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La Cleta Cartonera, Cholula, Puebla. Colección Narrativa, No. 0: Gabriel Wolfson, Ve. Primera Edición: 2012. Edición Digital: 2013. Diseño de portada: Ana Paula Martínez Lanz Se permite la generación de obras derivadas y la reproducción total o parcial de la obra original siempre que no sea con uso comercial y se respete la autoría.

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Gabriel Wolfson



Aquí empieza el diario de A: “Nadie me cuenta cosas nuevas; así, pues, me cuento a mí mismo” X. Villaurrutia

Mis encuentros son difíciles. Muy a menudo deseo ver a A. Cuando eso ocurre vamos a un café y conversamos. Al separarnos solemos decirnos que realmente tendríamos que vernos. Luego, ya solo, yo mismo me confirmo: tengo que ver a A. J. P. Díaz



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DESDE BERLÍN no llegan las cartas. Quiero decir: no llegan las cartas desde Berlín. Las cartas desde Berlín no llegan. Esto podría resolverse fácilmente cambiando alguna palabra, pero me resisto, es decir: las cartas de Berlín no llegan. O mejor: las cartas de Berlín no llegan más. Ha quedado tan bien que ya no sé qué dice. Además no suena real, o en todo caso no suena a una frase mía, o en todo caso no suena: la frase termina deslizándose a un puro aire deslizándose, y se borra. Como sea, la frase ha llegado así, desde Berlín no llegan las cartas, y en esa imprecisión quiero que se quede porque no importa. En realidad me habría gustado decir: desde Berlín empiezan a no llegar las cartas, pero no veo claro que algo empiece a no llegar, a no ocurrir. Algo que empieza a no ocurrir es todo, el conjunto infinito de todo excepto aquellas cosas del mundo que estamos de acuerdo en que ocurren o están ocurriendo. En fin: desde Berlín no llegan las cartas porque, sabe usted, han alcanzado un desarrollo envidiable, son un pueblo industrioso, qué duda cabe, pero desde la guerra, así es, desde la guerra nunca han podido recuperar las excelencias de su servicio postal, es una pena aquello, un cartero de raza frente a cien carteros borrachos que extravían deliberadamente la correspondencia, que en sus mochilas guardan balones de futbol y botellas de aguardiente, que incluso abren los sobres, así es, e intercambian los contenidos cuando se les


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ha acabado ya el licor y están aburridos, una pena, venden el magnífico calzado que les da el municipio y luego se ponen en huelga cada dos por tres porque les duelen las articulaciones. Algo así.

ESCRIBE A: “La tragedia sin muerte, suicidio, adulterio, incesto, infamia, deformidad física, es la única”, dice Fernández. Escribe A, según digo, pero ya hay un problema. Dice A, piensa A, transcribe A, cita A: leo que escribe A, leo que cita A: digo que leo que escribe A. Así es: digo que leo que escribe A que escribe o dice Fernández. Me resisto a precisar. En todo caso, escribe A. En alguna carta A escribe una frase de Fernández: La tragedia sin muerte, suicidio, adulterio, incesto, infamia, deformidad física, es la única. Fernández es alguien conocido, hasta cierto punto muy conocido, un Fernández que sobresale entre los millones de Fernández pese a haber intentado no sobresalir sino borrarse del mapa y pese a muy probablemente haberlo conseguido. En fin: el problema, muchos de los problemas se habrían resuelto o no existirían si no hubiéramos insistido en escribir y enviarnos cartas a la manera tradicional, es decir a la manera vieja, en vez de a la manera tradicional nueva. De otro modo las cartas ya se habrían borrado del mapa, mientras que ahora tardarán un poco más en hacerlo. ¿Hacer qué? Hacerse ilegibles. Pero en realidad nadie insistió. En todo caso, es claro que ésta es la manera óptima para comunicarse lo menos posible: pasan semanas, uno sale a recoger las hojas secas del jardín si es que lo tuviera, el gato desaparece varios días, uno va al doctor, viene un amigo de visita, uno com-


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pra medicinas y al volver las deja encima de la mesa y encima de la mesa hay una carta a punto de perderse y uno la toma y dice: un día de estos le escribo, y pasan otras semanas, llueve mucho y uno más bien dice: tendría que quemar ya todos estos papeles.

DIGO A por comodidad. Es más fácil decir A que decir antiguo, arnoldo, alberca, aritmética. A se llama Arnoldo, nombre que no lo convence mucho, así que si yo escribo una carta pongo Querido A. Por comodidad y por respeto a las manías ajenas: A. (Y ésta será la única vez que la palabra arnoldo aparezca en lo que yo diga.) En todo caso, algo habrá digamos de afecto en lo de A, porque A, podríamos decir, siempre tuvo preferencia por las letras sueltas o los monosílabos. De habérselo permitido, A le habría puesto a su hija De, Ele o Ka, digamos. Una vez, cuando aún vivía aquí, se imaginó una revista que se llamaría DE, y otra vez, también aquí, ayudó a un fotógrafo amigo suyo a montar una exposición que se llamó SIN. Casi nadie fue a la exposición, pero eso siempre pasa. Las fotos eran de rasgos o elementos propios de playas tropicales que emergían en ciudades como ésta, que desde luego no tiene mar ni río. La pintura de unas palmeras y una sirenita afuera de una marisquería o un puesto de cocos en un camellón, por ejemplo, o unas tumbonas de plástico amarillo en una azotea, y un cangrejo, un cangrejo reseco en el pavimento. En fin, a A nunca le gustaron las playas salvo las de Galicia, a las que fue una sola vez, y que según él son frías, lluviosas y con olor a pescado muerto y con pescados muertos efectivamente tirados por ahí. Sobre todo le gustó que los pescadores del lugar se


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hablaran con monosílabos, o más bien no se hablaran. Digamos: mugidos, gritos, manoteos, modulaciones de un mismo fonema. No puedo precisarlo mejor que esto: mmm, oooh, ejjj, ss-ss.

AQUÍ SIGO con lo mismo, que en realidad todavía no sé qué es, sólo que es lo mismo, escribe A. Con un amigo mexicano estamos fotografiando y filmando los pasos de Robert Walser por Berlín. En realidad tratamos de fotografiar el vacío y la nada, escribe A, la invitación de Walser a desaparecer. Hemos encontrado algo en tiendas de moda antigua, en fotos de exposiciones fracasadas y en tristes estaciones del metro. Ya no pudimos dar con el restaurante donde comía a diario llamado El Establo, desaparecido hace mucho tiempo. En fin, escribe A en una carta que podríamos llamar una carta arquetípica de A, la primavera está con nosotros y nuestro ánimo, no nuestro ingenio, mejora considerablemente. Aquí sigo con lo mismo, escribe A, y yo, como él, no sé qué es lo mismo, pero sobre todo no sé qué es aquí, o cuándo es aquí. Supongo que por eso elegimos escribirnos de esta manera y no a la manera actual, instantánea, porque de lo contrario yo sabría cuándo es aquí: aquí sería hoy, ese hoy en que A escribe y yo leo. En cambio, así, aquí se pierde en muchos días o semanas, e incluso cuando yo leo que la primavera está con nosotros seguramente la primavera ya no está más con nosotros, es decir con A y con su amigo mexicano si es que existe en verdad ese amigo mexicano, es decir: la primavera se nos adelantó, como suele decir la gente de bien. Y yo me he resistido a pedirle a A en mis cartas que precise un poco más, para empezar


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porque cuando he escrito esas cartas no tengo a la vista las cartas de A y no recuerdo lo que tendría que pedirle que precisara. Pero esta carta es una carta arquetípica de A porque en todo caso nunca se sabe. Y mejor dejar las cosas así, aunque en realidad no sé qué cosas son las cosas o cuáles son. En fin, no se sabe, por ejemplo, si existe ese amigo mexicano, si en verdad están filmando los pasos de Robert Walser o si A en verdad está en Berlín y me escribe desde Berlín. Pero lo cierto ha de ser que A está en Berlín, que ha estado en Berlín todos estos años y que, como queda claro en sus cartas, sigue más o menos en lo mismo sin saber qué es lo mismo, pero peor.

HAY UNA REVISTA se supone que publicada en esta ciudad mía. En el número 121 de la revista le hacen una entrevista a una persona de Santa Fe: con ese nombre la ciudad podría estar en cualquier país de este continente, incluidos Brasil o Belice, me imagino. Pero no, no está ni en Brasil o Belice ni en Colombia o Costa Rica. Yo sé muy bien dónde está, pero me resisto a decirlo. En todo caso podría decir: está en A, y podría hacer que la persona de Santa Fe también diga A. Por ejemplo: habla de Santa Fe, una ciudad del interior, dice. Le han preguntado sobre la vida en esa ciudad tan pequeña, así que dice: Allí sucedía todo aquello que nos permite tener una experiencia múltiple y variada de la existencia. La provincia, a mi modo de ver, dice, por lo menos la provincia de A de aquella época, tenía más ventajas que inconvenientes. Y dice más abajo: De vez en cuando viajaba a la capital, pero tampoco con mucha frecuencia. Un viaje por año, o cada dos. ¿Para qué más?,


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se pregunta la persona de Santa Fe para responder a la pregunta que le hicieron, y sigue: no había necesidad de residir en la capital para estar al tanto de lo que a uno le interesaba. Había, en el interior, buenas librerías y bibliotecas públicas bastante actualizadas. Quiero decir, dice la persona de Santa Fe, que lo básico estaba allí. Pero la persona de Santa Fe no dijo la capital, dijo el nombre de la ciudad en funciones de capital: el problema es que ese nombre, a diferencia de Santa Fe, ya no puede disfrazarse con el argumento de que podría existir en cualquier lugar del continente. En cualquier caso, así remata la persona de Santa Fe: ¿Qué necesidad había de abandonar la provincia? Si lo hicimos luego, si yo también lo hice a los 48 años, no fue porque allí sintiéramos algún tipo de limitación, sino porque fuimos expulsados, algunos de nosotros de manera definitiva. Yo tenía, como dije, 48 años, nunca había salido del país. Tampoco pensaba hacerlo, hasta que me vi precisado a abandonarlo si quería salvar mi vida. De eso han pasado treinta años.

