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Foto Ap.AGENCIAS
by La Jornada
La escritora argentina dio a conocer su obra Catedrales en la 35 FIL
JUAN CARLOS G. PARTIDA CORRESPONSAL GUADALAJARA, JAL.
En Catedrales, la novela más reciente de Claudia Piñeiro (Buenos Aires, 1960), la disección de la muerte de una adolescente se convierte en un ominoso silencio que la escritora logró suplir con la voz del resto de los personajes, “como una forma de que todos nos hagamos responsables de su muerte, el lector también y yo, porque los muertos no tienen voz”.
La trama gira en torno a esta víctima, Ana, quien 30 años atrás apareció quemada y descuartizada, y cuyo padre sigue tratando de averiguar quién la mató y por qué. Está contada en varias voces que estuvieron cerca de ella, que hablan en primera persona para decir lo que saben, “pero, además, con el fin de tener un momento de reflexión y poder asumir, o no, la cuota de responsabilidad sobre lo que le pasó”.
Es el estilo que Piñeiro gusta seguir en sus historias, tanto para sus novelas como para sus guiones televisivos: parte de los silencios que vienen de las normas sociales, pecados o crímenes que, en alguna medida, son una responsabilidad que compartimos todos.
“Por ejemplo, en el feminicidio claro que hay un actor directo que va y mata a una mujer, pero también hay una sociedad que tolera que eso suceda y una justicia que permite que no le hagan la perimetral y una policía que no controla que no se acerquen y un juez que no lo mete preso y entonces después termina matando a esa mujer; hay muchos otros resortes que, más allá de que un hombre quiera matar a una mujer, no saltan a tiempo para evitarlo.”
La novela fue presentada en la 35 Feria internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, donde, además, la autora tuvo una actividad notoria que incluyó una charla virtual con la colombiana Laura Restrepo y una participación en el programa Ecos de la FIL para sostener un diálogo con estudiantes de bachillerato, sin contar las entrevistas programadas con varios medios.
No se ve cansada, pese a su agenda; se da tiempo para reír un poco cuando recuerda que uno de los personajes de su novela se llama Élmer, en honor al sinaloense Élmer Mendoza, “quien para mí es un gran escritor del género policial”.
Compartió que siempre trabaja con “obsesiones, como el silencio, porque el crimen, cuando no se sabe que ocurrió, es un silencio, es algo que no está dicho y que hay que decir. Pero también con el encierro, la hipocresía, las normas que son fallidas, el qué dirán. La sociedad, como personaje, está en todas mis novelas; no es un escenario donde transcurre algo, sino que tiene peso, porque pone normas que modifica a los personajes de alguna manera, los limita, los pone en problemas”.
En esa búsqueda de la verdad como tema, las líneas de suspenso que basa en enigmas se transfieren a su trabajo de guionista, como en la serie El reino, que tuvo una exitosa primera temporada y que coescribió con el director, también argentino, Marcelo Piñeyro. –En la literatura la imaginación tiene un papel predominante en el lector, pero en las series televisivas el material ya está ahí listo para ser deglutido sin masticar. ¿Cree que las series, tal como se realizan ahora, podrían ser una alternativa que desplace de a poco a la literatura? –La imaginación de la literatura no se puede suplir, pero en streaming he visto cosas impresionantes. Quizás en un libro hay más posibilidades de meterse en otras cuestiones, pero ver una buena serie filma-
▲ En su título más reciente, Piñeiro aborda la historia de una adolescente asesinada a partir de las voces de quienes la rodeaban.Foto Arturo Campos
da con las mejores técnicas, equipos y artistas también es un goce para el espíritu (...) Además, muchas veces podemos subsistir más escribiendo guiones que literatura. Nos da un ingreso; no me parece un tema menor. La ganadora del premio Sor Juana Inés de la Cruz en 2010 revela que entre ambas temporadas de El reino comenzó una nueva novela que, afirmó, “ya quería tener empezada para que no la absorba el guion de la serie y así tener el reparo de la literatura que tanto me gusta. Tengo esa novela a medio camino”.
Un globo en problemas
HERMANN BELLINGHAUSEN
Las redes y las comunicaciones en línea han dispersado lo corpóreo y sirven como la Gran Aspirina para aliviar la pandemia y sus secuelas. Ese no poder reunirnos que tanto nos “reúne” como si nada con gente al otro lado del océano, más allá del ecuador o a tres estaciones del Metro. Cerca y lejos se volvieron relativos. Para muchos, ni caso tiene discutirlo.
