Memorias de una cantante alemana - Wilhelmine Schroeder-Devrient

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procurarme un anticipo de lo que me espera y de lo que habéis descrito tan deliciosamente!». Al momento sus dedos se pusieron a acariciar mi pequeña abertura, y al calor de mis besos vi claramente que mi proposición le había causado el más vivo placer. Sacó mi dedo de su grieta, metió el suyo en tal lugar, lo humedeció y luego intentó entrar en mí. Pero la cosa no iba. Vanamente abrí los muslos, y los movimientos de caderas no ayudaban. Margarita me dijo entonces tristemente: «No funciona, querida Paulina. Tu vientre está aún cerrado al amor. Ven, siéntate sobre mi rostro, que mi boca se encuentre bajo tu maravillosa concha de amor. Veré si mi lengua puede procurarte lo que tu virginidad te prohíbe todavía». Mi padre se lo había hecho a mi madre. No me hice, pues, de rogar. Me arrodillé, con la cabeza de Margarita entre mis muslos. Apenas me hubo tocado, la punta de su lengua estaba ya en el lugar que tanto daño me hacía cuando ella intentaba meter el dedo. Pero ¡qué sensación distinta a todo cuanto había ensayado hasta entonces! Desde que su lengua golosa y puntiaguda me hubo pulsado, me inundó una voluptuosidad desconocida y no supe en lo sucesivo qué me estaban haciendo. Habíamos prescindido de las frazadas, nuestros cuerpos desnudos estaban uno sobre el otro. Me moví hacia adelante y, apoyada sobre la mano izquierda, jugueteé con la derecha hasta llegar al fondo de lo que ella llamaba su concha. Las primeras sensaciones de esa voluptuosidad que conocería hasta mis años más maduros me embriagaban ya con una dicha inefable. Su lengua me regocijaba. Me acariciaba en lo alto, chupaba abajo, aspiraba cada pliegue, besaba fogosamente la totalidad, humedecía el interior con saliva y volvía pronto a la entrada, donde provocaba un cosquilleo extraordinariamente dulce. Algo maravilloso y desconocido se apresuraba en mí. Toda mi savia iba a descargarse, y sentía que a pesar de mi juventud era digna de tal voluptuosidad. Deseaba devolver centuplicado a Margarita todo cuanto me procuraba. Fue con rabia como metí un dedo, luego otro y al fin un tercero dentro de ella. La mano se me empezó a dormir, dada la mala postura que había adoptado a su lado. Estábamos fuera de nosotras mismas, y llegamos juntas a la meta. Noté que una humedad caliente llenaba mi interior, mientras su savia inundaba mi mano. Perdí el conocimiento. Caí sobre la temblorosa joven. Ya no sabía qué me sucedía. Cuando me recobré, estaba acostada junto a Margarita. Ella nos había cubierto con las frazadas y me tenía tiernamente en sus brazos. Comprendí súbitamente que había hecho algo prohibido. Mi deseo y mi fuego se habían apagado. Mis miembros estaban rotos. Sentí un violento escozor en los lugares donde Margarita me había acariciado tan amorosamente; el bálsamo que corría por mis muslos no podía calmarme. Tuve conciencia de haber cometido un crimen y estallé en sollozos. Margarita sabía que en casos semejantes no había nada que hacer con pequeñas tontas como yo; me apretó contra su pecho y me dejó llorar tranquilamente. Por último, me

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