ME GUSTARÍA llegar más rápido a lo que quiero decir. O más bien: me gustaría decir lo que quiero decir. Pero siempre parece interponerse algo, un paréntesis digamos, porque muy pronto parece intuirse que las palabras no parecen estar funcionando y hay que hacer algún ajuste. Todo esto pudo haberse dicho de esta manera: siempre hay algo que se interpone, un paréntesis, porque muy pronto intuyo que las palabras no están funcionando. Pero parece que sobre este tema no me es posible decir nada sino a través de las apariencias: parece que no soy yo el que intuye sino


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otra persona u otra cosa. A lo que voy es: “La tragedia sin muerte, suicidio, adulterio, incesto, infamia, deformidad física, es la única” es, por principio de cuentas, el inicio de algo: A la escribe en una carta y empieza entonces a pensar en escribir una historia, o a pensar en buscar quién pudiera escribir esa historia que, a partir de la frase de Fernández, A comenzará a esbozar. Yo no veo la relación pero A dice que hay una relación clara entre la frase de Fernández y la historia que empieza a inventar. No a inventar, escribe A, sino a reproducir, porque esta debe ser una historia ocurrida cien veces e incluso contada doscientas veces. La historia es rara, o al menos es rara para A: no es el tipo de historias que me ha contado, a eso me refiero. Quizá por eso A no está planeando escribirla sino planeando buscar quién pudiera escribirla. La historia empieza con un señor mayor, un viejo pero no excesivamente viejo ni enfermo ni acabado, que vive en un hospital o un asilo, o un asilo-hospital, como habrá muchos. Pero la historia, más bien, empezaría con esta frase:

Querida L.:

porque la historia, esto sí es indispensable, escribe A, es una carta, la historia no existe si no es porque está contada a través de una carta. Nadie cuenta nada en realidad, escribe A, el viejo cuenta en la carta a su amiga L. lo que cualquiera suele contar en una carta, escribe A, como yo ahora. Y la historia no sería más que esa carta, no habría un narrador, no habría otra cosa más que las palabras del viejo, comenzando con “Querida L.” y cerrando con un beso o adiós y un punto final. De hecho, escribe A, no debería llevar título. Pero la historia, escribe A, existiría justamente en ese espa-


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cio entre la carta y lo que queda fuera de la carta, aunque, ya te dije, fuera de la carta no haya nada más que márgenes blancos. El viejo escribe Querida L., escribe A, deja un espacio en blanco y empieza a contarle a L. lo que cualquiera suele contar en una carta, y más si, como es el caso, escribe A, el viejo no ha hablado con L. en muchos años, diez años digamos o quince. Y no sabemos nada más de L., nunca sabremos su nombre ni cuándo se conocieron el viejo y ella ni qué pensará al recibir esa carta, escribe A, si es que al final los carteros no la pierden en el camino.

UN DÍA, en la escuela, en clase de historia, me toca exponer un tema. No recuerdo qué tema era, ni ahora puedo deducirlo, como se verá, de lo que en cambio sí recuerdo que dije al exponerlo. Ese día, en la escuela, hablo básicamente de la revolución. No sé cómo decirlo de otra manera: hablo de la revolución, no de alguna en particular sino del deseo o más bien lo imperioso y obvio de hacer una revolución, de hacer la revolución. Tengo trece años y hablo por lo menos unos veinte minutos, sin trastabillar, sin dudar ni sentirme ridículo, algo que entonces ni siquiera concebía, y algo, hablar así veinte minutos, que ahora no podría hacer. El profesor está sentado en el escritorio con una cara, pienso entonces, que refleja su profunda concentración en mis palabras, y que, pienso ahora, indicaba más bien su profunda molestia por tener que estar ahí, disimulada lo mejor posible. La molestia disimulada, la cara disimulada por la mano que la sostiene y al tiempo peina el bigote. De eso nos acordamos: el bigote gigante del profesor


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de historia. En todo caso yo termino de hablar, el profesor pide a mis compañeros que hagan preguntas y entonces una de ellas, a quien muy convenientemente, como se verá, podría llamar N, alza la mano. Con N he platicado algunas veces y nos hemos sentado juntos e incluso he pensado que N entiende lo que yo digo y viceversa, aunque no podría decirse que fuéramos muy amigos. N alza la mano y me pregunta si yo me iría a la revolución en caso de que estallara la revolución. Las palabras son mías. Quiero decir: N dice irse a la revolución, no sumarse ni incorporarse, dice que estallara la revolución, no que empezara o se destara, y sobre todo dice la revolución en vez de una o alguna revolución porque, según ahora puedo verlo, esas fueron las palabras que yo usé veinte veces en los veinte minutos en que hablé, a una por minuto. Y la pregunta de pronto estalla silenciosamente como una verdadera pregunta, que me hace dudar y me hace tambalear y quedarme de pronto mudo, lo que mis compañeros interpretan como que no preparé la lección. Si cualquiera de ellos y no N me hubiera preguntado eso yo habría respondido de inmediato. Pero N me pregunta y yo, que creía estar seguro de la respuesta porque la respuesta era abrumadoramente lógica después de lo que dije en esos veinte minutos, me quedo sin respuesta. Dos minutos me quedo buscando la respuesta y, con toda la sinceridad que pude no hacer a un lado, termino diciendo: probablemente. De lo cual, por cierto, ahora podemos estar muy orgullosos. Ahora bien, para ser más sinceros aún, reconozcamos que lo que cruza mi cabeza esos dos minutos es el siguiente, impecable razonamiento, del cual también podríamos enorgullecernos: irme a la revolución en esta ciudad significaría irme al cerro de Loreto


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con un rifle, dejar a mis padres y mi hermano y quizá morirme en el cerro. Así que mido las implicaciones de la pregunta y respondo: probablemente. Para mis compañeros la respuesta no es signo de inconsecuencia sino, claro, de mariconería, o en todo caso no es signo de nada o es signo de que ojalá ya mero se acabe la clase, pero a N la respuesta no la convence, N no está segura de lo que quise decir, y entonces vuelve a alzar la mano, voltea a ver al profesor y pregunta si lo que dije quiere decir que estaría dispuesto a dispararle a muchas personas. Y yo digo que sí, respuesta lógica dada la lógica diseminada en mis veinte minutos de palabras no trastabillantes. Digo sí, claro, ni modo que no, ésa es mi respuesta exacta. Y N dice que ella no, y dice más pero ya no la escucho porque otros compañeros empiezan a opinar también, y luego nadie la escucha ya porque muchos hablan y N más bien ha dejado de hablar, algunos gritan, ya nadie alza la mano, uno dice que ya entrados en gastos habría que hacerlo, otro dice, aún respondiendo a la pregunta de N, que ése sería el único chiste porque si no qué chiste, hasta que suena el timbre y el profesor dice para concluir que es un tema delicado y que ya lo hablaremos en otra oportunidad.

EN ALGÚN momento antes de comenzar a no llegar, los sobres de A empiezan a no ser tan delgados. Quiero decir: a partir de un cierto momento los sobres que envía A son sobres más grandes, sobres de papel y de burbujas de plástico porque A ya no sólo envía tres o cuatro hojas sino muchas más hojas. Muchas hojas sujetas con pegamento o hilo: una libreta. Una libreta dentro de un sobre y,


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sólo las primeras veces, una explicación sobre ella. Por ejemplo: encontré la libreta abandonada en un café, escribe A, en una mesa de las que sacan a la calle en el verano, una plaza donde la gente compra plantas y come salchichas con mostaza, una mostaza que tendrías que probar, escribe A, quizá en vez de la libreta tendría que haberte enviado un tubo de mostaza. La mostaza es fantástica, escribe A, y más aún el modo en que la envasan y venden: no en un frasco de vidrio ni en un recipiente de plástico sino en un tubo de metal, como pasta de dientes. Así, en un descuido, le pones pasta de dientes a tu sándwich y te lavas los dientes con mostaza al estragón. Debe ser de algún turista, escribe A, y de uno de tu país: estuve esperando un rato a ver si volvía por su libreta, unos treinta minutos, así que no hay queja posible. Y aquí va, de regreso a su país natal, escribe A en esa primera carta con libreta donde la libreta parece efectivamente un asunto circunstancial, al grado de que la explicación sobre su hallazgo asoma en un párrafo ya avanzada la carta, después del cual, además, A sigue hablando de los tubos de metal, de las casitas de descanso de los berlineses, ubicadas en la misma Berlín, y luego de su habilidad como carpintero. La libreta registra un viaje largo que arrancó en España y Portugal, siguió en Hungría y Austria y llegó a Alemania. Al principio su dueño escribe mucho, sobre todo de comida, descripciones exhaustivas del desayuno a la cena: la grasa de un croissant con chocolate, el tiempo que aún duró hirviendo, ya en su mesa, un cazo con arroz, camarones y mucho perejil, una paella de conejo y caracoles, una hamburguesa “especial” con huevo frito, cuya yema, al ser mordida, impregna desde luego toda la hamburguesa y los dedos del comensal. A me-


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dida que pasan los días y las ciudades, las hojas de la libreta van quedando cada vez más vacías: el dueño ya sólo registra sus gastos, y no todos. Al llegar a Austria sólo se asienta “Austria” y luego “Viena”: muchas hojas en blanco, excepto por una donde el dueño pega el ticket de entrada a la sede de la embajada de Bulgaria, y otra, varias páginas después, con la foto de una milanesa descomunal.

