Crónicas 52

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JESÚS EL CAMPANERO Jesús Pulido Ruiz

S

e llamaba Jesús, aunque la mayoría, al referirse a él, apostillaba su nombre con el de su ocupación: Jesús el campanero, cuando no le era suprimido el propio nombre y se quedaba simplemente en “el campanero”. Rayano en los sesenta, su rostro, atezado y poblado de prematuras arrugas, signo visible de una vejez que por naturaleza debería haber llegado más tarde, encerraba unos ojos pequeños, tristes, mortecinos, en los que se reflejaban el cansancio de unos años de penuria y la fatiga acumulada. Era de estatura mediana, enjuto de carnes y un tanto cargado de espaldas. Pero pese a su aspecto y edad aún se mantenía ágil, aunque tenía un modo de andar que podía definirse como torpe y desplomado. Tras recibir el aviso del luctuoso acontecimiento, Jesús se preparó para salir en dirección al campanario. Se enfundó una blusa de dril negra un tanto raída, se calzó sus alpargatas del mismo color y suela de yute, que reató a la altura de las canillas, y se caló una gorra de visera, ya ajada, de color dudoso y deshilachada en uno de los laterales. Tal vez renegase para sí por un instante de lo inoportuno e incómodo de la interrupción de su descanso, aunque se arrepintió rápidamente de esa idea casi maligna. De camino al campanario, dejando atrás el feliz reposo en el hogar de su añoso cuerpo y víctima del lento desentumecimiento de las piernas, le asalta, de forma inesperada, un cúmulo de peregrinas y fugaces ideas. Acompasa con el torpe roce de las alpargatas en el áspero suelo su cansino avance hacia la torre mudéjar, que altivamente domina el entorno. Transita con la vista fija en un camino del que conoce cada piedra, escrutando con la mirada cada una de las mínimas irregularidades del trayecto. A veces, por momentos, cierra los ojos para concentrarse en los sonidos y silencios que rodean su marcha. Camina despacio, midiendo sus pasos, como ausente, hasta llegar al pie de la mole de ladrillo, dorada cuando el sol la baña, situada sobre el montículo que en otros tiempos fuera cementerio. Es el encargado de anunciar a la población el funesto suceso, el mensajero de la tribu que tendrá que dar la mala noticia de la pérdida de uno de los miembros de la comunidad.

Sube por las empinadas escaleras, con la respiración extenuada, hasta llegar al campanario, sombrío, lúgubre y con apenas un atisbo de luz. El corazón, en su agitado palpitar, le late pesadamente en el pecho mientras parece invadirle un confuso sentimiento de impotencia y resignación. Se aferra a las sogas de las campanas, como quien toma en sus propias manos las riendas de un destino que pertenece a otro, un destino, sin embargo, que de ningún modo le puede ser ajeno; las agita con fuerza, y en medio de esa penumbra, da comienzo al triste lamento de los tañidos broncíneos, tañidos que se derraman a su alrededor con un sonido modulado. Desde el campanario, frío y un tanto tenebroso, revestido de una vetusta humedad, en ocasiones refugio de su propia soledad, el pueblo aparece borroso y difuminado ante sus ojos, como velado por las indefinidas lágrimas de dolor y amargura que dominan el ambiente. Silencio y oscuridad que con frecuencia se convierten en aliados de un recóndito temor vagamente definido. Ese toque de campana será el anuncio de un viaje, de un perecedero trayecto que hoy llega a su fin. Un sonido que recuerda el momento más justiciero y equitativo de la existencia, que no admite sobornos ni regala privilegios y que pasa a todos por el mismo tamiz. Un sonido impregnado de angustiosa despedida y en el que se percibe una mansa tristeza, incapaz de percibir su límite. Bajo un cielo gris de tormenta, la Torre de San Miguel despliega sus sonoras alas y deja escapar su lamento desgarrador y prolongado guiado por la certera mano de Jesús. No había de seguro en esos momentos voz más triste que la voz de esas campanas ni director más sensible a sus quejidos que el campanero, privado de solfeo y partitura pero dueño de un método rudo y práctico para imprimirles los sentimientos que requiere la ocasión, momento en que ambos – instrumento y persona – se fundían en perfecto binomio creador.

Teléf.: 925 743 975 C/ La Cé, 40, CM-4009, Km 33 LA PUEBLA DE MONTALBÁN (Toledo)

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