Selección de relatos de La Republicana

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Ambos tenían, por un capricho de la madre, nombres bíblicos. El niño se llamaba Isaías y su hermana Judith. Midieron exactamente lo mismo y pesaron las mismas onzas. Con el tiempo, y como suele ocurrir en estos casos, se hicieron inseparables: uña y carne en la escuela y en los polvorientos callejones de la ciudad. No hubo disturbio en el que no pelearan juntos, y maestros que no irritaran a la vez. Pero su corazón, creado en el mismo vientre, supuraba un humor distinto. Mientras Isaías hacía gala de una calma ejemplar, su hermana era como un puño crispado. Una furia misteriosa la impulsaba siempre a la confrontación. Isaías observaba sus proezas y se las recriminaba constantemente: ―Afligirás a nuestro padre - le decía -; acabarás un día en la cárcel‖; pero luego la disculpaba, o trataba de encubrirla, y si era preciso, la defendía sin vacilar. El padre, un hombre piadoso, confiaba sólo en la ayuda de Dios. El destino, sin embargo, abortó aquella esperanza. El destino y la contienda que, como una tempestad, asoló nuestro país. Puede que para Europa fuese algo lejano, pero para Judith se convirtió en algo personal: militante de una célula anarquista, soñadora y libertaria, se alistó en las Brigadas Internacionales. Todo lo que Isaías conspiró para evitarlo fue estéril: ni los ruegos más tenaces frenaron su decisión. Rodeada de rostros lampiños, de una juventud resuelta y heroica, Judith se subió, una mañana de niebla, a un expreso de corte marcial. Aquí pudo acabar su historia, como esas crónicas que, después del éxodo, culminan en una tragedia. Pero a la marcha de Judith sobrevino otra calamidad, un golpe que pilló a Isaías desprevenido: su padre cayó enfermo – mortalmente enfermo - y no recobró la lucidez. Se convirtió gradualmente en un despojo, que solo conseguía balbucear. En su última agonía, devastado por la morfina, le exigió algo imposible: ―Regresa con tu hermana – le rogó -; regresad y traed flores a mi tumba. Te lo suplico: es mi última voluntad‖. Isaías rezó largas horas junto a su padre, al pie de una cama grande y fría. Su hermana, en paradero desconocido, no pudo ser informada. Por aquel entonces Isaías contaba veintiún años y el mundo le parecía un lugar terrible. Una semana después, celebradas las exequias, cruzaba solo la frontera de Francia. Al llegar a este punto, el anciano guardó silencio y se quedó un rato absorto. Una nube furtiva, delgada como la mina de un lápiz, ensombreció su mirada. El tren, tomando una curva, rugió lastimosamente y enfiló la boca de un túnel. Fuera se insinuaba una oscuridad vidriosa, obstinada, una bóveda de heladas tinieblas. Nuestro compañero de viaje, como si presintiese su inmensidad, se estremeció levemente. - Sí, fue una guerra larga – continuó -, pero los meses cayeron uno tras otro, inexorables, con siniestra lentitud. Llegó el día en que la insurgencia cercaba Madrid y en medio de la barbarie, del horror, Isaías se dio por vencido. Se había hecho más duro, había envejecido y se sentía cansado. Fue entonces cuando reparó en toda la gente que había conocido, en las personas a quienes, durante meses, había preguntado por Judith. Y llegó a la conclusión, no sin asombro, de que eran millares. El anciano volvió a enmudecer y giró sus ojos hacia la ventana, que en ese


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