A LA SALIDA busco a N. No me convencen mucho sus preguntas, es decir mis respuestas. Está muy claro, pienso, que si estallara la revolución muchos de mis compañeros se sumarían, podría formarse un batallón de alumnos de secundaria, aunque no estoy seguro de que su entusiasmo durara más de una semana. Pero algo no me deja tranquilo: si de veras estallara la revolución y de verdad yo me fuera a la revolución, pienso, me gustaría mucho que N fuera también, yo me sentiría mejor si N organizara las cosas y me dijera qué hacer. Eso es lo que pienso, aunque en realidad lo que me preocupa es que N esté de acuerdo conmigo, me vaya o no a la revolución. A la salida, pues, busco a N, pero ya ha llegado su padre a recogerla. Nunca lo había visto, no ha ido, ni irá, a ninguna de esas actividades escolares a las que se suman los padres entusiastas. Es joven y conduce una caribe verde. Aún iría yo a hablar con N pero su padre tiene cara de que está enojado y de que tiene prisa. Me quedo quieto, lo cual, quedarse quieto, es algo que en esa época todavía no sé hacer. Entonces N, ya dentro del coche, me ve ahí parado, algo le dice a su padre y él me pregunta si tengo cómo irme, si no quiero un aventón. Y yo digo que no, muchas gracias,


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porque ya irá mi madre por mí y porque, pienso, me he quedado desarmado, ya no tengo nada más que decir, aun si N quisiera seguir hablando de la revolución yo ya no podría decir nada. Todavía no empezaba la revolución y ya estabas desarmado, escribe A después de que le cuento la historia. Pero A no se acuerda de la escena. En todo caso, yo se la cuento no sólo para precisar cuándo fue la primera vez que nos vimos. En realidad, para ser más precisos, nos conocimos unos ocho años después y en circunstancias más grises, que es el modo correcto para conocer gente. Yo le cuento la historia a A para contarle así algo de N, quien desde luego no se llama N y de quien A no ha sabido nada en muchos años. Pretendo contarle a A cómo yo quería decirle algo más a N pero no lo logré, en parte porque él llegó por ella y en parte porque yo no sabía bien qué quería decirle, sólo que era importante: algo que finalmente no existía pero que era importante. Que A haga bromas sobre mi historia prueba, me parece, que en ella ha visto eso que es inexistente pero importante, puesto que de esas cosas no hay más que hablar.

QUIZÁ ÉSTA es la carta. Te transcribo lo que escribe una mujer, escribe A, a quien vamos a llamar Madame M. Madame M escribe: Pero si se piensa en el vacío, éste se convierte en otro pensamiento. Lo mejor, escribe A, es pensar qué había antes, de dónde venía Madame M como para empezar ahora con un Pero. Pero eso no lo sabrás, escribe A, porque te transcribo sólo a partir del Pero: Pero si se piensa en el vacío, éste se convierte en otro pensamiento. Deja de haber vacío. Ahora bien, cualquier pensamiento, incluyendo el


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pensamiento del vacío, carece de realidad, escribe Madame M, por lo que puede decirse que, cuando deja de haber vacío (por la agitación de la mente) sigue habiendo vacío (por la impermanencia y, por tanto, la irrealidad de los contenidos mentales). Así que puede llegarse a la conclusión de que, de uno u otro modo, siempre habrá vacío. Entonces, la risa. Eso escribe Madame M, escribe A, así cierra su idea: Entonces, la risa. Pero en realidad no cierra así su idea, sino su párrafo: la idea sigue, escribe A. Por ejemplo con esto: sólo queda enmudecer, o volver a hablar, dice Madame M, aunque dice más cosas, escribe A, pero yo ya no puedo entenderlas. Eso escribe A. Pero no hay tal cosa como la carta: hay muchas cartas. Dije la carta por pensar que entre las muchas cartas podría haber una que marcara algo, el inicio de algo: el inicio del fin de las cartas, que es tanto como decir: las cosas empiezan a no ocurrir. Pero está clara la insensatez de todo esto: el inicio del fin de las cartas es algo que no existe, aunque sea importante. El inicio del fin de las cartas sólo puede ser algo que, de tan diluido, desaparezca antes de existir: pasan días, se extravían los lápices, uno no tiene ganas de salir a comprar lápices, uno sale por tunas y mandarinas, pasan una buena película en la tele, la tele se descompone, uno busca la tarjeta del técnico que repara artefactos eléctricos y entonces uno se da cuenta de que hay muchos papeles viejos, entre ellos muchas cartas viejas, a las cuales uno puede propiamente llamar viejas porque su continuidad ha sido interrumpida, porque no han llegado otras que las mantuvieran unidas por un hilo caligráfico hasta el día en que, por ejemplo, la tele quedara por fin lista o hubiera que tirarla a la basura.


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A, DESDE LUEGO, se confunde. No es A quien se confunde, sino el mundo a su alrededor. Hay una confusión en todo caso con los países, o más bien con los adjetivos que se aplican a los países: este país, ese otro país, aquel país. Digamos: la persona de Santa Fe tuvo que salir de su país, al que convinimos en llamar A, a los 48 años. Eso no suena bien: a los 48 años uno sólo tendría que salir de una cabaña en medio del bosque a caminar por el bosque y quizá hasta llegar a la ciudad más cercana. A salió con 20 años de A, por ejemplo, pero ya tenía una hija, a quien llamamos N aun sabiendo que ese no es su nombre. A sale de A y N y la madre de N se quedan en A esperando que A les avise desde algún lugar de México que ya está instalado y ya pueden alcanzarlo. Y A llega efectivamente a “algún lugar de México”, que es la mejor manera de definir esta ciudad. Yo no tengo problemas con los adjetivos: esta ciudad es esta ciudad en la que estoy, cuyo nombre está escrito en los sobres plastificados de A y en algunos de los más gloriosos pasajes de historia patria. Se dirá: es mejor ser joven si se tiene que salir del propio país. Muy bien, pero A no sale ni suficientemente joven ni suficientemente mayor, creo yo. No sé cómo decirlo de otra manera: sale a la mitad. Digamos: un viejo vendedor de casimires ve venirse abajo su pequeño negocio y tiene que rematar, así que sale a la calle y anuncia que remata toda la mercancía a la mitad de precio: el hombre está también a la mitad, reconfortado por ver lo bien que se venden sus casimires, lo que, sin embargo, significa el fin de aquello que ha hecho toda su vida y que es de hecho lo único que ha sabido hacer toda su vida, excepto, claro, que ahora sabe otra cosa: que regresará a su país de origen y buscará un asilo.


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En fin: en algunos momentos A dice este país para referirse a México y otras veces dice este país para referirse a Alemania, o más propiamente a Berlín. Este país: Berlín. E incluso bajo ciertas circunstancias sintácticas, digamos, dice este país para referirse a su país de origen y del que salió a los 20 años. 20 años en A, 25 años en “algún lugar de México” y 15 años en Berlín: en suma, unos 56 años debe tener A, independientemente del país en que se halle.

PREGUNTÉ POR algún libro interesante, escribe A, lo que en esos primeros días era tanto como preguntar dónde había una tienda de comestibles o como preguntar dónde está el baño. Exactamente: oiga, escribe A, ¿en este país dónde está el baño?, no un libro que pudiera encontrar en cualquier anaquel, uno más singular, una recomendación verdadera, algo que sólo algunas personas necesariamente de aquí, es decir de allá, escribe A, pudieran recomendarme, un libro que los amigos de mi país no conocieran, algo de poca circulación y que precisamente por su poca o nula circulación me diera una idea de este país, es decir de ese país, y entonces una de las primeras personas que conocí, y la única entre aquellas primeras personas conocidas a la que seguí viendo el resto de los años que viví allá, escribe A, empezó a hablarme, titubeante, de una mujer que escribía crónicas taurinas. Dios mío, pensé, escribe A, en mi país los libros los escriben los escritores, no las señoritas que hacen crónica de sociales, a ver a dónde me lleva esto, pensé, una mujer ya grande que antes escribió crónicas taurinas, me dijo mi nuevo amigo, escribe A, y que escribió tam-


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bién un libro y luego creo que ya no escribió más, si acaso un segundo libro pero no más, dijo. Me animó a buscar su libro, escribe A. Quiero decir que este amigo me animó a buscarlo, pero igualmente me animó el pensar que este país, tu país, no podía escapar de la mudez, del sino del escritor que escribe un par de cientos de páginas y luego se disuelve en la inopia, y si este país no podía escapar a eso, según la candorosa noción de país con que me acorazaba esos primeros días en tu país, escribe A, yo no podía entonces escapar a lo inescapable, así que busqué el libro de la cronista de toros. Ese libro está aquí, por cierto, aquí en la mesa en que me apoyo para escribir esto, escribe A, y creo que sigue no estando nada mal. Eso escribe A, y yo pienso entonces en cómo A, pese al férreo estilo de habla de su país, terminó apropiándose de cierto estilo de este país tras vivir en este país unos veinticinco años. Por ejemplo, A ya no preguntaría dónde está el baño sino que diría: discúlpeme, me gustaría saber dónde está el baño. No dónde queda el baño, no es para tanto, pero sí una pequeña serenata barroca rodeando la pregunta. O mejor aún: sin pregunta, la pura serenata. Y todo para señalar: que las cosas empiezan a no ocurrir es tanto como decir que algo sigue no estando nada mal.

