PHB Chema Madoz

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fragilidad increíble (las gotas que parecen chinchetas sobre una superficie de encuentros angulosos) o contrastes de lo radicalmente diferente (el díptico del suelo seco resquebrajado y la superficie ondulante del agua). Lo cotidiano inspira las asociaciones más curiosas, ese mundo que encadena al comentarista a una descripción admirada de lo visto: poco se puede añadir a la silla con el brazo que es una paleta de pintor, al sobre cerrado con grapas o al escalonamiento de pistolas. El tono del juego desmonta cualquier pretensión teórica, cuando los sueños de la razón (las figuras geométricas de madera, por ejemplo) no producen, como pensara Goya, monstruos, sino semejanzas llenas de humor (la manzana también reducida, en una alusión paródica a Cézanne, a la lógica de las figuras platónicas). Lo posible era, para Marcel Duchamp, lo infraleve, caracterizado como una alegoría sobre el olvido: una caricia, un roce ligero, el calor que se disipa. Una imagen declinante, en trance de desaparición, la huella de algo otro, esto es, una alegoría, un fragmento. En una de sus notas califica a lo infraleve como un «reflejo deslustrado», aunque anteriormente sugiera que se trata de una sutil separación: el olor del humo del tabaco y, muy cerca, el de la boca que acaba de exhalarlo.

Madrid, 1994


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