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AVENTURA EN LAS COSTAS MAYAS
Novela Inedita
Capitulo Iii
Belice
La avioneta aterrizó con sus ocupantes ilesos, pero el tren de aterrizaje se dañó severamente rompiéndose, así como parte del timón de cola.
Edgardo inmediatamente revisó su cargamento y suspiró con alivio - están integras gracias a la resina de polímero que les apliqué antes de seccionarlas y pudieron resistir el impacto.
Pero Orlando no estaba tan contento por los daños a su aeronave y dijo preocupado - tardaré varios días o semanas incluso para repararla pues tendré que pedir refacciones a Miami, mientras tanto debemos ocultarla, antes de aterrizar vi cerca de aquí un caserío veamos si ahí podemos obtener ayuda.
Allí consiguieron una camioneta con remolque para ocultarla en un cobertizo cercano y gracias a un generoso pago no hubo preguntas.
Edgardo consiguió comunicarse por teléfono con su amigo y colega Raymond Cameron que se encontraba en la ciudad de Belice explicándole la situación, quien le dijo que lo vería al día siguiente después de su recorrido por el sitio de arqueológico de Caracol, a donde por cierto iría con Carolina para mostrarle el lugar y que le conseguiría un lugar seguro para guardar los mascarones cuando estuviera de regreso.
Eran amigos desde hace tiempo y disfrutaban de su compañía con anécdotas que los hacían reír mientras departían algunas cervezas y tequilas, pero también compartían información de primera mano de manera muy confidencial para no poner en alerta a las autoridades ni al IMA, y aunque Raymond no participaba en los negocios de Edgardo, la información que le daba le era muy útil en sus investigaciones para el Museo Británico en la región. Al día siguiente por la tarde se encontraron en un pequeño restaurante estilo caribeño en el malecón del puerto de la ciudad de Belice con sus casas multicolores de madera.
Ahí estaba Carolina disfrutando un café y debido al calor tropical llevaba puesto un conjunto tipo safari con una blusa beige, bermudas, zapatos de lona sin calcetas y a pesar de lo sport del atuendo, destacaba su belleza con su largo cabello negro. Edgardo había lavado su camisa, pero por la premura no la había planchado y en sus pantalones y botas aún había huellas de lodo y como le era habitual traía puesto su sombrero panamá y tenía una barba de varios días, pero también portaba una gran sonrisa que denotaba confianza en sí mismo.
Raymond muy al estilo inglés, vestía camisa de algodón, saco y pantalón de lino en tonos claros y calzado bicolor tipo Oxford.
Aún no se conocían Edgardo y Carolina, por lo que Raymond los presentó. Mientras tomaban un café Edgardo les contó de manera detallada e incluso amena lo sucedido. Carolina lo escuchó con asombro pero también divertida, además del relato le llamaba la atención el aspecto y la actitud de Edgardo, más parecida a la de un aventurero que de un arqueólogo, con una actitud franca y natural, muy diferente de otros colegas suyos estirados y con pose de eruditos, eso le agradó. Cuando aquel terminó de contar su peripecia Carolina dijo, - interesante, pero qué puedo hacer yo.
Raymond intervino – si tú estás interesada en obtener alguna de esas piezas para tu museo yo puedo comunicarme a Londres con mi amigo Sir Archibald Hamilton, él posee una gran colección de obras de arte y antigüedades en su mansión de Cambridge y seguramente querrá adquirir las piezas y puede donar una de ellas a tu museo en Berlín por mediación tuya, como parte de sus obras filantrópicas que le dan prestigio e influencia en las altas esferas de la sociedad y la política europea. Tiene muchos intereses económicos aquí en la colonia y posee una flota naviera mercante por la que puedo enviarle un mensaje (en ese tiempo no existía telefonía de larga distancia en la región, la comunicación era únicamente por carta o radiotelégrafo) y luego embarcar los mascarones pues una de sus rutas es entre este puerto y el de Londres, también tiene control sobre el personal de aduanas que no harán preguntas. Pero una cosa es que lleguen a Londres y otra muy diferente es autenticar y legalizar las piezas - puntualizó Carolina- ya us tedes conocen la historia de Leopoldo Petersen, traficante de antigüedades que fue encarcelado hace poco cuando intentaba vender un fresco maya falsificado. ¡Es que la falsificación era muy mala – dijo Raymond riendo - sólo por eso merecía ir a la cárcel!