HACE YA algunos años tú y yo paseábamos bajo los tilos, esa podría ser la primera frase, es decir la segunda frase porque la primera es Querida L.:, escribe A, una frase así parece característica de una carta, del inicio de una carta que alguien escribe a quien no ha visto en años, pero además, ¿no crees?, escribe A, Hace ya algunos años


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tú y yo paseábamos bajo los tilos suena a traducción de un libro del XIX y eso nos serviría porque distrae, y distraer, escribe A, es lo que hay que hacer en los primeros renglones o párrafos de la carta. Es una buena frase pero, en realidad, no me convence del todo, y quien finalmente escribiera esta historia sería mejor que pensara en otra frase, una, escribe A, un poco menos convencional, porque además de distraer el inicio de la carta podría también sugerir de alguna manera alguna cosa turbia por debajo de la ocurrencia del viejo. El viejo, en su asilo-hospital, un día entre tantos decide escribirle una carta a L., pero algo tendría que sugerir que las cosas no son tan simples, así que, viéndolo bien, escribe A, quizá sí sea apropiada la frase Hace ya algunos años tú y yo paseábamos bajo los tilos, ¿no?, porque viéndola bien es una frase arquetípica de carta pero no del inicio de una carta, a quién se le ocurre comenzar así, y porque además pareciera esconder, escribe A, una especie de reproche, el inicio de un reproche que quizá no se desarrolle del todo porque el viejo debe jugar muy bien sus cartas, y si en verdad quisiera hacer un reproche, que yo no lo creo, escribe A, sabría que no podría plantearlo así, de buenas a primeras. Esto es sólo una idea, habría que discutirlo con quien finalmente escribiera la historia, pero se me ocurre que podría empezar así: Hace ya algunos años tú y yo paseábamos bajo los tilos, algo, los tilos, que aun ahora, pese a saberme rodeado de ellos, escribiría el viejo, sigo sin lograr distinguir de cualquier otro árbol. Me gustan los árboles y me gustan los nombres de los árboles, pero me es imposible relacionar unos y otros. Y ahora puedo decir que paseábamos bajo los tilos porque hace algunos años tú me dijiste que esos árboles eran tilos. Y yo


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ahora vivo rodeado de tilos, escribiría el viejo, escribe A, según no se cansan de comentar las personas de este lugar donde vivo. A lo que tendrían que seguir, escribe A, varios renglones más, quizá una página o incluso dos páginas, donde el viejo, como sin proponérselo o sin darse cuenta de lo que está haciendo, continuara describiendo el lugar donde vive, el jardín casi bosque de la parte de atrás, la huerta inservible, los mosaicos secos del piso, la reja presuntuosa de la entrada, alternando la descripción con nuevas y breves referencias a cierta vida común del pasado, como la frase inicial, escribe A, vida común con L., claro, y así quizá dos páginas como sin darse cuenta de que lleva dos páginas describiendo para L., de quien no ha sabido nada en muchos años, el lugar en donde vive pero sin haber dicho aún que ese lugar es un asilo, una especie de asilo-hospital. Y no debería quedar claro, aunque lo esté para nosotros, escribe A, que el viejo al menos cuenta con la sorpresa de L. al decirle tan tardíamente que el lugar donde vive, el lugar desde donde le escribe, es un asilo-hospital, escribe A.

LA TELE es maravillosa, sobre todo si no está descompuesta. Esta aún no se descompone del todo, así que aún puedo verla y escucharla: como a una prima o un abuelo, o más bien como a una abuela pero de otra persona, no tuya, y que sin embargo viviera en tu casa. Alguien me contó ya esa historia: en Japón un señor descubrió, después de uno o dos meses, que una señora, una viejecita, llevaba viviendo en su casa uno o tres meses. El señor vivía en un departamento y salía a trabajar todo el día. Pero poco a poco fue notando


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que faltaba una manzana, una galleta, o que había dos galletas rotas que él no recordaba haber roto. Entonces instaló una cámara para averiguar qué ocurría mientras él no estaba. Y descubrió que había una viejecita viviendo en su clóset, o más bien durmiendo en su clóset, suponemos que atrás de maletas y cajas de zapatos, oculta por camisas y gabardinas. Cuando él salía temprano la vieja salía a su vez del clóset, iba al baño, luego cortaba una manzana en trozos pequeños de los que comía algunos y guardaba otros, y luego se sentaba a ver televisión o se sentaba en la mesa a ver una planta en una maceta. También se recostaba en el piso y dormitaba. ¿Qué tipo de historia es esta? De horror, podría ser: la viejita como un Horla japonés: tras ver el video, el hombre se levanta de su cama por la noche y con sigilo busca en el clóset a la viejita pero en el clóset desde luego no hay nadie y, no obstante, siguen desapareciendo manzanas. Y después, en el video del día siguiente, tras cortar su manzana, la vieja alza la cara hacia la cámara y le sonríe al hombre mientras se cercena un dedo. O una historia que antes sería atributo casi exclusivo de los estadounidenses y ahora más bien de los chinos: un merengue chino, digamos, tan malos los chinos para la repostería: el hombre comprende que la viejecita debe estar muy sola, por la mañana se sale del trabajo, vuelve a su casa y la descubre dormida en el piso, entonces la despierta con mucho cuidado y hablan: la viejecita le cuenta cómo es que se ha quedado sola en el mundo y el hombre, que básicamente también está solo en el mundo, salvo sus amigas las prostitutas para clase media a quienes sin embargo pronto dejará de visitar, adopta a la viejita como su abuela, y de hecho formalizan su mutua adopción en el registro civil: los


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empleados del registro civil, desde luego, agilizan los trámites y cantan. Pero más bien no hay historia de horror ni historia china: la viejita no habla, no se sabe si por muda o por demasiado vieja o porque no es japonesa y no comprende lo que el hombre le dice. El hombre piensa: bueno, por lo pronto ya me tengo que ir al trabajo, ya mañana veremos. Pero al día siguiente también tiene prisa y el fin de semana está muy cansado. Así que pasan más días en los que el propósito del hombre de encontrar el tiempo necesario para hablar con la viejecita y resolver las cosas se va convirtiendo en un olvido de que la viejecita vive ahí, en su clóset, lo que encuentra su correspondencia en el hecho de que la vieja va pensando más bien que el hombre, ese hombre que una noche se acercó al clóset para hablarle, no fue más que un mal sueño. Así que no hay historia aquí porque la historia termina en el mismo punto donde había comenzado, sin que pudiéramos decir que ha pasado nada.

UN SEGUNDO sobre con libreta y carta. Más bien sin carta: la hoja manuscrita por A difícilmente podría llamarse carta: no tiene fecha, no se dirige a mí, no habla del clima ni de los vendedores de periódico berlineses, no se despide. Aunque, pensándolo bien, las hojas no se despiden, si acaso en el otoño de los países donde en verdad hay otoño. En fin, es una hoja con comentarios sobre la libreta. Era de mi abuela, escribe A, la libreta de mi abuela y sus amigas. La libreta, en efecto, de hojas grandes, forma italiana y papel sumamente poroso, está llena de nombres de señoras y señoritas: Marcela Inés Giacometti, Elena Roggero, Gladis Basso,


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Amanda Giorgetto, Catalina Giordano, María Pulcinelli, Rosa L. L. de Barizonzi. Forma italiana, apellidos italianos y un país que no es Italia y que me resisto a nombrar más que como A. En A, las amigas de doña Rosa L. L. de Barizonzi, la abuela de A, escriben sus nombres en una libreta: estampan sus abigarradas firmas en una libreta porque en esos años, me imagino, nadie las requiere para que estampen sus firmas en otro papel: los padres y los maridos, como el señor Barizonzi, se encargan de todo. En esos años, escribe A en la hoja que acompaña a la libreta, las gráficas de exportación de ganado son puras líneas ascendentes, como todas las firmas de esta libreta. Pero junto al ganado, digamos, escribe A, hay porcelana francesa, lo que explica las mayúsculas rococó en los nombres de mi abuela, mis tías y sus amigas. Caligrafía insuperable, y sin embargo, escribe A, la escritura manuscrita ya no es continua en la mayoría de los casos, se interrumpe a la mitad del nombre o antes de una consonante difícil. Mi abuela y sus amigas escriben sus nombres, escribe A, tienen una libreta donde sólo escriben sus nombres, y yo ahora tengo una libreta que tuve todos estos años y que tuve que cuidar y llevar en cada mudanza todos estos años, donde no puedo leer más que nombres interrumpidos. Aunque pensándolo bien ya no tengo esa libreta ni tengo que leer nada.

PERO LA TELE es maravillosa porque ayuda en mis investigaciones. Sobre todo, ayuda porque me hace ver que estoy haciendo una serie de investigaciones. Digo investigaciones porque investigación, en singular, suena más real y no es el


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caso. Hay, por ejemplo, un canal de Sonora. Hay muchos otros, de muchas partes del mundo, pero hay uno de Sonora. En él he llegado a ver un bailable sonorense, una reunión de agricultores o un filete de res desangrándose sobre un plato metálico. Nadie ve el canal de Sonora, supongo, hasta que un día, cambiando los canales de la tele a la espera de que algo pase, descubro un documental borroso. Es el canal de Sonora pero el documental trata de personas provenientes de A que llegaron a México y viven en México. Sobre todo, de una niña y su padre. La niña nació en Israel porque sus padres, tras salir de A, fueron primero a Israel antes de asentarse en México, en “algún lugar de México” para ser claros. Por una parte, imágenes del padre caminando en algún lugar de México: calles arboladas a mediodía, el hombre hablando no a la cámara sino a alguien que seguramente va junto a la cámara, poco ruido de autos, y el hombre, de barbas y pantalón de pana, se ve muy tranquilo y a gusto con lo que está diciendo: recuerda una taquería, el primer lugar donde comió algo en México, habla de amigos o conocidos suyos que habían llegado antes y que lo ayudaron a conseguir trabajo y conseguir casa, dice que su hija es prácticamente mexicana, es decir: es mexicana pese a haber nacido en Israel pero sobre todo pese a que sus padres no lo son y hablan de una manera muy distinta que ella pese a que hablan el mismo idioma. Ella habla distinto, sin duda, como se aprecia en la otra parte del documental: la hija en una reunión de jóvenes prácticamente mexicanos, hijos de personas que salieron de A más o menos en la misma época. Pero la hija está incómoda en esa reunión. Quizá todos lo están, pero a ella se le nota más porque la


