Greene robert maestria

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LA ALQUIMIA DEL CONOCIMIENTO Habiendo tenido una infancia precaria en Londres, todo indicaba que el destino de Michael Faraday (1791-1867) estaba sellado desde que nació: seguiría los pasos de su padre y sería herrero, o se dedicaría a cualquier otra ocupación manual. Sus opciones estaban severamente limitadas por sus circunstancias. Sus padres tenían diez hijos que mantener. Por motivos de enfermedad, el padre trabajaba de modo esporádico y la familia necesitaba ingresos adicionales. Los padres esperaban ansiosos que Faraday cumpliera doce años para que pudiese conseguir trabajo, así fuera sólo como aprendiz. Sin embargo, un rasgo distinguía a Faraday, y anunciaba problemas: poseía una mente demasiado activa, quizá impropia para una carrera que implicara sobre todo trabajo físico. Parte de su impaciencia mental se inspiraba en la peculiar religión a la que su familia pertenecía: la de la secta cristiana de los sandemanianos. Los adeptos de esta fe creían que la presencia de Dios se manifestaba en todos los seres vivos y fenómenos naturales. Si ellos estaban en diaria comunión con Dios y se mantenían lo más cerca posible de él, podían ver y sentir su presencia en todas partes. El joven Faraday estaba empapado de esta filosofía. Cuando no estaba haciendo diligencias y labores para su madre, vagaba por las calles del centro de Londres observando con suma intensidad el mundo que lo rodeaba. Le parecía que la naturaleza estaba llena de secretos, los que él quería ponderar y desentrañar. Puesto que había sido instruido acerca de la omnipresencia divina, todo le interesaba, y su curiosidad no tenía límite. Hacía un sinfín de preguntas a sus padres, o a quien fuera, sobre plantas, minerales o cualquier suceso aparentemente inexplicable de la naturaleza. Parecía estar ávido de conocimientos y sentirse frustrado por la falta de recursos para conseguirlos. Un día entró en una tienda en la que se encuadernaban y vendían libros. La vista de tantos volúmenes lustrosos en los estantes le asombró. Habiendo cursado estudios mínimos, sólo conocía un libro en su vida: la Biblia. Los sandemanianos creían que las Escrituras eran la viva encarnación de la voluntad del Señor y que contenían una parte de su presencia. Para Faraday, esto quería decir que las palabras impresas en la Biblia tenían un poder casi mágico. Imaginó, así, que cada uno de los ejemplares en esa librería abría diferentes mundos de conocimiento, una forma de magia en sí misma. El dueño del establecimiento, George Riebau, quedó inmediatamente fascinado por la reverencia del joven por sus libros. Nunca había conocido a alguien tan vehemente a tan corta edad. Lo animó a volver, y pronto Faraday frecuentaba la tienda. Para ayudar a la familia del chico, Riebau lo empleó como repartidor. Impresionado por su ética de trabajo, lo invitó a entrar en la librería como aprendiz de encuadernador. Faraday aceptó gustosamente y en 1805 inició su aprendizaje de siete años. En sus primeros meses de trabajo, rodeado de todos esos libros, el joven apenas si podía creer en su buena suerte: los libros nuevos eran mercancías raras en esos tiempos, artículos de lujo para la gente acomodada. Ni siquiera una biblioteca pública contenía lo que hallaba cabida en la librería de Riebau. Éste alentó a Faraday a leer lo que quisiera en su tiempo libre, y el chico respondió devorando casi todos los libros que pasaban por sus manos. Una noche leyó en una enciclopedia un pasaje sobre los descubrimientos más recientes en el campo de la electricidad y sintió que había encontrado su llamado en la vida. Aquél era un fenómeno invisible para el ojo, pero que podía revelarse y medirse mediante experimentos. El proceso de descubrir los secretos de la naturaleza por medio de experimentos le intrigó sobremanera. Le dio la impresión de que la ciencia era una búsqueda grandiosa para revelar los misterios de la


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