? Terminé hace pocos meses los dos últimos poemarios de Cesare Pavese, pero no se han podido echar a andar porque no responden los editores italianos sobre los derechos de autor, y ahora estoy terminando una antología de poemas de los últimos libros del gran poeta portugués Nuno Judice.

Rosabel Salazar. Ensayista y traductora. Doctora en lingüística por la Universidad Pompeu Fabra.


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Marco Antonio Campos o la amistad

Pa b l o M o n t o ya

No fue en agosto de 1988 que sucedió, ni fue en Cefalonia, como lo dice un poema de Marco Antonio Campos. Ocurre a toda hora y en cualquier lugar, y a veces pasa en instantes extrañamente despojados de tiempo y de geografía. ¿Cuándo el poeta reconoce a Itaca? ¿Cuándo la oteó Ulises? ¿Cuándo la vio Cavafis? Campos dice en su poema que está regresando a Itaca, y que podrá recorrerla cuando amanezca, al anochecer, después de que cene con dos mujeres hispanas y beba las savias mediterráneas. O que lo hará enseguida, ahora mismo, en el momento de un parpadeo. Y mientras intenta ese regreso, Campos imagina la isla, el buscado pedazo de tierra, ese ámbito donde los hombres se creen a veces dioses y a veces nadie. El poeta, sin embargo, pospone la llegada. Comprende que esa llegada es quizás el fin. Campos va y vuelve por el mundo, suspendido en la nostalgia, atravesado por la curiosidad planetaria. En Nueva York observa el tumulto humano y concluye sobre las injusticias y los saqueos que ayudan a edificar los imperios. En Jerusalén reconoce que la ciudad de Dios sigue siendo la ciudad del infierno, a pesar de que haya voces que floten en la atmósfera y pidan que algún día los muros de sangre se llenen de cantos de niños y de adolescentes. Y en este trasegar, surge México. El de los fantasmas de la infancia de Campos, la tierra del amor ya gastado, el lugar de las luchas sociales que han dejado el regusto de la derrota, la casa de la descreencia desde donde se escribe el poema. Campos deambula y su escritura se teje de pasos incansables. Pero esos pasos jamás son la estancia del solitario. Al contrario, significan la posibilidad de hablar con los otros. Sus versos pertenecen, por ello mismo, a la fraternidad de los poetas andariegos. De esos hombres cuyos perfiles físicos son devorados por el polvo, pero cuya palabra deja su impronta sobre el tiempo. De algún modo, la poesía de Campos es una conversación con espectros. Pero ¿qué gran poesía no lo es? La ambición del poema, su más arriesgado y acaso su más inútil ambición, es sobrepasar los límites de la muerte y enfrentar al olvido, esa inexorable forma de la memoria. El poeta es consciente de esta circunstancia y para superarla propone pláticas con humanos ya muertos. Extraña sensación la que otorgan estos cuatro poemas de Destrucción de los últimos ángeles: son diálogos con apariciones que Campos y el lector logran ver en el instante que ya mismo se desvanece. Gonzalo Rojas, a propósito de Concierto, el libro dedicado a sus poetas y amigos entrañables, dice pertenecer al coro. Que es como decir a la gran minoría de los

malditos, al grupo de los errantes iluminados, a los que se hermanan en la perplejidad, a esas sombras hermosamente infelices, al coro de los que saben que Itaca es un extraño paraíso sin luz. A este grupo pertenece también Marco Antonio Campos y, por supuesto, las presencias con quienes habla en Destrucción de los últimos ángeles. Cuatro poemas que son hilos de versos, puentes de una bella y desgraciada fraternidad. Campos transita los hospitales donde mueren Vincent Van Gogh, Rimbaud, el hotel donde vivió César Vallejo y la farmacia en donde Georg Trakl tuvo «las imágenes claras y puras del infierno». Y en tanto lo hace, sus pasos, y las palabras que se desprenden de ellos, son espejismos que otorgan una fuerza consoladora a quienes leemos. Pero lo que realiza Campos, al recorrer estos parajes de la locura y la muerte, además de homenajear a los hermanos «sin albergue por la tierra», a aquellos «exiliados por la voluntad de la desdicha», es dialogar con la poesía. Su nomadismo, una vez más, busca la esencia de lo visto. Así lo visto sea eco, lejana huella, perdidos pasos. Quizá no hay mejores espacios para rastrear la escurridiza esencia de la poesía que estos hospitales de Arles, Marsella y París y esta farmacia de Salzburgo. Campos sabe, y en tal matiz reside la solitaria belleza de estos poemas, que hablar con la poesía es mirar sombras, es preparar nuevamente las mortajas, es mitigar la miseria, es soplar un verso en el instante de la muerte. Se leen los poemas de Destrucción de los últimos ángeles como si se estuviera caminando la arisca y desgarrada parcela de la poesía. Pero Campos ofrece en este itinerario de padecimientos una suerte de apoyo. Sus poemas dicen que ser poeta es ejercer la amistad en medio del arrasamiento de los hombres y las cosas. Esa amistad que deja a un lado el espanto y detiene la cadena de los abismos y las persecuciones. Para así pronunciar en el oído del amigo, que se ha extraviado en el tiempo y en el espacio pero cuyo encuentro sucede en la escritura, la esencial palabra. Pablo Montoya. Escritor, traductor, ensayista y crítico colombiano. Premio de Cuento Germán Vargas (1993).

Prólogo al libro Destrucción de los últimos ángeles, Bogotá, Colombia, 2008. Dibujos de Darío Villegas. La plaquette reúne una serie de poemas («En el Hotel-Dieu», «Hospital de la Concepción», «Zum weissen Engel», «Responso por el Hotel Richelieu», escritos para poetas malditos y desdichados.


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Sobre la poesía de Marco Antonio Campos Alí Calderón I Es la noche de Salzburgo y las estrellas titilan. Marco Antonio Campos traduce a Trakl, quizá De profundis: «Cuán triste este anochecer». De pronto piensa: «Para mí todo lo toca la poesía, aunque no sea muy consciente de ello. Sin caer en el absurdo nadie dice: “voy a vivir como un poeta”, o militarmente: “de tal hora a tal hora me disciplinaré a escribir poesía”. Pero la búsqueda de la belleza en todos los sentidos y con todos los sentidos da el verdadero sentido a mi vida». Y es verdad, el quehacer de Marco Antonio Campos (Ciudad de México, 1949) está orientado por una especie de ética: participar de esa altura emotiva que entendemos por poesía y que bien puede identificarse con lo bello o, mejor, con lo que Longino llamaba «lo sublime». Su obra está signada por la reflexión, muchas veces dolorosa, y por la búsqueda de la belleza. Quizá por ello, como homenaje o reescritura gozosa, se vinculó con la obra de poetas que la logran y por ello nos ha entregado versiones, entre otros, de Baudelaire, Rimbaud, Artaud, Saba, Ungaretti, Quasimodo, Cardarelli. Incansable viajero (ha dado clases en las universidades de Salzburgo, Viena, Buenos Aires, La Plata, en la Brigham Young University y en la Universidad Hebrea de Jerusalén), ha construido puentes de conocimiento entre la poesía mexicana (e hispanoamericana) y otras tradiciones poéticas de Occidente. No sólo es miembro, por ejemplo, de la Academia Mallarmé (ocupa el sitio que en otro tiempo perteneció a Octavio Paz) sino que ha sido corazón y eje del encuentro Poetas del Mundo Latino, uno de los más significativos del continente por el cual han pasado los mejores autores de México, España, Latinoamérica, Italia y el mundo francófono. La trayectoria de Marco Antonio Campos incluye el cultivo de diferentes géneros: poesía, novela, cuento, ensayo, crónica, aforismo y entrevista. Ha recibido distinciones como los premios Xavier Villaurrutia (1992), Nezahualcóyotl (2005), Casa de América de Poesía Americana (2005), Premio del Tren Antonio Machado (2008), Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla (2009), Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde (2010) y la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda (2004) otorgada por el gobierno de Chile. Sumado a lo anterior, un rasgo distintivo de Marco Antonio Campos en la literatura, determinante también en su modo de ser, es la generosidad. Desde cada sitio en el que estuvo se ha dedicado a la difusión y promoción de la obra de numerosos poetas, entre ellos muchos escritores jóvenes. Este es una suerte de hábito ya incluso desde los años de Punto de Partida y Periódico de Poesía, desde Difusión Cultural o la Coordinación de Humanidades de la unam. Campos es también una especie de vínculo o albacea literario de los grandes maestros de la poesía de México: Rubén Bonifaz Nuño, Eduardo Lizalde o Hugo Gutiérrez vega, por ejemplo. Después de lo explicado arriba no resta sino decir que Marco Antonio Campos es, actualmente, un faro de la poesía mexicana, uno de los autores que garantizan su continuidad. II Marco Antonio Campos pertenece a una generación de muy destacados poetas hispanoamericanos entre los que se encuentran,