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cámara la sigue. Se habla de un país o de otro, de tener o no tener que escoger, de sentirse o no en casa, y se habla, sobre todo, del dulce de leche. Ella, creo yo, se siente incómoda por eso: se siente observada, intuye que esa reunión es artificial, que todos ellos han sido convocados para terminar hablando, digamos, del dulce de leche, y para que en algún momento alguien, por ejemplo yo gracias al canal de Sonora, la vea intentando explicar algo de lo que sencillamente no se puede hablar. Pero yo sé que ella habla distinto que su padre no sólo porque tal cosa es evidente en el documental, sino porque la conozco: ella fue también mi compañera de escuela, como N aunque iba un año abajo, y sé que habla, digamos, como yo, aunque con una voz incomparablemente superior. Así que puedo exponer un primer resultado de mis investigaciones: es un hecho que pasé mi adolescencia, sin saberlo, rodeado de hijos de estas personas misteriosas, como A, a quienes uno no distinguía del resto, expertos en lingüística y en mudanzas, atesoradores de libretas o libros en cajas de detergente, y quienes en general fueron sustituyendo en sus cabezas las historias por las que tuvieron que salir de su país con las historias digamos nuevas o domésticas de las que de pronto se descubrieron rodeados cuando de pronto caían en la cuenta de que llevaban digamos ocho años ya o doce en algún lugar de México y de que además sus hijos hablaban, básicamente, como Pedro Infante o como el chapulín colorado.

HASTA QUE en algún momento, después de dos páginas, el viejo dice por fin, escribe A, que ese lugar donde vive, rodeado de tilos,


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con una huerta inoperosa porque se han encargado de ella los residentes, que nada saben de hortalizas, es una especie de asilohospital. Entonces quien escribiera esto, escribe A, tendría que hacer que el viejo hablara varios renglones de cómo nombrar ese lugar donde vive: asilo, diría primero el viejo, pensando que decir hospital podría ser demasiado fuerte o demasiado sentimental, podría sugerir una intención de conmover a toda costa a L., así que asilo, aunque de inmediato tendría que ser notorio para el viejo que decir asilo quizá resultara más quejumbroso puesto que hospital podría en cambio denotar algo simple e higiénico, provisional, por lo que el viejo rectificaría: más que asilo, hospital, eso es, le diría a L., un hospital, aunque de una vez quiero decirte, escribiría el viejo, que en general estoy muy bien de salud, no tengo nada que pudiera seriamente considerarse una enfermedad. Estoy aquí porque es un buen lugar para estar, diría el viejo, así que las consideraciones del viejo tendrían que desembocar en la frase “una especie de asilo-hospital”, con la cual, en principio, escribe A, se borraría toda pretensión de llamar la atención o causar lástima y que, no obstante, en su ambigüedad, en su deseo implícito de sugerir una imposibilidad de precisar y de pasar página, dejaría tal vez latiendo un resto oscuro, una especie de grieta pendiente. Pero este “resto”, según los propios términos de A, supongo que se disolvería pronto, porque de acuerdo con la siguiente anotación de A al respecto, en otra carta, después de la frase “una especie de asilo-hospital” quien escribiera la historia debería continuar con una descripción decididamente positiva del asilo-hospital ya sabiendo, es decir: ya sabiendo L., que se trata de un asilo-hospital,


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una descripción que, en palabras del viejo, tocaría varios puntos que en ocasiones el viejo llamaría “ventajas”: la comida saludable, lo que para el viejo constituiría, según su enfática exaltación, la primera vez en su vida en que de verdad pudiera hallar placer, por ejemplo, en un simple plato de verduras; las habitaciones desde luego individuales, silenciosas, una sensación de privacidad, diría el viejo, nunca alcanzada en mi casa, de la que tú te acordarás, y sin embargo próximas las habitaciones, o al menos la mía, diría el viejo, al cuarto de las enfermeras, quienes de esa forma pueden atender tus requerimientos de inmediato; la tranquilidad para los hijos de saber que sus padres están en un buen lugar, o más bien, diría el viejo, la tranquilidad mía de saber que mis hijos no sólo no gastan una sola moneda en mí, sino que no tendrán forma de sentir culpa, de atesorar la más remota y barroca culpa, y por lo tanto no sentirán siquiera la necesidad de venir a visitarme; los médicos, las enfermeras y los empleados en general, entre los que hay por ejemplo un bibliotecario y un cartero, todos jóvenes pero no exageradamente jóvenes, algo que, creo, diría el viejo, ya no podríamos soportar. Aquí el viejo, o más bien quien escribiera su historia, tendría que trazar breves esbozos, más o menos irónicos pero al final benévolos, casi diríamos agradecidos si no fuera porque el agradecimiento no es precisamente un rasgo característico del viejo, escribe A, de los empleados del asilo-hospital con quienes tiene mayor relación, entre ellos el médico del turno matutino, el encargado de recoger los platos y limpiar el comedor por las noches, y las dos enfermeras a las que está asignado: de una de ellas el viejo no dirá su nombre, escribe A, y de la otra dirá: se


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llama Rosa, aunque ése no es en realidad su nombre, pero pensándolo bien Rosa tampoco me gusta, así que, dirá el viejo, vamos a llamarla Dora, eso es, escribe A, mucho mejor la enfermera Dora.

EL PROBLEMA no es de adjetivos ni siquiera de artículos. A camina por primera vez en algún lugar de México, es decir, en esta ciudad. Su primera casa está en el cerro de la Paz, pero desde luego no es su casa: es un cuarto, sólo provisionalmente suyo, en una casa que la universidad de la ciudad renta para dar asilo provisional a gente recién llegada: profesores, editores, correctores de estilo o personas de las que aún no se sabe su profesión. A camina por el cerro de la Paz, donde hay sobre todo casas grandes, árboles, sirvientas de uniforme y casi ningún coche, y a A no se le ocurre pensar que está caminando por primera vez en este país porque en principio haría falta demasiada lucidez o demasiado cinismo para constatar como un filósofo profesional algo tan simple como caminar, así sea la primera caminata en un nuevo país, pero además porque debe ser muy difícil dar unos pasos por una banqueta mal hecha y pensar que se están dando unos pasos no en una banqueta sino en un país, y más, como es el caso de A, cuando ni siquiera se tiene claro que se está pisando una ciudad, cuál ciudad, qué tipo de ciudad. A pisa una banqueta irregular que está en una colonia aún tranquila y conservadora que está en una ciudad casi también aún tranquila y conservadora que está en un país que aún sueña con administrar la abundancia, aunque claramente ya nadie sueñe nada. Pero A, que quizá entonces aún no reconocería la cita culterana de la úl-


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tima frase, no piensa desde luego en administrar nada ni conoce tampoco la fama de conservadora inmovilidad de esta ciudad, sólo camina por calles asombrosamente solitarias pese a que la tarde es fantástica, con una luz tan potente y diáfana que haría pensar en una mañana eterna; camina A por banquetas disparejas y aun por el centro de la calle para observar las casas, las jacarandas comenzando a secarse, pasa por un pequeño parque en una pendiente, también vacío, se cruza con una sirvienta que empuja una carreola, luego con un hombre flaco, de boina y barba blanca, alcanza a ver a una niña que juega sola en una azotea, y de pronto descubre que ha llegado al mismo punto en que comenzó su caminata porque entonces descubre que la avenida que ha caminado le da la vuelta al cerro, así que A se siente satisfecho por su primer reconocimiento del terreno, como si nadie más supiera que la avenida es circular, ni siquiera los ingenieros que la trazaron, y de pronto piensa A que tenía mucho tiempo sin caminar una tarde así, veinte o cuarenta minutos seguidos, y piensa también que tiene hambre. Así que A va a un lugar que le recomendó la persona que lo recibió en la casa de la universidad, es una taquería que está en la esquina de esa misma calle, la cochera de una casa donde una mujer libanesa hace, nunca mejor dicho, tacos árabes, y A entra y come. Y así muchos días. Así ese tipo de cosas pero cada vez más familiares por muchos días. Hasta que un día, cuando su hija hace tiempo que se ha borrado del mapa, cuando está a punto de tener que irse de este país, entre coches y camiones que cruzan el cerro de la Paz por lo que hay que andar con mucho más cuidado, A vuelve a esa calle para constatar, aunque desde luego ya lo supiera, que la taquería


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dejó de existir hace muchos años y que nadie del rumbo se acuerda de ella, por lo que A por un segundo piensa que la taquería de la señora libanesa sólo existió esa tarde, sólo abrió esa tarde en que él dio su primera caminata, ahora sí lo puede pensar categóricamente así, su primera caminata por esta colonia de esta ciudad de este país. No es así, señor A, mi mujer era esa niña trepada en la azotea y ella aseguraba haber ido muchas veces a cenar a esa cochera. Eso me gustaría decirle pero ya no hay pruebas de nada.

