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LA VOZ de Mazarrón
CULTURA
Hasta el 1 de septiembre de 2001
Veleros de madera por Juan Manuel Alesson Dedicado a A.G.LL., y a todo el resto de la endiablada tripulación En La Oda Marítima, de Fernando Pessoa, hay un verso que te gusta repetir. Y que apenas es conocido. Cuando el poeta exclama: ¡Qué raros van haciéndose, ay de mí, los veleros en el mar! ¡En cuántas conversaciones no lo habrás recordado! Mientras hablabais de una salida al mar; o de cierto velero entrando a toda vela — ¡las velas brillaban con el sol!— en alguna bahía lejana, o de un viaje tempestuoso, o sencillamente, porque acaso fuera aquella una historia memorable. Pero siempre haciendo referencia —y esto es lo que cuenta— a los veleros de madera. Porque nada había en el mar que pudiera comparárseles. Con el paso de los años, quizá hayas perdido interés por los barcos, y ahora te fijas más en esa belleza del mar. Probablemente, hayas recorrido un camino inverso al que siguieron tus antepasados marinos. Y al releer hoy los viejos libros, adviertes una fidelidad a aquellos barcos que ya es casi imposible preservar. No se ama lo que no tiene vida. Y cada barco de madera, y no hay dos que se parezcan, posee una identidad, un carácter propio, y una particular manera de comportarse que lo convierte en un ser único. Ese halo de romanticismo; una pincelada de novelesco.
Todo está en ese espejo del mar del que hablaba Conrad. Los hombres de antes se enamoraban de aquello que los hacía diferentes. Cuidaban y mimaban sus veleros, conscientes de lo que les debían. Y empeñaban su honor, para defenderlo hasta con la vida, en un afán por demostrar que su barco era mejor, o tan bueno como el mejor. Había una parte —o todo— de ellos mismos en esa soberbia belleza errante, que era como una prolongación de su personalidad. Y se sabían conscientes de que algo de su espíritu les había sido arrebatado por la belleza del velero donde navegaban. Entre los marinos ingleses aún existe un viejo dicho. Allí hablan de si ese barco «pasará» o «no pasará». Vendría a ser el equivalente de lo que nosotros llamamos «un barco marinero». ¿Llamamos.. ? O llamábamos. Porque casi nadie habla ahora de las virtudes y los defectos de su barco. Hoy se comentan otras zafiedades raramente afines, y que siempre acaban por traducirse a una cantidad de dinero. Conozco a un fenicio que cambia de barco como de coche. No siendo profesional del asunto, su afición lo lleva comerciar con ellos como si fuesen ladrillos. Sin afecto ningu-
no, fríamente, pasa la mirada por el pantalán del puerto haciéndose notar; y dando consejos a todo el mundo. Porque todo lo ha visto, lo sabe, lo ha vivido y, lo que es peor, siente una necesidad insaciable de contarlo. Pero, cuando te lo encuentras, nunca, por mucha fantasía que le pongas, sientes que estás hablando con un marino de corazón. No se trata de algún oscuro asunto personal: es por lo que representan y hacen. Artistas de la vela como éste son los que retiran su barco de las regatas —que es la mayor vergüenza para un velero— cuando ellos se equivocan. Y se equivocan siempre que se les presenta la oportunidad de hacerlo. Unas veces, porque no había viento, y otras, porque soplaba demasiado. Su
idea de un velero es ésta: quien pone más dinero —y cada dos o tres años puede comprar uno más moderno— es quien tiene derecho a la gloria de una victoria en el mar... que bordea su puerto. Como son incapaces de albergar una pasión auténtica, lo enredan todo, y lo que es peor, acaban timando, aburriendo, y echando del puerto a quienes se acercaron allí por primera vez, con aquella tímida curiosidad que desbordaba fascinación e interés. Pero hay un dios del mar, y para él, estos reyezuelos de comedia no cuentan. No cuentan porque no aman; y como no aprenden, nunca amarán, porque sólo amamos lo que conocemos. Es como cuando Pere Gimferrer dice: Y hay algo que no pueden: escribir poesía.
En el extremo opuesto descubres —la minoría, siempre— a unos hombres tranquilos, que no hablan mucho, y que los sueles ver con el mismo barco durante años. Cada vez que te acercas a su velero, te embruja más. Tienen algo de mágico y misterioso. Están cuidados hasta el detalle. Sus propietarios navegan siempre que tienen ocasión, y es un verdadero placer escucharlos. Miran el mar con ojos que lo penetran. Son educados, y se les respeta y admite allá donde exista una mínima cultura náutica. Y nunca los verás puestos de pie, luciéndose a la caña del timón. Poco importa si lo que cuentan lo sabías ya o no. Lo que te atrae es su forma de entender este mundo. El amor que sienten. La certeza de hablar con alguien con la suficiente experiencia como para hacer que se vuelva interesante y con peso cualquier comentario. Su forma de contar y de escuchar. Esa sabiduría que únicamente la proporciona un velero de madera. Una leve sonrisa. La reconfortante sensación de que el tiempo no ha pasado. Algo que te recuerda lo que sucede cuando relees a Homero. Sí, qué raros van haciéndose los nobles veleros en el mar... Hoy, hasta los sustituyen por lanchas de motor...