En algún momento cruzamos la frontera entre pasado y futuro. La humanidad entera. Ocurrió como temían las ficciones de porvenires distópicos y alternos. El Brave New World está aquí. A los occidentales la transición nos distrajo con películas y cuentos, ya no de galaxias remotas, sino de variantes muy ingeniosas del infierno inminente. Nos entretuvieron. Mientras, en el orbe islámico se incrementó la ilusión de un paraíso a través del rencor y la cohesión de los condenados de la Tierra. El futuro que vislumbra no es distópico, es creyente y sin sentido del humor.
La Tierra misma se manifiesta. Ya no es la de antes. Inquieta, desequilibrada, expuesta a climas encontrados y comportamientos humanos persistentemente destructivos que pueden ser cosa de religión, de credo político, de necesidad de sobrevivencia, de consumismo, de vacío existencial, de resentimiento. Luego ya ni se distingue.
Una humanidad dominada por quienes promueven o practican alguna forma útil de genocidio y ecocidio. Cuántas guerras locas del presente y el pasado último han servido para despoblar territorios, desanimar poblaciones y ponerles encima complejos turísticos, zonas industriales, plantas agropecuarias que rayan en los monstruoso, minas, generadores de energía masiva. Y chau la gente, los idiomas que se hablaban en el mundo que era.
Y para los respondones, los que se resisten: desprestigio, represión, un balazo. Esos que no aceptan trocar por oro, petróleo o litio sus corales, cenotes y manantiales, las afluencias prístinas que les quedan a las vastas cuencas del Amazonas y el Usumacinta, las tierras preñadas de milpa, patata y yuca, de grandioso pasado arqueológico por descifrar, de mantos freáticos que son la envidia de las ciudades en el corazón de todos los continentes.
No es lugar común ni sobra repetirlo: los guardianes que verdaderamente le quedan a la humanidad extraviada son los pueblos originarios y las regiones campesinas. En América podemos verlo en muchas partes. Los poderes políticos y económicos, y a fin de cuentas las necesidades consumistas y de confort de las sociedades urbanas, contribuyen a minarlos, dividirlos, dispersarlos, asimilarlos o eliminarlos. El público consumidor trata de no enterarse, o de no asociarlo con sus propias pulsiones de bienestar o la presunta confirmación de sus creencias.
En el fondo, este público “necesita” ese acueducto para sus albercas y grifos, ese rendimiento en sus inversiones, esa cantidad de vaca muerta o semilla intoxicada, esa devastadora fuente de energía para los instrumentos que hacen más cómoda la existencia. Hay una complicidad tácita de las sociedades dominantes que no se asumen coloniales pero lo son hasta la médula; justifican el arrasamiento de los originarios invisibilizados como pobres a redimir. Si en el pasado fue una acción común bastante estúpida de los imperios (como quien mata bisontes desde un tren en marcha), de un tiempo a esta parte la sabemos suicida. La humanidad bajo el capitalismo insiste en pavimentar sus autopistas al agujero.
Para salirse con la suya, a los poderes les estorba la organización de los que no se dejan. Siempre fue así. Cuando los presidentes (panamericanamente hablando) asocian las resistencias de los pueblos con los enemigos y rivales políticos o económicos de sus regímenes y con los intereses de la burguesía, hacen trampa y mienten. Les resultó muy conveniente la distancia objetiva que las redes promovieron y la pandemia atizó. Se desmovilizaron las resistencias.
Hay en el universo un globo en problemas: el terráqueo. ¿Estamos adormecidos? ¿No entendemos su alcance? La inflación informativa nos ha vuelto insensibles, nos tiene anestesiados, como ocurrió con la embriaguez de números, millones y trillones durante la inflación alemana de hace casi un siglo, descrita por Elias Canetti en Masa y poder como antesala del fascismo: especies animales o vegetales que se esfuman, lagos que se secan, enfermedades que se estrenan en nosotros, años que quedan de agua en la tierra y de hielo en los polos, la catastrófica proclividad de termómetros y barómetros por dar registros de calor, frío, sequía, inundación o incendios a escala nunca antes vista. Los pronósticos son que esto siga y aumente.
Pero vamos en caballo de hacienda, tecnológicamente hablando. Vamos tendidos, dueños de los medios de producción de nuestros sueños inducidos. No olvidemos que el Apocalipsis judeocristiano y el sacrificio sagrado islámico implican la creencia de que después de la muerte todo será mejor y más bonito. Así que no importa si este plano se acaba. Nos espera el jardín de las delicias.