UN SEGUNDO resultado de mis investigaciones podría ser, por ejemplo, la persona de Santa Fe, quien hasta donde sé aún vive en este país: podría entrevistarla si es que dejara de llover o más bien si realmente existiera tal cosa como mis investigaciones. En todo caso, la persona de Santa Fe, por ejemplo, no pensaba salir, ya no digamos de A sino de Santa Fe: pensaba que toda su vida iba a ocurrir en Santa Fe, entre muchas otras personas de Santa Fe, en cuyo caso no se la podría llamar la persona de Santa Fe. Y sin embargo tuvo que salir no sólo de Santa Fe sino de A, por lo que ahora, en este país, la puedo propiamente llamar la persona de Santa Fe. El comienzo en México no fue fácil, dice la persona de Santa Fe. Yo supongo que no les fue más sencillo a quienes salieron de A para ir por ejemplo a Suecia. ¿Qué va de A a Suecia? Un avión: un vuelo larguísimo y no obstante, pienso, no lo suficientemente largo como para aclimatarse, es decir, como para que quienes salían de A rumbo a Suecia asimilaran precisamente eso: no sólo que salían de A sino que, encima, llegaban a Suecia, país


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de todos mis respetos. Así que el problema no sería tanto “en México” como “el comienzo”, ocurriera donde ocurriera ese comienzo, por ejemplo en el caso de la persona de Santa Fe, quien a los 48 años tuvo que comenzar de nuevo, como se dice comúnmente. ¿Comenzar qué? Comenzar a hablar. Comenzar a pensar que su vida en Santa Fe, es decir su vida tal como la había comprendido hasta entonces, se había propiamente borrado del mapa. O comenzar nuevamente a no hablar, que es tanto como decir, por ejemplo, que en general las cosas siguen no estando nada mal. En todo caso, la persona de Santa Fe de pronto sospecha que el problema no era tanto México ni el comienzo, sino algo que se sumó al “comienzo en México”: una de mis características personales, dice la persona de Santa Fe: mi proclividad al aislamiento. Lo cual debe querer decir que lo difícil no es comenzar, sino comenzar cuando más bien se tiene proclividad a no comenzar, o para ser más precisos en este caso: a seguir no comenzando.

PODRÍA DECIRTE, escribiría el viejo, escribe A, que Dora tiene unas manos muy grandes y carnosas, lo cual noté inicialmente porque Dora me ayuda en muchas de mis actividades cotidianas. Aquí seguirían varias líneas que describieran algunos rasgos físicos de Dora, pero quien escribiera esto, escribe A, tendría que ser muy cuidadoso con los términos. Quiero decir, escribe A, que tendría que seleccionar términos imprecisos, palabras que pudieran caer en uno u otro lado, como creo que es quizá, escribe A, la palabra “carnosas”. A piensa en otras posibles opciones de las que podría


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echar mano quien finalmente escribiera la historia: la palabra “tobillo”, por ejemplo, o las palabras “blando”, “fricción”, “mandíbula”, “reseco”. El viejo describe esas actividades cotidianas sin decir cuáles son exactamente, como si alguien hablara de unas manos que presionan un tobillo en vez de decir simplemente un masaje de pies, escribe A, para de esa manera describir a Dora, hasta que en un momento, escribe A, el viejo tendría que decir algo así: pero, ¿cómo decírtelo?, supongo que no es obligación de Dora ser tan, digamos, exhaustiva en los cuidados que me da, supongo que toquetear bajo el pantalón de mi pijama no era parte de su primera asignación de trabajo. Y aquí habría un punto, no sé si un punto y seguido o un punto y aparte, escribe A, pero un punto claramente notorio para quien leyera esto, para alcanzar cuya notoriedad quien escribiera la historia quizá habría tenido que evitar el uso de todo punto en lo que llevara escrito hasta ese momento. ¿Pero existe “para alcanzar cuya notoriedad”? Quiero decir, escribe A: ¿existe tal cosa como la frase “para alcanzar cuya notoriedad” o el lenguaje ya empieza a despegárseme? Como sea, escribe A. Después del punto tendrían que aparecer algunas palabras confusas, algunas frases raras, no sabría cuáles o cómo podrían ser, escribe A, eso debería resolverlo quien escribiera todo esto, algo así como salidas falsas, tentativas de comenzar nuevas frases que se hubieran frustrado a la mitad, hasta que por fin apareciera una frase completa, escribe A: Te dije que no tengo ninguna enfermedad seria, lo cual, sin embargo, no te habrá hecho pensar que no tengo nada. Tú y yo, como cualquiera en nuestra condición, sabe muy bien cómo funcionan estas cosas, así que no tengo que ser


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más preciso. Te hago saber solamente que, entre otras circunstancias novedosas bajo las que vivo, escribiría el viejo, la artritis ha avanzado, no demasiado pero con el entusiasmo suficiente para obligarme a hacerle caso, y hay algunas cosas que no puedo hacer. Escribir me cansa de inmediato, me provoca un dolor muy fuerte a los pocos renglones, lo que, como si faltara, me ha animado cada vez más a continuar no escribiendo. No soy yo quien te escribe esta carta, escribiría el viejo, he dictado lo que llevo de esta carta y continuaré haciéndolo hasta que termine. Ha sido Dora, dictaría el viejo, tan agradable siempre, quien escribe lo que lees, escribe A.

SOBRE BERLÍN A sigue escribiendo pequeñas anécdotas, como si no llevara muchos años viviendo ahí. Quiero decir: A sigue escribiendo pequeñas anécdotas sobre Berlín en sus cartas, pero son sus cartas las que siguen ya no llegando. A veces pienso que A en realidad no ha vivido en Berlín sino en otro lugar, en un pueblo cercano, digamos, desde donde practica excursiones cada tantas semanas o meses a Berlín para enviar nuevos descubrimientos sobre Berlín a los habitantes del resto del mundo, algo que desde luego también podría realizarse sin tener que vivir fuera de Berlín sino, por ejemplo, en algún quinto piso de Berlín que no se abandonara sino cada tantas semanas o meses. Por ejemplo: el señor que vende el periódico, del que A se ha hecho amigo, según escribe. Es difícil precisar a qué se refiere A, porque el periodiquero, según escribe, habla un alemán imposible de comprender, como un gallego pero en alemán, según A. De hecho A le compra a él porque en su


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barrio es el único que vende un periódico en español. Su local está decorado con banderines de futbol y con pósters psicodélicos de Evo Morales, y el periodiquero, vestido con shorts amarillos aun en invierno, saca todas las mañanas un banquito y una mesa para desayunar afuera de su negocio. El trato es así, escribe A: el hombre me vende el periódico a mitad de precio con la condición de que al día siguiente se lo devuelva sin maltratar, para que así pueda a su vez devolverlo a la agencia o incluso volverlo a vender. A mí me ha tocado también ocupar el segundo y hasta el tercer lugar en esa cadena de lecturas, por lo que vengo enterándome de las noticias uno o dos días después. De cualquier manera, escribe A, no hay con quién comentar las novedades políticas de la Junta de Andalucía, que es lo que fundamentalmente leo. Pero regularmente me toca el periódico del día, por lo que debo leer el periódico como si leyera un incunable para no arrugarlo, escribe A. O bien, la pareja de heladeros Marcelo e Isabel, que provienen, como sus nombres bien lo indican, del mismo país de origen que A, es decir de A. Bastó la primera vez que A pidiera un helado sencillo de chocolate para que los heladeros reconocieran en su torpe alemán la huella de la entonación patria, lo saludaran en español y le obsequiaran un especial de chocolate y limón con unas gotas de coñac, botella que Isabel sacó de una gaveta oculta atrás del mostrador. En realidad no viven en Berlín, escribe A: trabajan en Berlín seis meses como locos, sin salir casi del mostrador, y los otros seis meses se largan a Italia a no hacer nada, a tirarse en una poltrona y dormir y comer aceitunas. Podríamos decir que de todos nuestros compatriotas a quienes he conocido en Berlín, escribe A, Marcelo e Isabel


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son los que mejor se han adaptado a Berlín porque permanentemente hacen todo lo necesario para no seguir estando en Berlín.

UNO SE PASA muchos años pensando en qué querría uno hacer, y eso puede conducir a distintas posibilidades. A rememorar el tiempo en que uno efectivamente hacía lo que quería uno hacer, aunque ese tiempo efectivamente no haya existido jamás y aunque en realidad uno no haya hecho nunca nada. A ponerse serio, es decir: a empezar a decir algo como esto: el camino es lo importante. El camino es lo importante o casi cualquier cosa es lo que uno empieza a decir, y ya empezado no se puede parar el decir: uno se vuelve alguien dedicado básicamente a decir cosas. O bien, a contar historias que no siempre terminan bien, que no siempre terminan y que en todo caso no tienen que ver con aquello que se supone que es de lo que estamos hablando. ¿De qué estamos hablando?, pregunta alguien de pronto. No se sabe: en esos casos lo único que puede responderse es: no se sabe. Eso leí alguna vez: quienes llegan a estar, como suele decirse, al borde de la muerte pero finalmente no caen de ese borde y regresan a la vida y siguen viviendo, al ser interrogados sobre su experiencia no saben qué responder. No es que no quieran responder, desde luego: ocurre que para ellos la pregunta es una cosa hueca, un ruido de clarinetes, así que ellos propiamente podrían responder: hablo el mismo idioma que usted y sin embargo no entiendo una palabra de lo que usted está diciendo. Y sin embargo tampoco es eso lo que responden sino que, como suele decirse, salen con otra cosa. ¿De dónde salen? Eso


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es algo que no puede precisarse, pero sí se sabe hacia dónde salen: salen a la conversación con otra cosa, como quien saliera al campo con un traje de esquimal, hasta que alguien de pronto pregunta: ¿de qué estamos hablando? Hablamos, en fin, del tercer resultado de mis investigaciones: no puede decirse positivamente que haya tal cosa como una serie de investigaciones cuando no existe un objeto de investigación. No sólo no existe un objeto en cuanto tal: tampoco existe una decidida no existencia del objeto. Por ejemplo: alguien desaparece y otra persona, la policía o una empresa privada, investigan su paradero, como suele decirse. Pero un día llega alguien con la policía o con la empresa privada y dice: quiero que investiguen la desaparición de una persona que, a ciencia cierta y para ser sinceros, no podría afirmar si existe o no, o si alguna vez existió. Perfecto, llene estos formularios, pásele a lo barrido.

