Buriñón | Número 2

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Suena el teléfono. Al menos hay manos para agarrar el teléfono. Quizá sea Peter Coyote. Podría, gracias a sus manos, escuchar la voz de Peter Coyote. —¿Tesa? —No es Peter Coyote. —Tesa, ¿estás ahí? Te tengo malas noticias ¿estás sentada? —Estoy sentada. —¿Estás con el alicate? Concéntrate un poco, anda; deja el alicate y escucha lo que tengo que decirte. Estoy con papá. —Estoy concentrada. Concentrada y sentada. —Tesa, nuestro papá amaneció todo tieso en la cama hoy. Se murió anoche. Nos dimos cuenta antes de almuerzo. No sé qué decirte. Los doctores dijeron que iba a durar más. —La que le leyó la mano también. —Sí. No sé qué decirte. El alicate estaba hundido en la esquina del dedo anular, salía un chorro de sangre oscura y brillante. Tesa Antonia Albarrazar se sentía bien. No podía escuchar a su hermano. Todo esto era un buen augurio. Era la oportunidad de unas manos distintas. Iría hasta allá y, antes de enterrar a su padre, se las cortaría y las reemplazaría por la maldición que tenía ella al final de sus brazos. Se cosería las manos de su padre con hilos de seda de muchos colores, y los niños verían arcoíris en sus muñecas y pensarían que Tesa Antonia Albarrazar era la mujer más agraciada de todo este puto mundo. Y cuando la gente hablara de libros que ella también se ha leído, se sorprenderán de una mujer con ese calibre de manos y esa amplitud de mente. Y si las manos de su padre no funcionaban, porque su padre estaba muerto y ya había gusanos haciendo un banquete de su piel; pues le quitaría las manos a su hermano. Sí. Si lo veía le saltaría encima a sus pequeñas y delicadas manos y se las empezaría a morder; y todos la llamarían

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loca, y la encerrarían de por vida en un cuarto sin cuchillos y con la única y desgraciada compañía de sus garras. Y seguiría soñando con el cuchillo que le dice cosas. Y no tendría más que hacer sino comerse sus manos hasta morir de tanto vómito. Comería manos de piel de cocodrilo rojo, llenas de infección y de úlceras, con huesos dislocados y ronchas monumentales. Y no importaba si no lograba coserse las manos bien y no tenía éxito en la búsqueda de la sensibilidad de la punta de los dedos. A nadie le importa la sensibilidad en la punta de los dedos. Tesa Antonia Albarrazar y sus nuevas manos. Porque con sus nuevas manos no tendría que gesticular frente a Peter Coyote con esos guantes insoportables. Y Peter Coyote le besaría los nudillos que ahora no estarían ensangrentados. Y jugaría con los colores del hilo de gusano que adornaban sus muñecas. Y le diría que son las muñecas más hermosas del mundo. Y que las manos de su padre le sientan bien. Que tomó una buena decisión al elegir esas precisas manos. Que tienen mugre en las uñas, pero que igual son las manos más hermosas del universo. Aunque sean toscas. Aunque sean manos que toda la vida trabajaron la tierra. Aunque no sean las manos que Tesa Antonia Albarrazar merece. —Tesa. No vas a venir ¿verdad? Y Peter Coyote le rogaría, le imploraría, le suplicaría que por favor le pusiera las manos encima de su miembro venoso, que le abrazara el sexo y jugueteara con los vellos rizados de su entrepierna de pigmeo. Y él disfrutaría el brillo del arcoíris de sus muñecas. —Estoy esperando una llamada importante. No puedo alejarme del teléfono ¿pero sabes en qué estaba pensando? Papá murió con las manos que merecía: manos lindas y llenas de mugre. Tesa trancó el teléfono. Peter Coyote estaría por llamar en cualquier momento.


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