entre otros, Francisco de Asís Fernández (Nicaragua), Dario Jaramillo (Colombia), Juan Gustavo Cobo Borda (Colombia), Diana Bellessi (Argentina), Santiago Sylvester (Argentina), Néstor Perlonguer (Argentina), José Kozer (Cuba), Alfredo Fressia (Uruguay) o José Vicente Anaya (México). Comenzó a publicar en la primera mitad de los años setenta y desde entonces se caracterizó por escribir una poesía de meditación y examen personal, poemas que ora apelan a la intención epigramática (textos sentenciosos, venenosos casi) ora a la intensidad lírica. En una época donde poco a poco se erosionaba la estética del coloquialismo (los años setenta y ochenta del siglo xx), dejaba de sorprender la poesía conversacional y una gran cantidad de autores latinoamericanos abrazaron la poesía experimental y del lenguaje, Marco Antonio Campos pugnó por mantenerse fiel a la poesía, quiero decir, a la escritura desde el yo y a la búsqueda de la emoción para construir ese algo que identificamos con «lo poético». Un autor trascendente en una tradición no es forzosamente aquel que la niega sino quien es capaz de aportarle una nota de novedad, quien desarrolla un lenguaje literario novedoso o necesario para su momento. Y esto precisamente es lo que ha hecho Marco Antonio Campos en su obra lírica. En algún sitio escribí que no se puede comprender la poesía mexicana e hispanoamericana contemporánea sin revisar el trabajo de Marco Antonio Campos. Tengo la impresión de que hoy ese juicio es más cierto que nunca. Campos no sólo es el poeta mexicano más leído en España y Latinoamérica, por ejemplo, sino uno de los mayores difusores de nuestra poesía. Pero ¿qué le aporta a la tradición? Le aporta, fundamentalmente, un contristado tono meditativo que no se halla en su generación. A veces opta, siguiendo este camino, por una poesía semejante a la que en España se llamó «de la experiencia» y en otros momentos echa mano, con mucha fortuna, de algo que podría llamarse la postal poética, a la manera de Georg Trakl. A medio camino entre la crónica de viajes y el poema de contemplación, estos textos coquetean también con la reflexión histórica, el lirismo e incluso la crítica literaria. Si «mostrar» es una de las finalidades de la poesía, esta forma poética muestra no sólo el paisaje sino la intimidad del paisaje, ese algo que subyace en la imagen, establece una especie de correspondencia anímica entre el yo y su entorno. Marco Antonio Campos es una de las figuras centrales de la poesía de nuestro tiempo. Su labor en la literatura como poeta, crítico y difusor apenas está comenzando a distinguirse en su real dimensión. Eso lo veremos, sin duda, en los próximos años. Alí Calderón. Poeta y crítico literario. Doctor en Letras mexicanas. Autor de Imago prima, Ser en el mundo, La generación de los cincuenta, Poesía ante la incertidumbre (colectivo) y coordinador de las antologías La luz que va dando nombre. Premio Latinoamericano de Poesía Benemérito de América, Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Dirige la revista electrónica y la editorial Círculo de Poesía.


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Marco Antonio Campos: la fe en la poesía José María Espinasa Si algo está presente en lo que escribe Marco Antonio Campos es la pasión por la literatura como posibilidad expresiva: si hay cosas que vale la pena decir es gracias a que existe la creación poética. Pero esto implica una condición poco frecuente en el siglo xx: entender esa creación sobre todo como un acto de comunicación, no de histrionismo, aristocracia o inteligencia reflexiva, puede ser todo eso, claro, pero antes es un acto comunicativo, de contacto con el otro. Esto es muy importante en los escritores de su generación, él nació en 1949 y hay que incluirlo en la generación del 68 (de cuya producción literaria y temática se ha ocupado en diversas ocasiones), misma que sintió roto ese vínculo con el mundo y con la sociedad y decidió reinventarlo a través de la palabra. Las generaciones inmediatamente anterior es consolidaron una literatura que se preciaba de ir más allá de la pura expresividad, al crear una estructura estética y un imaginario colectivo vinculado a la modernidad, y pienso aquí tanto en narradores como García Ponce y Elizondo como en poetas, con sus diferencias, como Zaid, Aridjis y Pacheco. Es este último el que sirve de puente entre esa abstracción llamada estética y esa concreción ética que es el gesto creador. La generación de La Casa del Lago señaló la condición moderna y cosmopolita de nuestra cultura, ya sin necesidad de coartadas nacionalistas, pero terminó siendo mucho más fuego de artificio que profundidad expresiva. Sin embargo, más allá de adentrarnos en esta polémica generacional, es evidente que esa época proyectó una sombra alargada sobre los escritores del posesentaiocho. Campos es de los primeros en liberarse de ella al asumir la necesidad de replantearse de nuevo esos imperativos intelectuales y pasarlos por un tamiz crítico. Esa sombra oscureció aún más la escritura de una época particularmente oscura. La luz de la narrativa de José Agustín, sobre todo la de Se está haciendo tarde, fue alegre y festiva pero después perdió intensidad, y Campos, más joven, necesitaba y buscaba esa intensidad. Por eso se vincula a una tradición lírica cuyo planteamiento es muy claro —Chumacero, Bonifaz, Sabines, Lizalde—, al combinar una necesidad del decir con el cultivo de formas y estilos clásicos. Señalar que la tradición es casi siempre tradicional parece una verdad de Perogrullo, pero a veces se nos olvida. Después de una generación que agotó el impulso metafórico y el lujo rítmico la transición fue muy radical. Poetas

como Alejandro Aura subrayaron el tono conversacional, otros, con un poco de demora, plantearon las voces de personajes literarios vueltos alter egos personales, como Francisco Hernández, otros usaron el vértigo de la aventura sensorial y religiosa —Elsa Cross— y otros más —Jaime Reyes— la violencia de la realidad después de la represión política. No agoto los referentes, enumero sólo algunas coordenadas. Pero esa generación perdió brillo, sobre todo brillo exterior, no tuvo relumbrón, y —sin embargo— con el tiempo y la perspectiva se nos revela que la impresión que se tuvo durante varias décadas, de que era literatura poco creativa, no es tan cierta. Campos no hace de la inteligencia su tema, sino la poesía misma como fenómeno expresivo personal. Es, tanto en el sentido histórico, como en el trivial, un poeta romántico pues su héroe es el escritor mismo, el poeta. Pero el poeta como hombre en medio de los otros. Por eso, por ejemplo, aunque conoce bien y admira a algunos de los escritores del periodo, las vanguardias no lo marcan en sus ritmos e imágenes sino en su sentido. Basta comparar, por ejemplo, su temperamento con el de David Huerta, poeta estrictamente contemporáneo suyo (ambos nace el mismo año), situado en el lado opuesto del crisol estético. Como eco de la rebelión sesentera los poemas de Campos —empieza a publicar en los años setenta— afirman lo personal como un hecho social. Eso provoca, por ejemplo, que siendo un escritor muy personal e individualista, sea a la vez uno de los estudiosos y promotores de la literatura mexicana (su labor en la edición y en los festivales y encuentros literarios es central desde los años ochenta). Esa condición romántica hace de la cultura y de la literatura una de sus características: lugares, obras, resonancias artísticas, se combinan con las notas personales, casi crípticas, pero a la vez perfectamente reconocibles. Su condición de poeta culto (y culturalista) es auténtica, no un barniz pretensioso ni una pose. Es, digámoslo con una frase rotunda, un poeta con fe en sí mismo y en la escritura, una fe en el mundo que pocos autores contemporáneos comparten. ¿Un optimista? No, no es lo mismo. Su poesía es a veces melancólica, no pocas veces dolorosa, pero quien la lee encuentra en la escritura no una condición catártica sino la de una aceptación vital. No ignora la realidad social, desde luego, sino que su atmósfera es la de la cultura como espacio más que autónomo, más legítimo.


