Letras adolescentes

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que conduce a Vierzon?, ¿en la mansión perdida?, ¿en un dominio misterioso? Estos son los nombres que él y Seurel le dan, los que universalmente ubican, en el Viejo Nancay, el lugar donde Agustín Meaulnes vive su «grave» o «extraña» aventura, pero él sabe que son meras denominaciones que encubren la verdad de su experiencia: «Un hombre que una vez entró de repente en el Paraíso, ¿cómo podría acomodarse después a la vida de todo el mundo? Lo que constituye la felicidad de los otros me pareció irrisorio». A diferencia del hombre de la especulación de Coleridge, que sueña que estuvo en el Paraíso y despierta con una flor en la mano como prueba de ello, Meaulnes entra despierto al Paraíso y la flor que lo prueba brota y perdura en su memoria, lo desespera, lo hace maduro y como Don Genaro (ese singular maestro brujo de los libros de Carlos Castaneda) siente que en el camino iniciático a Ixtlán él y a quienes se encuentra ya no son los mismos. Agustín Meaulnes, como un iluminado, le confiesa a Seurel que «ahora estoy persuadido de que, cuando descubrí la Mansión sin nombre, yo estaba a una altura, en un grado de perfección y de pureza que ya nunca volveré a alcanzar. En la muerte solamente, como te lo escribí un día, volveré otra vez a encontrar la belleza de aquel tiempo». Al menos Agustín Meaulnes no está completamente solo; su amigo Seurel es su alma afín, influido (o contaminado) por la experiencia de Meaulnes, por la fuerza expresiva con que la refiere. Gradualmente Seurel, puede decirse, también «entra en el Paraíso»: sus sentidos se van aguzando, la melancolía y la nostalgia lo acompañan y le enseñan otro modo de ver el mundo; contempla reposadamente la belleza de Ivonne de Galais, sus amables gestos y palabras; sabe que ya no es un joven provinciano más y no se envanece de ello. Sólo alguien «tocado» por la gracia de vivir, imbuido de sentido poético, puede hablar así: Habíamos llegado a este sitio por un dédalo de caminitos, a veces erizados de piedrecilla blanca, a veces llenos de sal; caminos que los manantiales transformaban en arroyos al llegar a las inmediaciones del río. Al pasar, las ramas de los groselleros silvestres nos agarraban por la manga. Y a veces estábamos sumergidos en la fresca oscuridad de los fondos de los barrancos, a veces al contrario, al interrumpirse los setos, nos bañaba la clara luz de todo el valle. A lo lejos, sobre la otra orilla, cuando nos acercamos, un hombre encaramado en las rocas, con un gesto lento, tendía cuerdas para peces. ¡Qué hermoso era todo, Dios mío!

François Seurel ya no es el muchacho emocionado con la aventura de su querido y admirado amigo, él también «recibe» la gracia; la recibe con suficiente aplomo para lograr que Ivonne de Galais y Agustín Meaulnes se reencuentren y consagren su amor. En adelante actúa con decisión para alcanzar cuantos fines relacionados con la extraña aventura se propone, sin ignorar la presencia Editorial Letralia

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