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Los doce conceptos de Mayflower para el mundo
“Yt ú ¿qu é est á s haciendo?”, llegamos los perros a las doce con quince. “Y t ú ¿qu é haces?”, lanzamos varias preguntas. Las cortinas se movieron, el espejo estaba empa ñ ado y los cigarrillos segu í an escondidos. Era viernes, a mitad de su primera hora, y el Sabueso de Mayflower contó los segundos. “Ellos son los violentos y sin car á cter”, se dijo orgulloso, mientras sus dientes mordieron lenguas y las moscas rodearon su cabeza, en sus propias heridas.
Atendi ó su rabia en su reflejo. Una camisa a cuadros, unos tenis rotos con el cord ó n estirado, y con unas cuantas grietas, el cinturó n. “Si sonr í es de repente, Sabueso, y te vistes con tus doce mudas de ropa, despertar á s distinto, o no ser á s de nuevo el de antes”. Era todav í a jueves cuando reci é n se levant ó. Con el verbo interrumpir, cocin ó un plato de huevo con jam ó n y cebolla. Ese desayuno le supo a escombro.
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Pero la perdi ó un mi é rcoles, y los doctores le dijeron “animal”. Los dos d í as siguientes fueron un infierno, tembl ó, rompi ó latas y se raj ó las palmas de la mano. Llenar í a el piso con su sangre. Recordar í a, siempre a las doce, que los maltratos son invisibles ante los perros en plena oscuridad, y ladran en vano, o ladran poco, sin embargo, las ambulancias toman siempre su ritmo com ú n. En casa ocultó a esa mujer pre ñ ada que lloraba por su dolor en el vientre y...
—¿Tú qu é est á s imaginando?, lo confieso, la desbarat é , ahora me toca ajustarme. Ella lo sabe, por eso huyó, lloraba de dolor y su vientre era una tumba. Ser í a igual a su madre, con sus ojos prestos, alocada, o quiz á corta de mecha.
Escuch ó al doctor se ñ alarle: “Eres doce veces diferente”. Entre dobleces de cortina, miró al sol a travé s de marrones y magnolias en dibujo, y é l estaba descalzo. “Sabueso de Mayflower”, le dijimos, “tu cara vibra con emociones doce veces distintas, escribirlo tan depresivamente pudo llevarte m á s abajo que la tierra, pero hoy te damos esta luz”.
—Doce veces otro, no lo soporto ni lo acepto.
Esa noche lo vimos entrar por su propia cuenta, mov í a la cola y se rasgaba m á s all á del est ó mago, por debajo de su torso y entre los muslos. Hueca la cabeza, rompi ó los cristales de la pared y las im á genes de é l eran, por evidencia, los conceptos a ñ icos de la cordura para el mundo.
*Mérida, Yucatán, 1997.
6 Por Armando Salgado