HISTORIAS, CUENTOS, LEYENDAS DE MONTALBANIA
ANSELMO EL PREGONERO
Y
a está ahí Anselmo, deben de ser las doce – comentaba una vecina a otra al divisar la figura familiar del pregonero subiendo calle arriba con su ligero andar, la gorra de plato característica de los alguaciles, el uniforme de diario y la trompeta o corneta sujeta de un ancho cinturón de cuero, a modo de canana, colocado en bandolera. Anselmo, elegido por el concejo para ejercer de pregonero, emisario oficial del consistorio, era un hombre de apariencia desenfadada, mirada serena, cara tirando a redonda y sin rasgos demasiado característicos, de complexión más bien fuerte y un caminar rítmico, impregnado de cierta marcialidad. Anselmo, era para muchos, además del mensajero y vocero del Ayuntamiento, el reloj ambulante que puntualmente, a determinada hora del día, anunciaba el pregón en cada uno de los puntos señalados en los distintos barrios, siguiendo un recorrido preestablecido, para dar a conocer a todo el pueblo las buenas o malas disposiciones, según se mirase, que las autoridades municipales habían decidido poner en práctica. Al llegar a las Cuatro Esquinas, nombre con el que los vecinos denominaban a la confluencia de las calles Catalla y del Grillo con la de Labradores, y que era uno de los puntos asignados en su recorrido para “echar” el pregón, Anselmo hacía sonar la trompeta. Con aquel largo bocinazo de la corneta, desde el ficticio escenario en que se convertía cada uno de esos puntos, se intentaba derribar, cual trompeta de Jericó, los muros de la desidia e indolencia que pudieran reinar en el vecindario. Su toque, aviso metálico del pregón, resuena por toda las calles adyacentes. Espera unos instantes a que la gente se asome, ávida de noticias, y guarde silencio. Se oye el sonido de abrir puertas tras lo cual aparecen muchas cabezas o figuras enteras, dejando escapar tras ellas un olor a puchero barato, fritanga o caldo de gallina que llenan el aire de la calle cercano a estos hogares. Muchas de esas figuras eran mujeres, con el delantal recogido y con la escoba o algún otro elemento en la mano que mostrara la interrupción en el trajín diario de las labores caseras, pues los hombres en edad de trabajar generalmente estaban en el campo o en los lugares de trabajo propios de su género, y
Jesús Pulido Ruiz
ya se enterarían de las noticias a través de ellas al anochecer cuando llegaran a casa o, por otras fuentes, en la taberna. Anselmo toma el pliego, lo abre y lo sujeta bien entre sus dedos. Carraspea repetidamente, como parte del rito, para que su palabra se esparza diáfana y sonora, y tras una pequeña pausa, en la que inspira el aire hasta que su pecho siente alivio, con un gesto circunspecto y severo comienza su alocución a viva voz, sin más megafonía que la de sus propios pulmones, en los siguientes términos: “Por orden del señor alcalde, se hace saber...”. Su oratoria se limitaba a soltar parrafadas monocordes cuyos enunciados terminaban siempre con una entonación ascendente tradicional e inconfundible, que tenía como fin atraer la atención de los vecinos. Era una melodía reiterativa, una suerte de cantinela machacona a la que terminaba por acostumbrarse el oído. A los vecinos se les “hacía saber” lo que muchas veces ya sabían o barruntaban, solo que ahora de manera oficial a través de la voz de Anselmo, cuya misión era hacer público y notorio todo cuanto se quería transmitir a la población. Pero no solo se hacía saber lo que las autoridades competentes querían dar a conocer. Los bandos también eran un modo perfecto de hacer publicidad, pues además de las más variadas disposiciones, y al margen de los comunicados como podían ser los que hacían referencia al comienzo o levantamiento de vedas, el extravío de objetos o animales o informaciones semejantes, de importancia para la comunidad, en el manifiesto cabían igualmente los encargos privados de comerciantes locales o forasteros que llegaban al pueblo: compras, ventas, canjes, reparaciones, etc. Cualquier tipo de servicio o negocio que pudiera interesar al vecindario se hacía público a través de la proclama. En suma, los pregones eran un medio con una serie de instrucciones, anuncios y noticias que la colectividad recibía por vía oral. La voz recia y quejumbrosa del pregonero, unido al sonido de su trompeta en medio de la plaza o calle predestinada para tal fin eran razones sobradamente poderosas como para hacer que la gente callara y prestase atención.
ANTONIO CHURRIQUE crónicas
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