EN ESE MOMENTO bien podría el viejo, escribe A, sugerirle a L. una posibilidad interesante. El viejo, según entiendo que sugiere A, podría digamos abrir un paréntesis, aunque si he seguido bien las ocurrencias de A sobre la historia del viejo, en realidad podría pensarse que esa historia son puros paréntesis, que no hay nada afuera de los paréntesis: no hay nada fuera de la carta, toda carta es una especie de paréntesis, etcétera. En fin: abrir un paréntesis donde el viejo hiciera una especie de recapitulación de lo que lleva escrito, o a estas alturas, de lo que lleva dictado: el viejo, según imaginaríamos quienes leyéramos esa historia, hace un alto y le pide a la enfermera Dora que le lea lo que lleva escrito, a partir de


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lo cual el viejo reconsidera algunos elementos en función de lo atractivo que pudiera resultar la imagen que todas esas hojas van conformando para quien las leyera, es decir, como si no fuera L. el único destinatario. Bien podría pensarse que vivo bajo una dominación completa, escribiría o dictaría el viejo, escribe A, que esta es la única carta que me han permitido escribir o dictar en este lugar que podría ser un asilo o un hospital u otra cosa, donde llevo ya no sé cuánto tiempo y sin saber tampoco por qué o para qué me tienen aquí, aislado y obligado ahora a dar la impresión de que estoy en este agradable asilo por voluntad propia. Podría pensarse eso según el viejo, escribe A, o más simplemente podría pensarse que el viejo vive ahí por elección personal pero que, después de algún tiempo a cargo de la enfermera Dora, se ha hecho posible que la enfermera Dora lo tenga sometido a una dominación ya casi perfecta. Por su dinero, por gusto, por ninguna razón en particular, etcétera. Todo eso podría pensarse, y quien escribiera finalmente la historia, escribe A, tendría que contemplar ésas y quizá otras posibilidades en boca del viejo, tras de lo cual, sin embargo, tendría que ser el viejo el primero en reírse. Ja ja, podría decir el viejo. Incluso así, escribe A, podría quedar escrito eso: tengo que ser yo el primero en reírme, escribiría o dictaría el viejo, ya que a Dora no parecen hacerle mucha gracia estas conjeturas y, aunque no me lo diga, yo sé que se resiste a escribirlas. Pero entonces tendría que abrirse otro paréntesis, ya no del viejo, digamos, aunque él sea el único que hable en esta historia, sino un paréntesis a cargo de quien la escribiera, escribe A, una especie de paréntesis en el lenguaje de quien escribiera esto, porque entonces de alguna forma,


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de la que ya tendría que encargarse quien escribiera esto, escribe A, tendría que abrirse la posibilidad de pensar que no es cierto que Dora escribe. No es cierto que Dora escribe, vamos a suponer que de pronto, escribe A, algo logra hacernos pensar que no es cierto que Dora escribe: eso nos llevaría a pensar que, simplemente, digamos, Dora no escribe, escribe A, o bien a pensar que Dora no existe. Pero no: de inmediato A descarta esa posibilidad, una vez desarrollada no lo convence porque piensa que, a final de cuentas, Dora existe y no hay razón para que llegue a pensarse lo contrario. Y entonces yo contemplo la misma posibilidad para A: leo lo que A escribe y pienso si no podría pensarse que no es cierto que A escribe o, más sencillamente, pensarse que A no existe. Pero no: hay palabras manuscritas, lo cual quiere decir estrictamente que hay una mano que las escribió: una mano que mediante grafito o tinta, digamos, escribió algunas palabras. Una mano de pintura.

UNA LIBRETA entre muchas otras. Muchas otras: no tantas: algunas.

Algunas libretas:

1) titulada por su dueño(a) “Cuentas de la plaza”, cuadriculada

y pequeña. El dueño(a) trata de ajustarse a la cuadrícula, sin mucho éxito. Se lee: “Cebolla – 6, pan – 7.10, escoba – 15, quedan – 38.10, se dan – 30, tomates – 41.50, zanahoria – 12, lechuga – 2, sangre – 2.50, quedan – 68, se dan – 50, aceite – 30.50, pan – 7.10, cerveza – 4.40, sangre – 2, lentejas – 17.40, quedan – 79.40, se dan – 80, se empieza de cero”.


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2) bloc del que alguien, quizá A, ha tachado todas

las páginas usadas menos una, donde se lee: “y yo/ hacemos por/ confrontar/ el cerebro// lentamente endurecido/ de un académico// Lo más/ que puede decirse/ sobre esto/ es”.

3) “recetas de mi abuela”: esto no es el título sino el con-

tenido de esta libreta, escribe A, aunque desde luego no era de mi abuela sino de una abuela de tu país, quizá de la tuya, escribe A, dadas recetas como “lengüitas de carnero fritas en manteca y al vino tinto” o “gallinas o capones o guajolotes rellenos”, cuyo inicio dice así, escribe A sin pensar que yo puedo leer el inicio y el fin de la receta en la propia libreta: “Estos se deshuesan si se quiere abriéndolos por el lomo de arriba hasta la rabadilla yendo poco a poco y con mucho cuidado se separa la carne del hueso las piernas sólo se deshuesan hasta la primera coyuntura porque la otra se introduce dentro después de relleno parece que toma buena forma”. Y hay otra receta, según A, que sin embargo yo no encuentro en la libreta, algo así como pollo al horno sin horno, digamos, donde después de las instrucciones sobre cómo adobar el pollo, la receta dice, según A: “Y ahora haga un hoyo en el piso y entierre el pollo previamente cubierto con un lienzo cubra con cal y tape el hoyo y deje el pollo ahí tres días hasta que vaya a servir no quite el lienzo”.

Una libreta:

una de las primeras que envía A, cuando A todavía escribe algo junto a las libretas que envía en los sobres que todavía no empiezan a no llegar. Esta libreta, aunque sea una libreta alemana, fue


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la primera cosa que me regalaron en tu país, escribe A, el amigo que me recomendó a la cronista de toros fue a Alemania, es decir vino a Alemania, y la compró, según dijo, escribe A, en un mercadillo y de vuelta a México me la obsequió. Perteneció a un conductor de tren de la posguerra, según mi amigo: después de la guerra, la situación del sistema ferroviario en Alemania se parecía a la de “El guardagujas”, escribe A, así que el conductor, en vez de lógicamente ajustarse a un itinerario que le entregarían en la oficina, iba registrando el itinerario a medida que lograba o no lograba alcanzar un poblado, detenerse en una estación, continuar por vías existentes o ya desaparecidas, etcétera, escribe A. La libreta, en efecto, contiene tanto listas de nombres de poblados irreconocibles como líneas dubitativas: el recorrido que iba haciendo el tren según la mente del conductor. (A nunca supo que yo ya conocía esta libreta: N, su hija, me la mostró alguna vez en la escuela y me contó más o menos la misma historia, aunque precisó que los rayones de colores en algunas hojas los había hecho ella misma, de pequeña: ésa había sido, según dijo, su libreta favorita.) Es la única libreta, escribe A, de la que me pregunté si debía desprenderme o no, hasta que me di cuenta de que la propia pregunta contenía la propia respuesta, o quizá otra respuesta, es decir, escribe A, que no había que preguntarse nada. No me preguntes qué quiero decir.

AUNQUE HAY palabras no hay palabras, escribe alguien. Me gustaría aún poder escribir “Aunque hay palabras no hay palabras” en una hoja, meter la hoja en un sobre y enviar el sobre a Berlín,


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ciudad de carteros consumados. Pero las cartas de A, por ejemplo ésta donde habla del empleo que tenía antes de salir de su país, siguen ya no llegando, se empecinan en el no llegar y de hecho consolidan el no. En fin: dependiente de una librería de provincia, de su provincia, ése era el empleo, lo que en ese tiempo y en esa provincia era tanto casi como ser dependiente de una carnicería: envolver unas tripas en papel manteca, digamos. Recibías las cajas, verificabas que el contenido correspondiera con el pedido, escribe A, registrabas cada libro en el inventario, y luego empezabas sustituyendo los libros vendidos con los que acababan de llegar y después clasificabas y colocabas las novedades, con las que tenías que estar familiarizado. Ahí llegaban los profesores de la universidad y tú tenías que saber dónde estaba lo que buscaban y qué libros nuevos podrían interesarles, escribe A, pero llegaban de varias escuelas, de derecho, de filosofía, de psicología. Todo a lápiz y papel, y la navaja para abrir las cajas, y todo el polvo del hemisferio en esa bodega, escribe A. Yo leía sin leer, o no leía leyendo, escribe A; en medio de miles de facturas y requisiciones por hacer, cajas que cargar y vaciar, estanterías que revisar y sacudir, libros que sustituir y solicitar, solapas y precios que memorizar, escuchabas los sábados a los profesores. Los sábados los profesores de la universidad coincidían en la librería, platicaban, compraban libros, encargaban libros, revisaban las novedades, alguno se tiraba en el piso para repasar un estante complicado, tomaban un café y se organizaban algunos para ir a comer, escribe A, y yo los escuchaba, alcanzaba a oír de qué hablaban o más bien percibía la tonalidad general de ese rumor general y entonces, escribe A,


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pensaba en qué mundo tan raro y tan distinto al mío era ése, y al mismo tiempo pensaba que ese mundo era mío también. Después llegó a serlo, podríamos decir, porque A efectivamente llegaría a dar clases en una universidad en algún lugar de México, pero ya en México, cuando al fin pudo dejar de dar esas clases, descubrió que lo que antes lo había atraído no era, digamos, la existencia de tal cosa como los profesores de universidad o el rumor de fondo de la plática de los profesores de universidad, sino la conjunción momentánea de ese rumor de fondo, esas palabras sin palabras, con ese día, el sábado, en el que los profesores de universidad, sin desde luego poder ser otra cosa que profesores de universidad, dejaban momentáneamente de ser profesores de universidad. O incluso más: la conjunción de esos profesores de universidad en el trance momentáneo de dejar de serlo, con la presencia de ese joven de diecinueve años, A, quien pensaba que su trabajo en esa librería de provincia era agotador e impiadoso y quien no obstante pensaba que muy fácilmente podría continuar trabajando ahí mucho tiempo más o incluso para siempre. Esto es algo que no entiendo bien, escribe A, la potencia del sábado digamos, tendría que ser judío para eso, y sin embargo espero que quede suficientemente claro lo que quiero decir ahora que digo algo sobre esa librería en la que trabajaba antes de tener que irme de ese país, escribe A. Sobre esa librería o sobre ese tiempo, escribe A, y luego A escribe o pone dos puntos y luego escribe: la siesta, el río, sus aguas oscuras y sus mosquitos, la policía merodeando el lugar y el miedo de quienes teníamos miedo pero no nos impedía pensar que lo que ocurría no nos ocurría a nosotros. Punto y aparte, pienso, y luego pienso,


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aunque no venga al caso: aunque había palabras no había palabras.

