La Voz de Medina 120512

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SÁBADO - 12 DE MAYO DE 2012

◗ Publicación por entregas

LA VOZ DE MEDINA Y COMARCA

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TEXTOS

Publicación por entregas

Mi amigo, el señor Juan (Primera parte) Quinta entrega (V)

“¡Se cagó de miedo! . me decía - pero ¡de verdad, de verdad!; le estuvimos llamando cagón mucho tiempo”, y levantando el bastón se le ponía en el hombro a José sin dejar de reírse, mientras que con tono burlón decía algo que no entendí bien.

“Por qué, no se sabe hijo, pero este alguna contenta habrá cogido; ¡seguro!”, y dirigiéndose a él le espetó: “¿Crees que no me daba cuenta lo bien que vivías el año de la riada?; ¡eso José no salía de la guardería!; un poco granujilla si que has sido”. El viejo guarda se enfadó con el señor Juan porque éste no se callaba a pesar de que yo tratara de calmar los ánimos. “No tengo por que callarme - dijo con rabia - y además llevaba mucho tiempo con ganas de decírselo, porque cuando la cosa andaba mal de trabajo, y apretada, éste vivía bien, y no era solo del jornal; buenos conejos traía del campo, por los lazos y trampas que ponía; y otras cosas que me callo. Y sin embargo denunció a otro vecino que hacía lo mismo que él”.

Yo estaba asustado, pensaba que aquel no era mi Juan, que me le habían cambiado, pero salí de mi asombro cuando vi llegar a la señora María que, al escuchar las voces de su marido, venía deprisa con el mandil recogido. Y al observar que José se marchaba con el rabo entre las piernas, le gritó al señor Juan: “Has hecho bien Juan; ¡dale un palo!”. Entre algunos vecinos que acudieron al escuchar las voces, logramos poner orden y apaciguar la tormenta, pero el señor Juan se quedó cabreado por la rabia de no haberle dicho más cosas. “Fíjate lo malo que será - me dijo que tenía un cacho de huerto, poco más que esto - y con el bastón señalaba un cuadro grande - en el que tenía un melocotonero muy hermoso; y como estaba pegando al pueblo, don Luisillo el médico iba casi todos las tardes de paseo con su mujer hasta allí, y cuando estaban maduros cogía uno; pero la casualidad hizo que uno de los días le viera este ‘músico’”.

“¿Tú me vas a comer los melocotones?, pensaría, ¡mañana los cojo todos!”. Y el señor Juan se reía, haciéndome reír a mí sin saber por qué, pues su risa era contagiosa. “Al otro día - contaba el señor Juan ese tonto - y señalaba al guarda - que acera adelante se encaminaba a su casa, se fue al huerto para cortar los melocotones, pero con tan mala suerte, que estando subido en el melocotonero se partió una rama y se cayó al suelo; ¡que leche se dio!”.

Me contaba el señor Juan, que fue tan grande el golpe que recibió, que dos hombres que pasaban por allí, al verle tendido en el suelo se acercaron para auxiliarle, percatándose que estaba sin sentido. ¡”Oye!, que este no chulle ni bulle le decía el uno al otro - deberíamos de dar parte a la autoridad”.

Estando en ese dilema, decía el señor Juan, que José volvió en sí, pero al intentar agarrarle para ponerle en pié, apreciaron que se había roto un brazo, el cual sujetaron al cuerpo con unas sogas que tenía en la caseta; y así de esta guisa le llevaron a casa del médico.

“¡Precisamente a don Luisillo! - decía el señor Juan riéndose - que al verle con el brazo roto le preguntó si se había caído del árbol”.

“¡Si señor! - le respondió - porque los chicos me comían los melocotones”.

“A éste - me dijo el señor Juan y se refería al guarda - le va a pasar un día lo que al carterista, que le van a mondar a palos”, pero viendo que yo ponía cara extraña comprendió que no entendía lo que estaba diciendo y me explicó: “¡Mira!, durante las fiestas acudía mucha gente de la comarca, y abundaban los carteristas que venían para hacer su agosto; y uno de ellos, en un descuido, le bailó la cartera a uno de un pueblo, que al percatarse del hurto comenzó a gritar; ¡al ladrón, al ladrón!: el cual, viéndose perseguido, comenzó a correr por la calle de la Rúa adelante, pero sobre la mediación de la misma le dieron alcance, y dándole palos le llevaron hasta la puerta del Ayuntamiento, donde pretendían meterle dentro, para luego tirarle por el balcón”. Y señalando con el bastón en la dirección que había tomado José, explotó.

“A este le va a pasar algo parecido, porque no se ha portado bien en el pueblo”. Me quedé sorprendido; no conocía bien el genio del señor Juan puesto que durante todo el tiempo que hasta hoy habíamos dialogado no había sacado a relucir su temperamento a pesar de que algunas veces me había contado, con nombres y apellidos, todas las “cabronadas”, que según él que le habían hecho; “Pero no les guardo rencor”, decía mientras se echaba la gorra hacia delante y golpeaba el suelo con su bastón.

Se percató la señora María lo caliente que se había puesto el asunto, y con la voz un poco calmada se dirigió a una vecina: “Con lo tufiñas que es José habrá ido contando a su casa lo que haya querido, y como éste - y señalaba a su marido - no se calla ni debajo del agua, se puede liar una más gorda que el ajo de Valdestillas, que estaba frío y quemaba; yo le conozco bien, porque cuando se pone así no sabe si mata

Por Fracisco Gavilán Sánchez

o espanta, aunque ahora tiene razón, pero no se le puede dar”. Y dirigiéndose a mí, me insinuó que tratara de llevarle de allí, “porque a ti te respeta mucho”, me dijo.