24 Esto contrasta enormemente con las poéticas neobarrocas practicadas por algunos poetas latinoamericanos —mexicanos muy pocos, sería más frecuente en años posteriores—, de allí justamente el título de su poesía reunida, El forastero en la tierra, pues en cierta manera, como Hölderlin, el poeta no encuentra ya su lugar en ella; la expulsión que Platón propone a la sociedad la historia la concreta. Campos propone entonces, como contraparte, una poética de la autenticidad. No recurre a un chantaje de lo sincero, no, sino que sobreentiende ese pacto con la escritura Y esa autenticidad es la que le permite vivir inmerso en la colectividad, siendo un solitario. Su poesía amorosa, por ejemplo, es celebración de lo ya ido como presente. Su oficio le permite manejar diferentes registros, desde el epigrama o el poema de circunstancia pasando por los monólogos, uno de sus mejores momentos. Que la poesía sea culturalista, una manera particularmente peligrosa de la endogamia, no es extraño, pero sí lo es que, gracias a la conciencia del poeta, la fe en ella sea también una fe en el mundo. La lírica mexicana es proclive a esa condición autocontemplativa que a veces roza el autismo. Sin embargo Campos se distancia de ese riesgo al ser muy buen lector, no sólo de otras tradiciones en español sino de otros idiomas, como muestran sus constantes traducciones (del francés, italiano, portugués, inglés y alemán). Se podría decir que es un viajero literario pero, desde la fe señalada antes, hay que corregir: más que un viajero es un peregrino. Y ese término —y esa acción, peregrinar y peregrinaje— colinda con el término forastero. La patria a la que se refiere el título es, desde luego, no México sino la escritura, pero la pertenencia del forastero, como la del exiliado, es cualitativamente diferente. Suele siempre querer decir algo y no se hace bolas con no decir o decir la nada o retruécanos semejantes. Su carácter contemplativo no alcanza registros celebratorios, por eso, para mi gusto lector, tal vez le falta fiesta verbal. La poesía de Marco Antonio Campos es, pues, elemental y es ingenua. Estos dos calificativos, que dichos así, tan bruscamente, parecen reproches, deben ser en realidad vistos como cualidades. Campos tiene algo de esa maldición enunciada por Mallarmé y que en realidad parece una bendición borgiana: ha leído todos los libros. Pero ¿llamarlo ingenuo y después decir que ha leído todos los libros no es una contradicción? No, no lo es, porque Campos ha leído todos los libros para seguir creyendo en la literatura, no para descreer de ella. Sí, para mi gusto, le falta una dosis necesaria de escepticismo, ello se debe a que su creencia es más que eso, es una fe. Por eso, por ejemplo, viaja y se da cita en viaje fetichista en los sitios de ese peregrinar literario, sea la tumba de Rimbaud o la isla de Itaca, y se asume a la vez inventor de un mundo —como el niño genio— y cantor, eco de un eco, de toda una cultura ya vivida, a la Cavafis. Y esa fe subsiste a pesar de todo gracias a su confianza en el lenguaje como medio expresivo del ser, o más específicamente de su ser. Por eso no echa mano, a pesar de su persistente condición referencial, de otras voces, a la manera de Francisco Hernández, ni se amarga en el resentimiento, como Jaime Reyes, ambos contemporáneos suyos, sino que quiere decir su verdad y sus sentimientos, en una época en que ya no hay verdad y mucho menos sentimientos. Por eso su poesía es elemental. Si ya cité a Borges, uno de los dioses tutelares de su literatura, ahora cito a otro, Neruda, que precisamente en sus Odas elementales, da un significado más profundo e intenso a la palabra elemental. Sin embargo Campos está lejos de ser un poeta

telúrico a la manera del chileno, y lo elemental, que en este es lo genésico, en Campos es precisamente el acto comunicativo. La poesía es vivida como una condición expresiva que permite ir a profundidad en las experiencias difíciles y dolorosas tanto como en las intelectualmente complejas. El poeta habla (o quiere hablar) en otro idioma, aunque sea el mismo lenguaje, pues esa variación significa un cambio de nivel. Vuelvo a la palabra Forastero del título: que viene de fuera o que está de paso, por eso ante el mundo que no es nuestro —y en ese sentido no nos entiende— el poeta habla con otro ritmo, otra cadencia, otro acento, busca ser aceptado. Mejor dicho, busca que su condición ajena, extraña, sea no tanto aceptada sino entendida. Esta actitud lo hace hablar de cara a la comunidad, de cara a los otros, familia, contexto, país, época en la que para decir lo que quiere decir tiene que ser forastero, venir de fuera, estar de paso. Por eso con el tiempo y los libros Campos deja atrás un afán paisajístico y culturalista para situarse más en su zona inmediata, en su soledad inmediata. El dominio de sus medios (que es también dominio de su oficio) se desarrolla al mismo tiempo que la desconfianza en esos medios, y después la certeza de que el canto no es atendido ni escuchado, y ante eso no importa si es el poeta el que no sabe cantar o el mundo quien no atiende a su ruego. Porque sí, en efecto, es un ruego. La tristeza del optimista ante el mundo no es, como parece una paradoja, sino una consecuencia, es la tristeza sin límite del que cree, no del crédulo, sino del poeta. Y es que la fe en la poesía se manifiesta de otra manera, no como credulidad sino como confianza. Por eso el dolor en Campos no busca ser dramático, mucho menos melodramático, sino simplemente descriptivo, como en algunos de sus númenes tutelares como Rubén Bonifaz Nuño o, en otro sentido, como César Vallejo. Por eso también el humor entra con calzador en su poesía, pues el viaje es peregrinación y al peregrino le cuesta reír. Campos acuna esa condición expresiva del poema —¿cómo puede ser poesía algo que no se entiende?, se pregunta— en la cultura y en la geografía: los lugares son siempre fuente de sentido. Acuna su soledad en los fantasmas que han habitado y por tanto habitan esos lugares. Porque si el poeta cree, cree desde luego en los fantasmas, y sobre todo en los fantasmas poéticos.