EN TODO CASO, y ya a estas alturas, quien finalmente escribiera esto bien podría hacer ver, no sé cómo pero por eso nosotros no pensamos escribir esto, escribe A, que el viejo ha escrito o dictado todo esto no para escribirle esto a L. sino por otra cosa, o más bien para otra cosa. En todo caso esto ya habría podido intuirse, de acuerdo, escribe A, pero ahora me refiero a otra cosa: el viejo ha querido hacer ver, digamos, que está en otro lugar. Eso tan simple: hacer ver que está en otro lugar. A L., escribe A, ha querido hacerle ver que está en otro lugar, en este otro lugar, y la descripción más o menos metódica de este lugar ha servido para eso, para que L. vea, escribe A, lo radicalmente distinto que es este otro lugar, pese a los tilos, del lugar donde L. conoció al viejo, entonces aún no el viejo sino el hombre, el sujeto, como sea, escribe A, lugar que el viejo no tendría que describir porque L. lo tendría bien grabado en la cabeza. Así que la carta, escribe A, podría ser no más que esto: estoy en otro lugar, de lo cual L. puede darse muy bien cuenta. Pero a Dora, también: a Dora, que en el fondo quizá sí se llamaría Dora, escribe A, el viejo ha querido hacerle ver que está en este lugar pero que este lugar es para el viejo otro lugar, porque al final, después de tantas páginas escritas, escritas por Dora, escribe A, Dora podría empezar a preguntarse por qué el viejo, después de meses o años ahí sin hacerlo, un día necesita dictar esta larga carta


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que no parece ser sino un largo paréntesis, es decir, escribe A, por qué un día necesita mandar una especie de mensaje cifrado a L., es decir, a alguien que está en otro lugar, otro lugar que en otro tiempo probablemente no habría sido para el viejo otro lugar sino simplemente un lugar, pero mensaje a fin de cuentas no cifrado para L., pensaría Dora, escribe A, sino para ella misma. Así que la carta, escribe A, podría ser esto: este lugar es otro lugar, de lo cual Dora puede ahora darse cuenta. Pero pensándolo bien, escribe A, no es esto lo que quien finalmente escribiera esto tendría que hacer ver, porque pensándolo bien, según pensaría el viejo, escribe A, esto no importa. Lo que importa es que a estas alturas volviera a emerger ese contenido turbio, esa fácil pornografía, escribe A, que ahora bien pudiera traducirse no a la posibilidad del viejo sometido por la enfermera sino más tradicionalmente a la inversa: el viejo se acuesta con la enfermera, el viejo le paga a la enfermera para acostarse con ella pero después ya no le paga y aun así se acuesta con ella y ella en todo caso no sabe si querría seguir así o no pero por varias razones difusas no puede hacer nada al respecto, escribe A, y el viejo ahora dicta esta carta para concretar una especie de venganza contra L., en principio para eso, escribe A, pero también o en realidad y sobre todo para humillar a la enfermera al hacerle ver no sólo cómo habla de ella sino más simplemente que habla de ella con otras personas, es decir con L., escribe A, una L. que al final se revelaría entonces, al menos para la enfermera, no como el objeto de la venganza del viejo sino como su cómplice: el viejo y L. contra ella.

¿Sabes?, escribe A en un nuevo párrafo, siempre pensé que

esta historia iba por ahí, es decir, que terminaba convertida en esta


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versión criolla de Las amistades peligrosas donde el término “acostarse”, cuando se dice o se diría o se dijo que el viejo se acostaba con la enfermera, era preciso para indicar justamente lo que no ocurría: en realidad el viejo pasaría de por sí mucho tiempo acostado y además en realidad, escribe A, lo que suele significar el término “acostarse” en estos contextos, es decir tener sexo más o menos convencional, no es lo que ocurriría entre el viejo y la enfermera, lo que ocurriría sería otro tipo de relación no siempre sexual pero siempre a la mitad entre lo vergonzante y lo pretendidamente y escandalosamente humillante. Siempre pensé que la historia iba por ahí hasta que leí una frase más criolla aún, La tragedia sin muerte, suicidio, adulterio, incesto, infamia, deformidad física, es la única, frase del criollo Fernández que ya no sé, escribe A, a qué contexto perteneciera originalmente ni a dónde iba, pero que me hizo ver que la historia del viejo definitivamente no iba por ahí, por lo cual habría que olvidarnos de esta última salida que he planteado para todo esto.

Pero creo, escribe A en un nuevo párrafo, que podemos

dejar las manos muy grandes y carnosas de Dora sin peligro de caer en la deformidad física, tampoco vamos a exagerar, escribe A, no podríamos a estas alturas borrarlas de la historia que escribiría quien finalmente escribiera la historia, aún existe el viejo y existe Dora, con sus manos grandes y su hábito de dormir mucho, un sueño categórico y sin rajaduras, escribe A, y aún existe el final de esto, que por cierto tendríamos que resolver, así que lo que tendría que ofrecer quien finalmente escribiera esto es la posibilidad de ver por fin, sin que haya nada explícito que sirva para ese hacer ver, que la larga carta que ha escrito o dictado el viejo, donde ha hablado mi-


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nuciosamente del asilo-hospital en que ahora vive y de las personas y los hábitos más importantes de ese lugar, escribe A, en verdad ha sido escrita o dictada para despedirse de L., como si alguien se despidiera pero borrara la mano agitándose o cualquier otro gesto de despedida y en vez de eso, digamos, pareciera que continuara hablando.

Pero en realidad, escribe A en un nuevo párrafo, el viejo

más o menos ha pensado esta última posibilidad desde el principio, sí, desde que decidió pedirle a Dora que escribiera lo que él le dictaría, y ha seguido pensándolo nebulosamente durante los primeros párrafos u hojas dictados, sí, hasta que, digamos, ha dejado de pensarlo. No tengo otras palabras para decirlo más que éstas, escribe A: hasta que ha dejado de pensarlo porque ha terminado pensando que aun si la carta efectivamente va a ser concluida y efectivamente enviada e incluso efectivamente leída por L., la carta no ha sido efectivamente escrita o dictada para despedirse de L. sino para despedirse de Dora. Eso es. Al final el viejo termina de dictar la carta y le dice muchas gracias a Dora, aunque el agradecimiento no sea efectivamente un rasgo característico del viejo. El problema es que esta historia no ha sido más que la carta, escribe A, y quienes finalmente leyéramos esto no podríamos leer más que la carta, así que ese agradecimiento tendría que ser la última frase de la carta, frase que el viejo le habría dicho a Dora en agradecimiento, aunque el agradecimiento no haya efectivamente asomado nunca como uno de sus rasgos característicos, agradecimiento en principio, escribe A, por haber escrito la carta, pero que Dora no habría entendido como agradecimiento para ella sino como una forma extraña del viejo para despedirse de L.,


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razón por la cual Dora habría escrito “muchas gracias” o “gracias por todo” al final de la carta, o incluso “no tengo palabras”, que es, como bien se sabe, una forma curiosa de decir “muchas gracias”. Todo lo cual, escribe A en un nuevo párrafo, termina revelando que escribir esta historia es imposible: quienquiera que la escribiera, escribe A, no podría de ninguna manera hacer ver que lo que en realidad está haciendo el viejo al final es agradecerle a Dora y de alguna manera decirle que él se va, que se borra del mapa, escribe A, frase esta última nunca mejor empleada, escribe A. Todo lo cual quiere decir, podría escribir alguien, que la historia del viejo sigue no escribiéndose porque quien planeó escribirla, o quien planeó buscar alguien que la escribiera, planteó también en realidad, como suele decirse, un callejón sin salida. No exageremos, podría entonces escribir alguien, basta una calle intransitable, o basta una calle sucia y llena de charcos: el cartero evita esa calle, uno evita esa calle, uno sale por el periódico pero va por otras calles, el periódico se acumula en la mesa, uno lee noticias atrasadas, alguien saca el periódico y se moja, y entonces uno decide mejor no sacar el periódico sino hacer una bola de papel para que el gato juegue si es que uno tuviera gato. Uno decide finalmente comprar un gato.



Gabriel Wolfson (Puebla, 1976) es profesor en la Universidad de las Américas. Escribió los libros Ballenas (Tierra Adentro, 2004), Ponte la del Puebla (Profética, 2008), Los restos del banquete (Libros Magenta, 2009) y fue coautor y editor de No hay obra, hay taller (FONCA/Profética,2010). Colabora regularmente en la revista Crítica y en el programa de radio Movimiento perpetuo (Radio BUAP).

Ve se escribió con el apoyo de una beca de Jóvenes Creadores de FONCA, periodo 2008-09.


Con Ve se inaugura el reinado del terror de La Cleta Cartonera.



El archivo Ve fue armado en la privada 12nte esq. privivada 10pte en San AndrĂŠs Cholula, Puebla. Abril, 2013





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