A trancas y barrancas, y a pesar del alboroto, pude apartarle de la contienda y sacándole poco a poco del lugar de la trifulca fuimos a pasar por la puerta de la cantina de la Martina. Allí le pregunté si le apetecía un trago. Me miró algo extrañado, como queriéndome preguntar el por qué de aquello.

“Es para echar pelillos a la mar, señor Juan”, le dije, y viendo que no hacía ascos entramos en la cantina; pero apenas lo hicimos aquella mujer tan menuda, pero más lista que el hambre, le recriminó: “¡Te has puesto como una fiera de las que vinieron al circo, Juan!”. Yo creo que por la forma de decirlo no fue una regañina. Aquella señora lo hizo para quitar hierro al asunto y no trillar ciertas cosas en la era de la vida. El señor Juan cambió el tema de la conversación.

“¿Te acuerdas Martina, cuántas fieras traían?”, y dirigiéndose a mi me contó que un año vino al pueblo un circo muy grande.

“Tan grande - me dijo - que casi no cogía en la plaza. No te puedes hacer idea la cantidad de personal que traían para montarle; ¿te figuras una plaza tan grande llena de circo?; ¡mira!, eran tantas las fieras que traían que las jaulas las tuvieron que poner en la calle San Francisco, y los otros animales, que eran también muchos, junto con los enormes carromatos, les tuvieron que acomodar en la plazuela del Sol; ¡era enorme!; se llamaba Circo Krone, y era alemán.”

La señora Martina puso un vaso de vino que tenía refrescando en el pozo y enseguida, como mujer y cantinera, conocedora de noticias y chismes, sacó a relucir un tema relacionado con una vecina que ambos conocían.

“Hace dos meses que la Damiana y su familia se marcharon del barrio y se fueron a vivir a la calle de la Plata. Dicen que la hija que se fue a Madrid la está mandando mucho dinero; yo me encontré con ella el otro día, y fíjate, Juan, si ha cambiado, que apenas me quiso hablar; pero ya la dije yo, no te pongas así mujer, que a las putas y a los toreros a la vejez los espero”. El señor Juan se echó a reír por la ocurrencia. Y por las ganas de enterarse de la respuesta la preguntó:

“¿Y qué te dijo?”; pero no pudo contestar porque en ese momento entraban en la cantina más clientes que al parecer no eran de la misma confianza que el señor Juan, por lo que, acariciándole la mano en el momento de dejar el vaso en el mostra-

dor, le indicó que al día siguiente se lo contaría, pero sin poderse contener, y torciendo los labios en señal de rabia, le dijo: “¡Ya te contaré Juan!”.

EL SEÑOR AGAPITO Viendo que no había posibilidad de enterarnos del final de aquello, salimos de la cantina, y una vez en la calle escuchamos una potente voz que pregonaba su oficio: ¡El paragüero!, ¡se arreglan pucheros y cazuelas de porcelana!”.

“¡Hombre! - me dijo el señor Juan - ahí viene mi amigo Agapito”.

Me contó que su amigo Agapito, “el paragüero”, como se le conocía en el pueblo, había nacido en Peñafiel. Era una de esas personas que por azares de la vida vinieron al pueblo, bebieron agua de los caños de la plaza, escucharon el Címbalo y se quedó a vivir en el pueblo. Esa frase la decía el señor Juan cada vez que un “foraino” se empadronaba en el pueblo. Su profesión, como la de la mayoría, era la de jornalero, pero cuando fallaba el trabajo se dedicaba a tapar las piteras que se hacían en los cacharros de cocina que las mujeres tanto utilizaban en las casas, ya que por entonces, a veces, no llegaba para poder comprarlos nuevos, y además, porque la pitera que tapaba el señor Agapito no volvía a perder, ni agua, ni cosa alguna que se echara para su guiso; por eso era tan popular en el pueblo. “Es una persona muy honrada”, me decía el señor Juan.

Se le podía ver a diario con un cajón de madera, colgado del hombro con una correa, y entrelazados a ella dos o tres paraguas que la clientela le había entregado para su arreglo; con este bagaje recorría a diario las calles del pueblo pregonando sus servicios. Vivió en la calle del Arrabal de Avila, en una casa pequeña que él y su mujer construyeron en un terreno que Carlos Iñigo les dejó en una huerta que este poseía; la cual era tan grande, que la parte trasera de la misma llegaba hasta la calle de los Carabineros. Me dijo que en aquella pequeña casa nacieron parte de los más de veinte hijos que tuvo aquel matrimonio, porque la otra parte de ellos nació en el barrio de las Latas, hasta el año de 1956, que hizo el viaje largo.

“Hicieron los adobes para construirla entre él y su mujer”, decía el señor JuanY me contó que una vez que les habían colocado, como si de ladrillos se tratara, observaron que de noche se veía la luna a través de las tablas de ripia que tenían puestas en el tejado, y que para poder rematar éste cambió por tejas una cerda grande que tenía. A uno de sus hijos, le llamaban “Campero”; y le pusieron este apodo porque nació en el campo un día que su madre, como casi todo el verano, salió al campo a “espigar” para criar unos conejos.


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