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Por ejemplo, las mujeres. Y entre sus diferentes libros campos va sembrando poemas de amor como un hilo de una inevitable Ariadna que nos sirva para volver, en caso de que queramos volver. Nunca oigas, nos dice en algún momento, el no de una mujer, porque hay algo de fúnebre, de anuncio de la muerte. Y eso es la poesía: una manera de oír el no diciendo sí, diciendo quién sabe, diciendo otro día, diciendo tal vez…, pero si como nos dice también en cierto momento, se escribe contra toda inocencia, eso sólo se puede hacer desde la inocencia misma. Por eso cuando el poeta siente que no lo escuchan se vuelve (y revuelve) contra la cultura, desconfía de ella (pero no de ellas) y le planta cara. Su rabia, sin duda presente en ciertos momentos, no se deja llevar por el resentimiento y eso le da un nuevo sentido, cuando su poesía cambia un poco de signo y la celebración deviene primero nostalgia y luego melancolía. Y el amor empieza a dejar su lugar a la presencia de la muerte. Los amigos que se van, las mujeres que lo dejan, los lugares que se nublan y se vuelven evasivos comienzan a pasar factura, no por su acumulación —un poeta como Campos es siempre el que canta la calidad de lo único— sino por su ausencia. Él nunca está de regreso de la vida, va permanentemente hacia ella. Si la modernidad nos ha enseñado que el paraíso fue siempre un paraíso perdido, y que la fascinación que provoca viene de su condición perdida y no de la paradisiaca, Campos no es un escritor moderno, afortunadamente. Creo, por ejemplo, que así hay que entender su labor como difusor de la cultura. Editor generoso, obstinado organizador de encuentros y festivales literarios, periodista que da voz a sus colegas y ensayista que sabe hacer de la historia un acto del presente —véase su lectura de Manuel Acuña o sus trabajos sobre López Velarde—, narrador lo mismo de súbitas ambiciones que de transparencias perfectas, traductor proteico capaz de medírsele a Rimbaud, Campos tiene la inteligencia y la seguridad en sí mismo que le da su sentirse poeta. Cada una de las facetas descritas líneas arriba podría merecer un ensayo aparte, pero si ahora me he ceñido a su faceta como poeta es en buena medida para corresponder a ese eje del sentido que él ve en la poiésis no de lo escrito sino de lo vivido. La presencia de lo femenino y/o de lo amoroso es evidente que se nutre por igual de Acuña y de López Velarde, dos manantiales

diferentes de lo amoroso, así estén signados por el abandono. El tercer vértice del triángulo lo constituye Bonifaz Nuño, pero la poesía de Campos no se parece a ninguno de los tres, y si acaso se sitúa antes de nuestro poco apreciado romanticismo. En su trabajo crítico Campos muestra un gran interés por la tradición mexicana, en definirse ante ella, y lo que consigue curiosamente es permanecer no ajeno, desde luego, pero sí extraño —otra vez el forastero en su tierra—, con una extrañeza que yo traduciría como una anterioridad, es decir, no una prehistoria pero sí un pasado mítico. Campos no es barroco, no es vanguardista, no es cerebral ni formalista e incluso su referencialidad culturalista no está cifrada. Aspira a la transparencia y si no la consigue es porque en cierto sentido la transparencia es imposible. Sí, desde luego, Campos ha sido mi editor en varias ocasiones, mi amigo a lo largo de varias décadas y yo el lector atento de sus libros, siempre compartiendo la convicción de ese sentido. Las palabras que aquí escribo son, sí celebración de la amistad, pero sobre todo de la poesía, de su poesía. El desencanto que a veces la invade no se debe a que haya perdido la fe en ella sino la consecuencia natural del mismo hecho de creer. Para aquellos que la palabra representa una función vital el desencanto no deviene nunca negación. Campos permanece ligado hasta sus poemas más recientes a esa fe en la poesía. Frente a los fuegos de artificio que nos pueden deslumbrar hay en sus textos una serenidad reencontrada. ¿Reencontrada por quién? Por la poesía en sí misma, aún si no se cree en ella como un ente autónomo (yo soy de los que sí), reencontrada por el poeta como punto de apoyo desde el cual se relaciona con el mundo, y reencontrada por el lector, tan cansado a veces de malabarismos verbales. Los poemas son entonces como páginas de un diario retrospectivo o desfasado: los días no pasan o, al menos no se olvidan, regresan de pronto a la página sin más razón que su ser días, su suceder temporal. Escritura que no se desprende de su condición vivida y que se vive como función vital. Se escribe si realmente se escribe, para el otro que es uno mismo. Otra vez Rimbaud: no es lo mismo ser que es que soy, aunque siempre, en los tres casos, se trata ser otro, los otros. ¿Esa otredad encarna en el lector? Es probable pero no comprobable. Nuevamente: es pura fe. Ya sabemos que sólo aquel que cree es capaz de descreer, el que no cree desconfía, pero no descree y Campos es un poeta que cree incluso en los momentos más difíciles, al constatar la soledad y el desasosiego. El forastero en la tierra se cierra con una amarga pregunta «¿Valió la pena?» A pesar del regusto ácido la respuesta es sí, la da el poeta tal vez sin querer y la da el lector con absoluta certeza. Por eso el uso del plural en la palabra lector es siempre equivocado: el lector es siempre uno aunque sea multitud y su nombre sea legión. Lo que es curioso es que aun cuando la pregunta tiene algo de teatral la aceptamos como sincera, pues el poeta se pregunta sobre el valor de la poesía no ante su inminente sacrificio sino ante la madurez del poeta como anticipo de la muerte pero como fruto de la vida. Contra el poeta adánico, o su perversión en el poeta niño, Campos erige la figura del poeta maduro, no del poeta mayor (el uso de la palabra es diferente, pues cuando se queja, por ejemplo de arrastrar —él dice conducir pero yo cambio la palabra deliberadamente)— el carro de los grandes, no se refiere a los viejos, pues es evidente que no hay grandes, este o aquel, sino grandeza, grandeza a la altura de la cual sólo está la poesía, no los poetas. José María Espinasa. Editor, poeta y crítico literario. Su libro más reciente es Al sesgo de su vuelo.


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Marco Antonio Campos J o s é Á n g e l L e y va Desde sus primeros versos, escritos a fines de los años sesenta y publicados en 1970, el poeta Campos da la nota en ese tenor de lo que sentencia Ernesto Mejía Sánchez, 1978, en el prólogo de uno sus primero libros: «MAC es un poeta —ya es bastante—; pero también un poeta culto, lo que es más peligroso y menos poético, según algunos asnos con letras, que lo quisieran intonso, zafio, y tocando toda lira por casualidad […] Este muchacho quiere sufrir y lo conseguirá. No hay remedio contra esas cosas; es la inminencia de la catástrofe». Marco es un poeta mexicano consciente de que no hay más lucidez de identidad y pertenencia que valorando el ancho mundo. Su poesía es un tránsito perpetuo, un canto de nostalgia por lo que fue o por lo que pudo ser, una declaración desde la infancia para saber que no hay más patria que el poema, más hogar que la palabra. Es cierto, la poesía de Marco Antonio Campos se hace visible, se advierte con claridad entre la jungla de las letras, sus aportes a la cultura mexicana también, porque esos sí crecen con el tiempo. Es difícil señalar qué hace mejor Campos en su universo creativo y como personaje de la cultura mexicana: poeta, ensayista, cronista, narrador, traductor, antólogo, editor, promotor cultural y director del ya longevo encuentro Poetas del Mundo Latino, entrevistador, columnista. Siempre busca estar en la primera fila y responder a la primera llamada. Pertenece a una tradición de polígrafos en nuestro país cuyos referentes se remontan al Virreinato, en sabios como Carlos de Sigüenza y Góngora, primer novelista de México y quizá de la América hispana, astrónomo, cronista y ensayista brillante que fuera uno de los interlocutores de Sor Juan Inés de la Cruz. Pero Marco Antonio, a diferencia de muchos de nuestros

intelectuales no ha pretendido el poder, no ha mostrado ambiciones de convertirse en el tlatoani de la vida intelectual, como lo fueron Alfonso Reyes y Octavio Paz; como lo pretenden todavía algunos de nuestros actores culturales, que rondan en capillas y círculos anhelantes de reconocimientos y el control de las políticas culturales, de sus beneficios. Campos participa y se disuelve en la dinámica literaria y editorial de las nuevas generaciones. Observa y se involucra en las polémicas cotidianas, pero sin imponer su juicio o sus preferencias estilísticas. Mi vida ha sido en las universidades. Nunca he desempeñado cargos públicos en el Estado. Desde 1968 me prometí nunca trabajar para el Estado mientras estuviera el pri en el gobierno, y me enorgullece haberlo cumplido. Tampoco he desempeñado puestos de «mucha relevancia». Lo más alto que he estado es como Director de Literatura de Difusión Cultural y Coordinador del Programa Editorial de la Coordinación de Humanidades de la unam, puestos, por lo demás, donde estuve muy contento. Como profesor, como investigador, como difusor de la cultura, la universidad te da libertad y tiempo: libertad para opinar y tiempo para vivir y escribir.1

Marco Antonio es ante todo poeta y lucha por ser reconocido como tal. Su voz se apega más a la tradición y a una sentimentalidad más próxima al romanticismo que a las vanguardias, más a la necesidad de comunicar que de expresar, más al canto que a la forma, más a la claridad 1 José Ángel Leyva (coordinador y entrevistador), Versos comunicantes II (Poetas entrevistan a poetas iberoamericanos), alforja/ uam, México, 2005, pág. 329.