Carolina insistió – y saben también del arqueólogo americano Henry Beta quien no hace mucho intentó vender el “Friso de Placeres” un enorme bajorrelieve policromado de piedra caliza del periodo maya clásico temprano, que sustrajo de la zona arqueológica de Calakmul en el estado mexicano de Campeche y la quiso vender al museo Metropolitano de Nueva York. Pero su director Thomas Hoving no solo se negó a comprarla, sino que lo denunció y regresó el friso a las autoridades mexicanas.
Beta no acabó en la cárcel solamente por falta de interés y capacidad de las autoridades.
No te preocupes, – contestó Raymond- al llegar las piezas a Londres Sir Archibald tiene manera de autenticarlas fácilmente como una legítima adquisición pues es un hallazgo nuevo y no está registrado, y de allí se pueden hacer llegar a tu museo de forma legal.
Pero además, - replicó ella - hay que armar los mascarones como si fuera un gran rompecabezas y restaurarlos pues hay que quitarles la resina de polímero que les aplicó Edgardo, que si bien los protege también da un feo aspecto artificial como plástico.
Edgardo comentó - es cierto lo que di ces, pero he tomado detalladas fotografías antes de seccionarlos de la pirámide y además de enumerar las piezas cortadas en tamaños manejables he hecho anotaciones meticulosas para que puedan ser armados correctamente.
Edgardo te entregaría toda la información necesaria para que puedas restaurarlo en Cambridge, - dijo Raymond - pues además de museógrafa sé que eres excelente restauradora.
Por supuesto que Sir Archibald sabrá re compensarlos bien, pero yo no tomaré parte en la negociación y me mantengo al margen, incluso negaré tener conocimiento de ello.
Esto lo hago por mi amistad con ustedes y con él. - concluyó Raymond.
En realidad, los intereses de Raymond no eran económicos, pero tampoco altruistas, pues le convenia tener el favor de Sir Archibald ya que su amistad e influencia le brindaba oportunidad para codearse con la cerrada elite británica y para acceder a un puesto de alto nivel que pretendía en prestigiada universidad de Cambridge y Edgardo lo sabía.
Carolina no salía de su asombro ante la propuesta pues sabia de los riesgos, pero ella era audaz y ambiciosa por lo que finalmente aceptó el plan.
De acuerdo Raymond – contestó Carolina – creo que vale la pena. Perfecto Carolina, nos veremos en cuanto tenga respuesta de Sir Archibald, pero ahora los dejo solos para que puedan conversar y se conozcan mejor - dijo Raymond con un guiño, pues notó el interés de Edgardo por la bella Carolina, a quien no le quitaba la vista de encima. Días después al llegar a un acuerdo con Sir Archibald hicieron el embarco de los mascarones en el puerto de Belice. Como pasarían varios días antes de que el barco llegara a Londres, Edgardo invitó a Carolina a pasar unos días en la cercana isla de San Pedro en Cayo Ambergris, un pequeño paraíso tropical caribeño rodeado de un mar azul turquesa y con playas de fina arena blanca.
Carolina aceptó pues le agradaba su compañía ya que le parecía amable y divertido. Ahí pasaron varios días en un tórrido romance, Edgardo la llevó a bucear a los bellos arrecifes de coral rodeados de pe ces multicolores, al atardecer caminaban tomados de la mano por la playa conversando y riendo y por la noche hacían el amor bajo las estrellas arrullados por el murmullo del oleaje.
Pero finalmente se comunicó Raymond avisando que los mascarones habían llegado a Londres.
Han sido días muy bellos, - dijo Carolina
– aquí parece que no importa el tiempo sólo vivir el momento, no hay un ayer ni un mañana, igual que entre nosotros, ahora debo irme.
Pero el mundo no se acaba hoy ni mañana y habrá otra oportunidad para vernos – dijo Edgardo abrazándola para hacerle nuevamente el amor en una hamaca entre dos palmeras que se inclinaban a la orilla del mar.
Días después cuando Carolina llegó a Londres, Lord Hamilton envió a al aeropuerto a su chofer con su auto Rolls Royce para recibirla y trasladarla a Cambridge donde él y su esposa Lady Alice la recibieron en su mansión.
