Selección de relatos de La Republicana

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Yo, soy esa Por María José Pellejero Letos

La noche empezó, como empezó el día, me encontraba en la misma posición pero en diferente lugar. Delante de una humeante taza de café. Su olor llegaba a mi nariz, penetraba por ella, inundaba mis pulmones y se extendía por todo mi cuerpo dejando ese olor que me conquista. En el plato, la cucharilla inmaculada y el terrón de azúcar sin desempapelar, dejaban constancia de mi inapetencia o mi ausencia. Aspiré ese aroma para suplir con él la carencia que todo lo ocupaba, intentando en esa inhalación invadir los huecos dejados por el paso de tantos y tantos espacios de silencios, que dan paso a esos huecos. El aroma me fue familiar, pues no era la primera vez que sustituía olor por distancia. Cuando abrí los ojos el recinto no había cambiado de ubicación ni nada estaba fuera de su lugar, solo el tiempo con su paso había dejado la huella en mí, bueno en el papel amarillento de la fotografía que adornaba el rincón de aquella zona, de la calle de Méndez Núñez número 38 de la ciudad de Zaragoza, aquella foto recuerdo de aquel día cuando… Mi padre regentaba una cadena de hoteles y restaurantes por toda España, por eso mi estancia en los mismos lugares era poca, exceptuando en la capital maña. Aquí vinimos cuando mi madre estuvo enferma. Proveníamos de la costa y la humedad no era buena para sus huesos por eso nos destinaron a Zaragoza, para berrinche mío, allí dejé mi amor, mi mar, mis ilusiones frustradas de permanecer en aquel paraje donde solo el azul predomina, donde solo las gaviotas y cormoranes conocían mis pasos matinales antes incluso que sus propios pasos, allí dejé amaneceres eternos y puestas de sol tan preñadas de sueños imposibles de olvidar, me emocionaba, me engatusaba y conquistaba ese azul, azul sin fondo de arena gordita, y playas con el mar tan cerca que era el rumor y la nana nocturna, pero… Me resistí a abandonar esa residencia. Esfuerzo inútil. Argumenté mil escusas, estudios, amigos…nada. Falseé y simulé, sin éxito, exigencias estudiantiles parta mi estancia allí, sin recordar que mi padre tiene armas tan poderosas como la amistad de todos los jefes gubernamentales y sacar a la luz cualquier patraña infantil. Infantil con dieciocho años? Infantil? No, ya no lo era pues había tenido responsabilidades y obligaciones demasiado para mis dieciocho años, cuando mi madre no podía, debido al entumecimiento de sus huesos, hacerse cargo de hacer de anfitriona, tanto en el terreno protocolario como en la cocina de nuestro enorme chalet, y aunque tenía ayuda era yo quien organizaba y anudaba la corbata de mi padre para salir impoluto a recibir a sus invitados. Por eso cuando mi padre pidió el traslado a tierra dentro ya que la salud de mi madre se iba al traste, luché contra viento y marea. Energía inservible. Igual que aquellas mañanas con el mar picado y yo me empeñaba en luchar contra él segura de vencerlo, jamás ocurrió, pero era un pulso que siempre le echaba, solo por verme abrazada, derribada, envuelta, palpada, poseída por esa manos de agua salada que me quitaba el sentido, que se adueñaban de mi voluntad, que se apoderaban de mi cuerpo haciéndolo vibrar más si


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