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que al hermetismo o a la experimentación, más biográfico que abstracto. Georg Trakl y López Velarde pueden ser dos faros en sus poéticas y en sus paradigmas existenciales, estéticos, como también lo son Hölderlin o Baudelaire, Rubén Bonifaz Nuño o Jaime Sabines; Ungaretti o Carlos Drummond de Andrade. Su poesía gira en torno al sentimiento de la insuficiencia, de la imposibilidad, a la manera de un viaje incesante que no culmina sino en el recuerdo de lo que pudo ser, de lo que fue, de lo que no será. La historia transita con sus episodios en la vivencia cruda del poeta que se advierte y se asume, se quiere, en un viaje inacabado. Como el Virgilio de Hermann Broch, vuelve a sí cada vez que atestigua y constata que la realidad y el hombre, la humanidad, no están a la altura de la poesía y la literatura, no obstante que la conciencia, el ser humano es lenguaje. La palabra redime al hombre y lo condena a la vez. Cuando El Equilibrista publicó la trilogía de Francisco Hernández, Moneda de tres caras, este me confesaba en una entrevista que su libro-poema sobre George Trackl se lo debía a Marco Antonio Campos, a quien yo sólo conocía por sus escritos en el unomásuno y por algunos de sus poemas. Además de haberlo visitado una ocasión en sus oficinas del Periódico de poesía, pues yo trabajaba en una de las revistas de conacyt, que se hallaba ubicado donde ahora es el edificio de Universum, allí en cu. Mi timidez entonces contrastaba con su extroversión y una charla estridente o estridentista, con Evodio Escalante, a quien yo había acompañado. Cada chispazo de sarcasmo, imposible de comprender para un testigo ajeno al mundo de ellos, era celebrado por Marco Antonio con golpes de puño sobre la palma de su mano. Esa fue la primera vez que lo conocí de forma anónima. La segunda ocasión fue en una librería y cafetería. Acababa de regresar de una larga estancia en Austria. Allí sólo atestigüé su crónica de viaje. No recuerdo ahora cuándo en realidad comenzó la amistad entre Marco y yo. Tal vez no tuvo principio y por lo mismo espero que no tenga final. Los diálogos con Marco han fluido como canicas: locas y certeras, alegres y sonantes. Nos une la irreverencia y la fidelidad a los amigos, una idea amplia y precisa de la dignidad y la justicia, pero sobre todo un culto por la gratitud. La belleza de Colombia y las colombianas, amigos comunes como Juan Manuel Roca, Santiago Mutis, Samuel Vásquez. El vallenato es para Marco Antonio la versión caribe del tango. Con Marco el humor define a nuestros amigos comunes, tan afanosos como antisolemnes. Ahora nos une la pena de perder a uno de los más

queridos y admirados, Juan Gelman, y no hacía mucho al querido Antonio Cisneros, a quien visitamos a pocos meses de su muerte en su natal Lima, y en la misma ocasión coincidimos con el entrañable Lêdo Ivo. Pero a Campos le ha tocado despedir en los últimos años a sus viejos compañeros de letras: Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño, Tomás Segovia, Alejandro Aura, Antonio Cisneros. Solitario, rema bajo el temporal y no se afilia a grupos, logias, cofradías, tribus, hace de su individualidad una estrategia colectiva. Una amiga poeta me decía, hace un par de años: «Cómo ha crecido la obra poética de Marco Antonio Campos». Quedé en silencio, extrañado ante el comentario y luego me pregunté a solas: «Una obra escrita en el pasado ¿crece o comienza a ser leída?» Es paradójica esa ignorancia del poeta y su obra en un promotor cultural y literario como Campos. Pero es comprensible cuando la vocación del organizador y orquestador es cederles el escenario a los demás actores, hablar de ellos y sus obras, sin la falsa modestia de quien sabe que su trabajo literario se cocina aparte. ¿Habrá otros escritores que además de promoverse y cultivarse a sí mismos revelen y enseñen la importancia del Marco Antonio autor? No es tarea fácil la revisión de la obra literaria y poética de un polígrafo como Marco Antonio Campos, pero existe la necesidad de colocarlo en su perspectiva lírica y en la de la historia literaria de México y América Latina, y no sólo, pues gracias a él, por su labor editorial, periodística, de traducción y de promoción cultural conocemos autores de otras lenguas y otras culturas. Mundo Latino tiene más de veinte años de convocar poetas de lenguas romances. Un fuelle que se abre y se cierra para brindar aliento renovado a la poesía local y para dar a conocer al mundo la fuerza intelectual y creativa de un país como México. Marco es un protagonista de esos flujos y reflujos culturales, pero también es un testigo que da testimonios sobre cada circunstancia, personaje, memoria, debate en el diario acontecer de nuestra vida nacional. Sus crónicas, sus entrevistas, sus ensayos exigen una atención atenta y aguda para desentrañar la energía y las causas que las motivan. Pero insisto, Marco Antonio es de madera romántica, de corte clásico, la soledad y el viaje lo empujan hacia dentro y todo es insuficiente, apunta hacia la imposibilidad baudelariana, terrenal del albatros, y entonces resuenan una vez más las palabras de Mejía Sánchez refiriéndose al joven Campos: «Este muchacho quiere sufrir y lo conseguirá. No hay remedio contra esas cosas; es la inminencia de la catástrofe». Claro, esa catástrofe que lleva hacia el poema, no hacia el arte de vivir.

José Ángel Leyva. Poeta, narrador, ensayista, editor y promotor cultural. Director de la revista de poesía La Otra. Su libro más reciente es Destiempo.


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Seamus Heaney Traducción de Óscar Paúl Castro

El subterráneo Corríamos envueltos por la bóveda del túnel, tú ibas adelante, llevabas puesto tu abrigo bueno, y yo, como un ágil dios, casi lograba darte alcance cuando repentinamente viraste al advertir una brizna de hierba O alguna una blanca flor recién nacida, jaspeada de rojo, tu abrigo se plegó con violencia y uno tras otro se desprendieron los botones, marcando el camino que va del Subterráneo al Albert Hall. Era nuestra luna de miel, pasamos el día vagando y se nos hizo tarde para el concierto de los Proms, el eco de nuestros pasos aún muere en ese corredor; por eso ahora vuelvo, como Hansel bajo la luz de la luna desandando el camino de piedras, recogiendo botón tras botón Hasta llegar a esta fría estación iluminada con luz artificial de la que ya han partido todos los trenes, las desnudas vías —como mi ser— están tensas y empapadas, toda mi atención concentrada en el eco de tus pasos tras de mí, la maldición caerá sobre nosotros si miro atrás.

The underground There we were in the vaulted tunnel running, you in your going-away coat speeding ahead and me, me then like a fleet god gaining upon you before you turned to a reed Or some new white flower japped with crimson as the coat flapped wild and button after button sprang off and fell in a trail between the Underground and the Albert Hall. Honeymooning, mooning around, late for the Proms, our echoes die in that corridor and now I come as Hansel came on the moonlit stones retracing the path back, lifting the buttons

Seamus Heaney (1939-2013). Escritor y profesor irlandés. Entre 1989 y 1994 fue catedrático de poesía en la Universidad de Oxford, Inglaterra. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1995. Algunos de sus libros de poemas son Puerta a las tinieblas, Huyendo del invierno, Trabajo de campo, Isola stazione, La linterna del espino, Viendo cosas, El nivel espiritual, Luz eléctrica. Óscar Paúl Castro. Poeta y traductor. Es coautor de los libros de poesía Antes de los veinte, Los límites acordados, La luz que va dando nombre y La permanencia del relámpago. Mantiene la página de Internet tradiuttore. wordpress.com.