Sir Archibald Hamilton vestía un traje gris a rayas de casimir hecho por su sastre particular, camisa blanca con mancuernillas Cartier con brillantes compradas en Harrods por supuesto, corbata ancha a rayas clásicas azul y rojo con un gran nudo tipo Windsor y zapatos de charol.
Lady Alice usaba un vestido largo floreado en tono rosa pastel, zapatos de tacón bajo y un pequeño sombrero con flores muy britt, la acompañaron a una de las grandes la salas donde se haría el trabajo de restauración.
Ahí Carolina pudo apreciar estatuas de la época clásica griega y romana, pinturas y bellos gobelinos italianos del renacimiento, tapetes persas, cerámica china y bronces de la dinastía Ming, estatuillas y cerámica de la india, figurillas de marfil y bronces africanos de Benín, objetos de oro de arte inca entre otros, en fin, todo un museo donde el gran mascarón maya de Kohunlich sería la pieza principal montado en un gran bastidor metálico hecho a la medida. Carolina impresionada comentó, – que gran colección Sir Archibald, digna de un museo.
Así es- intervino Lady Alice – hemos visi tado museos que desearían tener aunque sea alguna pieza de nuestra colección.
Si – dijo Sir Archibald – incluso algunos países han solicitado que les devolvamos algunas piezas de origen alegando que son su patrimonio cultural, pero también son el nuestro.
Claro, - dijo Lady Alice – han estado con nosotros por generaciones y se puede decir que las hemos rescatado de países incivilizados y corruptos que por estar siempre inestables en guerras y revoluciones ya hubieran destruido o perdido las piezas, pues no les daban interés en su momento, como en el caso de los Frisos del Partenón.
Cuando el conde Lord Elgin mi antepasado estuvo en Atenas a fines del siglo XIX como embajador británico ante el imperio otomano él estuvo investigando acerca de unas conocidas estatuas clásicas griegas del Partenón.
Entonces descubrió con asombro y espanto que las habían quemado hasta calcinarlas con el fin de obtener cal para construir los cimientos y paredes de las construcciones cercanas.
Por eso llegó a un trato con el gobierno otomano para trasladar el friso y otras esculturas a Inglaterra, las que finalmente se colocaron en el museo Británico, donde actualmente se encuentran a salvo para ser admiradas por la humanidad.
Por cierto – añadió Sir Archibald – que el Partenón fue destruido poco tiempo antes porque los griegos lo usaban como almacén de pólvora que estalló durante la guerra contra los turcos.
Y por supuesto, – continuó Sir Archibald – nosotros hemos hecho un gran esfuerzo en tiempo y dinero para recopilar las piezas, estudiarlas, restaurarlas y conservarlas, ahora que son conocidas en todo el mundo quieren que se las regresemos, nosotros pensamos que aquí están bien y a salvo.
Carolina se quedó pensativa, pues si bien eran ciertos los argumentos de lord y lady Hamilton, en fondo sentía que de alguna manera los países originaros tenían ciertos derechos, pero no era su papel cuestio narlos, al menos por el momento.
Meses después cuando Carolina hubo terminado la restauración de los mascarones y recibió el pago pactado de quinientos mil dólares le hizo llegar a Edgardo la mitad triangulando el depósito desde un banco suizo a una cuenta en Panamá, Edgardo por su parte le pagó a Orlando los daños de su avioneta y una jugosa ganancia. Además, ella gestionó la “donación” de Sir Archibald de uno de los mascarones a su museo, lo que le dio un gran impulso a su carrera y adquirió prestigio en el medio académico.
Un arreglo en el todos salieron ganando excepto los nativos de Kohunlich, que fueron engañados y saqueados como siempre desde la llegada del hombre blanco a esas tierras.
Aunque después de todo se cumplió involuntariamente la promesa que les hizo Edgardo, pues el gobernador de Quintana Roo, el licenciado Javier Rojas en efecto visitó el pueblo y encargó al ingeniero Rodrigo Alonso construir un camino que serviría para que las autoridades pudieran resguardar el sitio de las pirámides y para que aquellos nativos tuvieran acceso a lo que llamamos civilización.
por Rodrigo A. Osegueda
CONTINUARA EL SIGUIENTE EPISODIO EN LA REVISTA LATINAS CON PODER.