Alguien voló sobre el nido del cuco (Film: Atrapado sin salida)

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ALGUIEN VOLÓ SOBRE EL NIDO DEL CUCO

U

na Navidad, al filo de medianoche, cuando estábamos en el antiguo local, la puerta de la galería se abrió violentamente de un empujón y dio paso a un hombre gordo y barbudo, con los ojos enrojecidos por el frío y con la nariz como una cereza. Los negros lo acorralaron en el pasillo con sus linternas. Observé que se había enredado de mala manera con las guirnaldas que había colgado por todas partes el de Relaciones Públicas y que avanzaba a trompicones en la oscuridad. Con una mano se protegía los ojos enrojecidos de la luz de las linternas, mientras se chupaba el bigote. —Jo, jo, jo —dijo—. Me gustaría quedarme un rato, pero tengo prisa. Llevo un programa muy apretado, saben. Jo, jo. He de irme... Los negros avanzaron con sus lámparas. Le obligaron a permanecer seis años aquí antes de darle de alta, bien afeitado y flaco como un palo. La Gran Enfermera puede hacer marchar el reloj de la pared a la velocidad que desee, le basta hacer girar uno de los mandos de la puerta de acero. De pronto, se le ocurre acelerar las cosas, aumenta la velocidad del reloj y las manecillas se lanzan desenfrenadas por la esfera como los rayos de una rueda. Las escenas que se proyectan en las pantallas que tenemos por ventanas muestran rápidas variaciones de luz para indicar que es la mañana, el mediodía o la noche, la luz y la oscuridad se suceden velozmente y todo el mundo enloquece al intentar seguir el ritmo de ese tiempo ficticio; un terrible torbellino de afeitados y desayunos y citas y comidas y medicamentos y diez minutos de noche, de forma que uno apenas tiene tiempo de cerrar los ojos cuando las luces del dormitorio ya le obligan a levantarse otra vez y vuelta a empezar el torbellino, a todo vapor, cumpliendo tal vez veinte veces en una hora todo el programa del día, hasta que la

57 Gran Enfermera advierte que todos están al borde del colapso y aminora la marcha, reduce el ritmo de la esfera, como si fuese un niño que, después de juguetear un rato con el proyector de cine, cansado de contemplar la película a una velocidad diez veces superior a la normal, harto de ese corretear como de insectos y de esas voces chillonas, vuelve a ponerlo al ritmo que le corresponde. Tiene propensión a acelerar las cosas, de ese modo los días en que, por ejemplo, uno tiene visita o cuando las Damas de Caridad han traído de Portland un espectáculo arrevistado, ocasiones en que uno quisiera que el tiempo se detuviera y se dilatara. Ésos son los momentos que escoge para acelerar las cosas. Pero en general ocurre todo lo contrario: se marcha a ritmo lento. Hace girar el mando hasta el punto cero y deja el sol paralizado ahí, en la pantalla y éste pasa semanas sin moverse un ápice y no se ve ni un fulgor en las hojas de los árboles ni en las briznas de hierba. Las manecillas del reloj se quedan inertes a las tres menos dos minutos y la enfermera es capaz de dejarlas ahí quietas hasta que nos pudramos. Permanecemos sentados como estatuas y no podemos movernos, no podemos caminar ni cambiar de posición para desentumecernos, no podemos tragar saliva ni respirar. Sólo los ojos pueden moverse y lo único que se ve son Agudos petrificados al otro lado de la sala en espera de que alguno decida a quién le toca jugar. El viejo Crónico que tengo al lado lleva seis días muerto y se está pudriendo pegado a la silla. Y en vez de niebla, a veces ella deja salir una especie de gas químico por las rendijas de ventilación y, cuando el gas se transforma en plástico, toda la galería queda convertida en una masa compacta. Dios sabe cuánto rato permanecemos así suspendidos.


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