To end up in a draughty lamplit station after the trains have gone, the wet track bared and tensed as I am, all attention for your step following and damned if I look back.

NOTA. En el número anterior de Timonel (página 13) se publicó el poema «Policromo Coração do Horto, de João Rios, y por error la traducción al español fue atribuida a René Higuera, cuando en realidad corresponde a João Sardinha. Una disculpa al autor del poema, al traductor, al poeta René Higuera y a nuestros lectores.


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E . J. A n t o n i o Traducción de Rosabel Salazar

Mambo Lento

Ballad Mambo

Está demasiado débil para mover sus caderas sus pies añoran la libertad de los fogosos días bailando mambo entre cigarrillos y cervezas provistos por la vinatería del piso debajo de la sala de baile

She is too frail to move her hips / feet remember her free in her sultry days dancing mambo pass cigarettes and beer offered by the bodega one floor below the social club she struts the heels must click low cut tops / thigh high split skirts must fit just so she caught the same man in all his different skins with her heavily lined eyes fake eyelashes glued on saturday evenings in darkness she sits by the window her shoulders practice the gentle back and forth roll of a woman who knows big gestures gain nothing but spectacle small ones sparkle to garner the prize she imagines / traces the tickle of her hem’s slight swish against her skin / the soft shift of his hip yields her into his gentle but firm lead above the street noise of sirens she hears in the shifting gear of her wheelchair one / two – three five / six – seven one / two – three – five / six – seven when she moves toward her widowed bed the wheels turn click the romance the rhythm of mambo.

Inspirada por Warren Smith

Se contoneaba de los talones al atrevido escote en minifaldas ajustadas con aberturas en los costados en las que apenas cabía para conquistar siempre al mismo hombre con sus diferentes pieles los ojos delineados dramáticamente y puestas las pestañas postizas Las noches de sábado sentada junto a la ventana en penumbras se mueven sus hombros con el suave vaivén de la mujer que sabe que los aspavientos sólo sirven para dar espectáculo que son los pequeños gestos los que ayudan a llevarse el premio Siente el cosquilleo del sutil roce del dobladillo sobre su piel el suave movimiento de las caderas masculinas presionándola con gentileza sobre su firme dureza Por encima del ruido de sirenas en la calle escucha en el chasquido del cambio de marchas de su silla de ruedas uno dos —tres cinco seis— siete uno dos —tres cinco seis— siete Cuando se dirige hacia su cama de viuda las ruedas encienden el romance del ritmo del mambo.

Inspired by Warren Smith

Rosabel Salazar. Ensayista y traductora. Doctora en lingüística por la Universidad Pompeu Fabra. E.J. Antonio. Poeta neoyorquina. Ha publicado en periódicos y revistas como African Voices Literary Magazine, Amistad Literary Journal, Terra Incognita, Black Renaissance/Renaissance Noire, Mobius: The Poetry Magazine. Su trabajo aparece en www. thedrunkenboat.com, poetz.com, y roguescholars.com


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Víctor Luna Shelley Tantas mañanas sin esperanza flotan en sus ojos, marinero del naufragio más terrible, el poeta se aferra a las palabras como a tablas de salvación en un mar tempestuoso. No hay isla que sirva de hogar para este Crusoe siempre a la deriva. Y en ese oscuro y terrible mar, a lo lejos sólo se divisan otros náufragos luchando con sus desamparados maderos. Ah, la tristeza de saberse perdido. Tanto soñar con abrir las puertas del mar.

Rubén Rivera Dios pasa a un lado de mí Lo maravilloso de Dios está en la calle. Abre bien los ojos para verlo. Duerme tapado con cartones bajo los bancos, los centros comerciales y junto a las iglesias. Camina por las aceras y es víctima de robo, golpeado y asesinado. Sí, abre bien los ojos para mirarlo bien. Golletea cerveza, lava carros, bolea zapatos, vende chicles, se emborracha y baila con las putas. Sí, míralo bien: pide limosna, come de la basura, le falta un brazo, un ojo, una pierna y le sonríe al cielo. Abre bien los ojos para que veas lo maravilloso que es Dios. Pasa a tu lado. Rubén Rivera. Poeta y fotógrafo. Recientemente coordinó el libro Juguetero de versos.

Trakl

Hermana oscura que cuidas su delirio, no lo abandones a la potencias del aire. En tanta noche, el poeta está desamparado. El viento de Dios lleva una plegaria hecha de tus propias lágrimas. Aquel niño azul que en tus sueños señalaba la encrucijada, duerme bajo el lago junto al perro que guarda la entrada del castillo. Y si acaso volteas, al regresar del infierno, recuerda que ningún amuleto sirve contra el olvido.

Víctor Luna. Narrador y poeta. Su libro más reciente es Canción de juventud. Antología poética de Gilberto Owen.


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Fulgor del regreso y la danza que no termina

Nadia Contreras La poesía de Rubén Rivera (Guasave, Sinaloa, 1962) es ventana abierta al corazón de la naturaleza y del ser. Alejados, uno del otro, los poemas de Fulgor del regreso (Instituto Sinaloense de Cultura, colección: La biblioteca de Babel, 2012), los une y los vuelve limpios y cargados de energía. Sin estancias que distraigan el fluir de la lectura e inspirados en el pueblo rarámuri («tarahumara» en su denominación castellana), los poemas que integran este libro son viento (relacionado con la danza), Sol (en determinados momento el poeta lo compara con el fuego), tierra y luna. Ejes fundamentales en los que el poeta insistirá para encontrarse. 1. El viento (aire) que danza La metáfora es un rarámuri que se vuelve libélula. El poeta ve en él la transfiguración, asciende como también las cosas del mundo en boca de quien hace la poesía. Y el cielo se agita movido por el viento y sus connotaciones. Veamos algunos ejemplos: Estos vientos rojos en la inmensidad Brota del viento una flor/ Una luciérnaga/ Una águila solar El viento anticipará la lluvia y, por ello, su importancia es fundamental. Rubén Rivera lo pone de manifiesto. De esa lluvia tan escasa depende la continuación del rito y no será el clamor como la semilla en tierra muerta. La semilla brotará de la nube y volará los astros. 2. Sol padre El sol es padre como el fuego origen que despunta la mañana a la hora del bautizo de los niños. El sol se adhiere a su propio instinto y es advenimiento de la luz en las águilas ciegas. Jamás será olvidado, le ofrecen respeto y la naturaleza misma lo venera. El poeta adjetiva su presencia: Padre principio Lo presentido se colma con el verbo Fulgor Comunión de brisas con pájaros de escarcha 3. Tierra raíz La tierra va unida al cielo. El mundo es dual, opuestos se complementan. Sobre la tierra, el rarámuri camina con pies ligeros; el poeta, en cambio, la toma entre sus manos y la vuelve poesía. Las personas fueron sembradas y nacieron como plantas, la tierra (corazón del poeta), es raíz; germina en cantos, plumas, pañuelos, flautas y tambores. La tierra dará frutos, abrirá el verbo: Se abre el verbo La esfera La llama 4. Luna madre Junto con el Padre sol, identificado con el Dios padre, la luna, la madre, la virgen María de los católicos, fecunda la sombra y cubre con su manto. Es la memoria, el grillo de la luz, el recuer-

do de que todos son iguales, nadie debe arrodillarse ante nadie, todos son hermanos. La luna, en la pluma de quien escribe es herida, el eclipse se cierra en la plegaria: Herida lunar

Conmoción de flores Comunión en los vientos de pájaros Comunión de las radiantes cumbres

Reflexiones finales Fulgor del regreso es un poemario que a partir del acercamiento a esta cultura, su relación equilibrada con la naturaleza, nos invita a volver la cara a lo que somos, hombres que en la montaña muerta de la ambición somos arañas muertas. A diferencia de los rarámuri, anclados en una cuarta parte del territorio en el suroeste del estado de Chihuahua, el hombre de hoy, el de siempre, intenta comprar el cielo con dinero y mide el trabajo por día. Allá, en las partes más altas de la Sierra Madre Occidental, el hombre verdadero (su corazón es uno solo con el entorno) canta a la montaña y se levanta firme hacia los astros. Este es el gran aporte de Rubén Rivera, que en palabras de Jorge Esquinca, escribe poemas que quedan resonando en nuestros oídos como los pasos preciosos de esa danza que nunca termina. Nadia Contreras. Escritora y poeta. Autora de Retratos de mujeres, Mar de cañaverales, Lo que queda de mí, Figuraciones, Poemas con sol, Cuando el cielo se derrumbe, Presencias, Caleidoscopio.

