9
Caracas a los seis años, no creía que ahora, a los doce, me pasara nada por dormir en la naturaleza. Debo decir que se equivocó. Esa noche fue que pasó lo del bebé jaguar. Bueno, esa noche no: por la mañana del día siguiente. Ese día desperté, recién salido el sol. Abrí los ojos y, de inmediato, sentí que pegado a mis costillas había algo calentito y peludito. Me asusté, creyendo que era una araña –le tengo mucho miedo a las arañas–, pero descubrí que era algo parecido a un gato. En realidad, era un tigre bebé, un jaguarcito. Pasé unos minutos acariciándolo hasta que, a la derecha de la tienda, escuché algo que sonó como un trueno, aunque no venía del cielo. No tuve miedo porque no se me ocurrió que era la mamá jaguar buscando a su cachorro pero, después del tercero de esos truenos, me di cuenta de lo que pasaba. Como los rugidos sonaban cada vez más cerca, se me ocurrió lo que nunca se me debió ocurrir: salir de la tienda con el bebé jaguar en brazos. Apenas lo hice, me di cuenta de que estaba metiendo la pata. Para ese momento, Mauricio –desde que empecé a acariciarlo, pensé que ese era su nombre–, repetía el sonido del que hablé antes, entre maullido y graznido, y se mostraba inquieto. Tan inquieto que me enterró las uñas de su garra derecha en el brazo. –¡Auch! –me quejé, pero supe que no lo había hecho por maldad. De repente, vi moverse unos arbustos a unos treinta o cuarenta metros a la derecha de donde estábamos.