Como nube

Lucía Leyva Había sido su profesor. Lo distinguió a lo lejos, siempre le causaba congoja saludarlo. Le dedicaba un gesto o un buenos días, pero él sólo la miraba. No sabía si a través de sus lentes negros y su espesa barba había una respuesta. Lo vio tan delgado, encanecido como cubierto por una capa de ceniza en medio de ese espacio inmenso, donde se cruzaban tres veces siempre, extrañamente en la curva aromada por el eucalipto, mientras el ruido de sus pasos hacían crujir las hojas doradas que cubrían el piso. Esa mañana gris sintió la niebla como una nube de desamparo que se le rompía por dentro. Extrañada sintió las lágrimas, como si fueran de otra persona. No sabía por qué lloraba. Se habían visto muchos años atrás y había surgido una conexión que se diluyó antes de llegar a ninguna parte, aquella noche platicaban de la vida y de nada. La había acompañado hasta la casa de huéspedes. Ella sentía que flotaba, sin atreverse a más, gozando esa sensación de levedad. Ahora, envejecidos, doloridos, están listos para morir.

Lucía Leyva. Fotógrafa y promotora cultural.


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Ojosdetopo

Los plurales y singulares hermanos Coen José Antonio Monterrosas I. La conversación convulsiva e hilarante de los Coen «Dos hombres conversando son una multitud», recuerdo estas sobrias palabras del escritor mexicano Juan Rulfo cada vez que veo alguna película de los hermanos Coen. En este caso podríamos nutrirla y afirmar que dos cineastas escribiendo la misma película, es igual que un tumulto de personajes extravagantes, con voces compulsivas, que van brotando caóticamente de esas cabezas parlantes, para someterlos a historias de humor negro donde el dinero sucio, las escopetas tronantes, la ironía sin fin, los sueños que se confunden con «la realidad» y la música del viejo Bob Dylan, se mezclan para dar como resultado obras maestras de lo políticamente incorrecto. Tal como lo escuchamos decir a el Fino —un vago de grandes ligas que vive en Los Ángeles, California— en El gran Lebowski (1998), cuando tiene que cumplir con la sencilla tarea de entregar un portafolio repleto de dólares, con el cual podrán recuperar a Bunny, la hija del poderoso empresario Jeffrey Lebowski. Todo sale mal gracias a que su amigo, un gordo inmenso con quien juega boliche, lo acompaña a realizar ese trabajito, pero no siguen las instrucciones que los raptores piden, la terquedad de Walter en intentar quedarse con el dinero del rescate a ruina todo. «Te quiero» —le dice, con cierto conformismo, en algún momento el Fino a su amigo fanático de los bolos— «pero tienes que aceptar que eres un idiota». Alineados a situaciones que rayan en lo absurdo e inverosímil pero creíbles —es que la vida no es un filme pero cómo se parece—, los personajes de los Coen suelen llegar hasta las últimas consecuencias para obtener lo prometido; ya sea por recibir un fajo de billetes, por estar bajo la amenaza de algún mafioso, pero también por tener de vuelta alguna pertenencia que les fue quitada (como un tapete orinado en El gran Lebowski, un sombrero apostado en Miller’s Crossing, un disco compacto olvidado en Quémese después de leerse, etc.) o sencillamente porque tienen palabra y la cumplen.

Estos personajes fetichistas de los Coen, al final, salen bien librados después de una espiral de acciones viscerales e irreflexivas. Los golpes de suerte, los saltos al abismo, los encuentros con el azar como el destino, forman parte de los Obsessive/ Compulsive Coen Productions. Ii. Los dos lados de una misma moneda En esa «conversación» de los dos cineastas judío-estadounidenses para escribir sus películas, los personajes principales suelen ser pobres económicamente pero excéntricos, lo que los hace propensos a enriquecerse en experiencias poco comunes. Estas regularmente impulsadas por empresarios exitosos y pragmáticos —que también son extravagantes— que buscan que alguien haga el trabajo sucio o aparentemente insignificante. En algún sentido las películas de los Coen son versiones, reversiones y perversiones del Odiseo de Homero descrito en el poema «Itaca» de Constantino Kavafis: Ten siempre a Itaca en tu pensamiento. Llegar ahí es tu destino. Pero nunca apresures el viaje. Es preferible que dure años, que seas viejo cuando alcances la isla, rico con todo lo que has ganado en el camino.

En sus historias,el dinero es un factor detonante para iniciar algún viaje hacia el delirio, en la pantalla de cine; en Fargo(1996), Jerry, vendedor de autos, contrata a dos delincuentes para montar el secuestro de su esposa y así cobrar la herencia del suegro millonario; en El gran Lebowski (1998), una deuda por cobrar lleva erróneamente a el Fino, quien en realidad se llama igual que el opulento empresario Lebowski, por un camino abonado de incertidumbres; en Barton Fink (1991), el bloqueo creativo de un escritor de teatro, aplaudido en Broadway, es contratado


Ojosdetopo «Arruinan todo lo que tocan», se oye decir a un personaje de La balada de un hombre común (2013), los Coen son expertos en poner a dialogar/ contrastar/ irritar/ coincidir a los extremos; las clases altas y bajas de su país, Estados Unidos, por ejemplo, conviven en sus filmes para hacer corto circuito en sus historias. En Educando a Arizona (1987) Hi, un ladrón que se casa con una mujer policía, Ed, se roban un bebé porque ella es estéril y no pueden adoptar porque Hi ha estado varias veces en la cárcel, aunque —de nuevo los contrastes— Ed ha sido una policía reconocida y bien calificada. Hi y Ed, quienes han sido «en la biología y los prejuicios» conspirados «para dejarlos sin hijos», mirando la tele se enteran de que una tal Florence Arizona tuvo niños quintillizos. Ella es esposa de Nathan Arizona, el dueño de una cadena de muebles y artefactos para el baño líder en el suroeste de los Estados Unidos. «Aquellos que estén libres de culpa, arrojen la primera piedra», piensa el larguirucho Hi, interpretado por un joven Nicolas Cage.

en Hollywood para realizar un guión sobre lucha libre el cual será muy bien pagado, pero el éxito económico lo ha bloqueado. Dinero, dinero y más dinero… Una moneda que «ha estado viajando por 22 años» en Sin lugar para los débiles (2007) es la que decidirá la vida o la muerte de un anciano, dueño de una gasolinería. El psicópata, Anton Chigurh, echa al aire un centavo después de cargar combustible. Es la cara (la vida) y no la cruz (la muerte) la que sale en ese volado. El asesino «a sueldo», interpretado por Javier Bardem, que llega a inquietar al viejo, le dice: «No la ponga en su bolsillo, señor. Es una moneda de la suerte… En cualquier sitio menos en su bolsillo o se mezclará con las otras y se convertirá en una moneda cualquiera». El dinero como la libertad son dos temas que apasionan a este dueto de cineastas. ¿Pero qué es la libertad cuando sabemos que dos cabezas deciden el destino de sus creaciones, en apariencia con libre albedrío? Tal vez como expresa Rashi al inicio del filme Un hombre serio (2009): «recibe con humildad todo lo que te suceda». Iii. La tragedia y la comedia «La vida es una tragedia para aquellos que sienten, una comedia para los que conversan», sentencia el filósofo José Ortega y Gasset. La «conversación» entre hermanos, ya se advirtió, va construyendo a personajes ambiguos, podridos en la miseria — en todos sus sentidos— humana. Insertos en situaciones francamente surrealistas. Los Coen son como un dueto de médicos (ángel y demonio) que en el quirófano fílmico, cuando hunden la pluma como un bisturí en el papel que es como un cuerpo de un paciente en urgencias, ellos pueden estar riendo por algunos chistoretes que se cuentan uno a otro, sin sentir dolor o preocupación alguna por aquel. Es que tienen, dirían los psicólogos, sublimada la agresión.

Iv. Los plurales pero sin iguales hermanos Coen Esa primera idea sobre la «conversación» que llevo en la memoria cada vez que veo un filme del «director de dos cabezas» — como absurdamente definen a los Coen en Hollywood— tiene una lógica mucho más sencilla y práctica, ya que mientras uno se sienta frente a la computadora, el otro sostiene, abierto, el libro que adaptan. «Por eso necesitamos ser dos», explica Joel. A ratos podemos imaginar que hacen intercambio de funciones. La «multitud» de voces dialoga con otra «multitud» de voces que vienen de los autores que gustan leer, como los libros de su compatriota Cormac McCarthy u otros autores, aderezados por la música, el otro mundo inseparable de los Coen en su cine, si no ver su trabajo más reciente La balada de un hombre común (2013). Una piedra rodante absoluta. Joel Coen ya lo ha señalado en varias entrevistas, que cuando está escribiendo los guiones, junto con su hermano Ethan, piensa sobre qué sería interesante ver en la pantalla y es a partir de esto que los personajes comienzan a crecer. De esa «conversación», han nacido filmes absurdistas maravillosos como la comedia ¿Dónde estás, hermano? o Sangre fácil, el debut de los Coen en 1984, que es una película de cine negro y así más de quince filmes a lo largo de tres décadas. Son los hermanos Coen, representantes del cine independiente norteamericano. El otro lado de «la moneda» hollywoodense. La burlona pesadilla americana plagada de antihéroes. Véase al galán Brad Pitt en el ridículo papel del ejercitador mascador de chicle de un gimnasio en Quémese después de leerse (2008) o al elegante George Clooney como un tontuelo expresidiario con uniforme de rayas en ¿Dónde estás, hermano? (2000) o al excelente bailarín Justin Timberlake personificando a un cursi cantante en un club de los años sesenta, quien es adorado por las chicas fresitas que asisten a ese lugar en Balada de un hombre común (2013). Son los hermanos Joel y Ethan Coen, plurales pero singulares, singulares pero plurales.

José Antonio Monterrosas Figueiras. Es periodista cultural independiente y comunicólogo. Participa en la revista Replicante y edita la revista digital Cronotopo.

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En el tren de Rabat a Fez

Marc o A n t o ni o Campos A Jorge Valdés Díaz Vélez y a Amalia Bautista

Desde la ventana del tren veo el río y el río me aleja, se reduce, es humo Sauces de agua, eucaliptos con sed de sed, hileras de pinos para sombrear la altura Pueblo tras pueblo miro casas con formas que no tienen forma Vacas y asnos pastan en la llanura como si fuera la antepenúltima hierba ¿Por qué en el postremo año vuelven los amores idos como hojas caídas y marchitan almamente el corazón que duele? ¿Por qué, si en la cuaresma no hice caso, llevo la ceniza en la frente y el miércoles me sangra? ¿Por qué los trenes van por la vía férrea, —firme, directamente—, y nosotros sólo en el dédalo del adiós y nunca y no? ¿De qué sirvió actuar en el Teatro del Inmundo, si falseamos las máscaras, y sólo llegamos a los sitios porque debíamos llegar? Si no fuera esa vez, si no fuera aquel febrero del ´82, en aquel domingo del febrero doloroso, si entre Marta y María Jesús me hubiera destinado a Marta

(En el patio de las columnas y en jardines, en torno de los mausoleos de los reyes, familias y parejas y grupos de amigos hacen el paseo dominical) Cactus y árboles y arbustos parecen arañar y rasguñar el aire Colinas nómadas, colinas roídas, los cactus se han puesto sus coronas de púas En estaciones pequeñas, donde para el tren, los naranjos resplandecen (El mar azul, desde la Medina de Rabat, me hacía creer que los navíos a la distancia vivían inmóviles) Y sí. Y si repaso la vida son imágenes y fragmentos imposibles de unir Claro: hubo tiempos felices, claro, fui por décadas rabioso y fuerte, y claro, hubo partidas y regresos sin fin a la vera múltiple que el Mediterráneo dio Pero yo quería contarles otra historia Yo quería contarles de aquella joven del límite del 81 y del principio del 82, con la que esperé vivir una idea y las siguientes, y no fue, no fue así Ah la recuerdo: delgada, lúcida, ligeramente frívola y de rasgos tan perfectos que mi corazón ya no vio el mar Con el vuelo de las abejas la veía venir, y trístida la sangre repetía lo que perdí, lo que terriblemente perdí, porque el ayer, enemigo de sí mismo, porque el ayer sin mí mismo me hizo que su olvido fuera lo que no fui y mi recuerdo lo que no fue Y sin embargo Y sin embargo de Meknés a Fez el tren es puro vértigo Las hojas de los olivos bailan una leve danza que platea el aire Llega el tren a la estación Avispea de gente «Con los años, lo verás —decía mi padre—, uno acaba por sentirse como una valija en consigna que alguien olvidó recoger».


Publicaciones del isic Eldorado: evocación y mito en la narrativa de Inés Arredondo

Asunto de familia Bernardo ruiz Este asunto involucra tanto un interrogatorio a este vasto protagonista humano como un depredador altamente especializado, o como un hacedor de sueños y pesadillas: un interlocutor de fantasmas y aberraciones de la imaginación, la cuna de todos los miedos. Brenda Ríos

Nuevo álbum de zoología José Emilio Pacheco El bestiario, es decir el libro que reúne versos o poemas en prosa sobre animales, es una de las tradiciones ancestrales de la poesía. El antecedente más remoto que conocemos es el Physiologus que data de los primeros siglos de nuestra era. Nuevo álbum de zoología continúa esta línea y la trae hasta nuestro siglo xxi de frenética destrucción de la naturaleza y de especies en peligro, la humana en primer término.

Criaturas de la tinta alada

La desnudez de las palabras (antología poética) Norma Bazúa La presente antología pretende ser una muestra representativa del vasto universo poético bazuniano, que se cuenta por miles y miles de versos que conforman cientos y cientos de poemas que dan cuerpo a los doce libros publicados por la poeta y a los otros que permanecen inéditos. Habitada por la locura de la poesía, Norma Bazúa nunca dejaba de escribir. E. Yépiz

Entre sombras (relatos de suspenso y tiniebla)

Más allá del sol Glafira rocha Más allá del sol cumple una función esencial: crea un espacio de pensamiento y humor para filtrar la inevitable violencia cotidiana. David Olguín

El fantasma de Canterville

Poesía y conversación / Poesía y silencio. El oficio de ser poeta


Marc o A n tonio C a mpo s E duar d o li zalde Juan G e lm an Jo sé E milio Pache c o S t e fano S t ra zzab o sc o Juan Manue l Ro ca E milio C o c o Juan D omingo A rgüe ll e s Javie r Sicilia Ro g e lio Gue de a Gl e nn G allar d o Jorg e Bu s ta m an t e G arc í a Ro sabe l S ala zar Pabl o Mon toya A l í C al de rón Jo sé Mar í a Espinasa Jo sé Á ng e l L e y va Se a mu s He ane y Óscar Paúl C as t ro E . J. A n tonio Rubé n R i v e ra Víctor Luna Na dia C on t r e ras Luc í a L e y va Jo s é A n tonio Mon t e rro sas Figue iras


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