Sr de los milagros

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vecinos –en su mayoría gente de color– difundieron la noticia del milagro por la ciudad y empezaron las largas romerías los viernes por la noche para rezarle plegarias –el “mísere y algunas lamentaciones”– que los negros cantaban, como lo especifica Antuñano, “al son de un arpa y un baxón”, un instrumento de viento.12 Escandalizados por estas “juntas”, “desórdenes” y “concurrencias nocturnas indecorosas”, don José Laureano Mena, párroco de la iglesia de San Marcelo, aledaña a la ermita del Cristo de Pachacamilla, denunció este desorden popular al virrey Conde de Lemos y a don Esteban de Ibarra, el provisor y vicario general en sede vacante del Arzobispado por la muerte de Villagómez. El 3 de septiembre Laureano Mena, acompañado del promotor fiscal del Arzobispado, hace la primera visita oficial al corral de Pachacamilla para dar fe que ingresaban al lugar más de doscientas personas, entre hombres y mujeres, para hacer canciones de alabanza acompañados de músicos. Para sorpresa suya, todo ocurría con el aval de Juan Robladillo, el sacristán mayor de San Marcelo. 5

Poco después, el 5 de septiembre de 1671 se emitió la orden para que se borrase la efigie del Jesucristo crucificado “y demás santos que hubiere” en el mural. Para cumplir con el mandato, el doctor José Lara y Galán, el notario público Tomás de Paredes y el Promotor y Fiscal del Arzobispo don Pedro Balcázar, quien era también capitán de la guardia del virrey, se apersonaron al lugar de los hechos junto con dos escuadras de soldados. Los acompañaba un pintor indígena de brocha gorda que procedió a colocar una escalera contra el muro para realizar su trabajo. Pero al subir por esta y “querer levantar el brazo” según Antuñano, “le dio tan gran temblor y desmayo que dicen cayo en tierra casi sin aliento y sin poder borrarla y se quedo inmóvil para proseguir y aunque los soldados le ayudaban, levantaban y suspendían atribuyéndolo a poco ánimo suyo, uno a disposiçión divina no pudo mover acción con que el promotor fiscal instó a otro hombre a que se [s]ubiesse a borrarla”. El segundo y tercer intento por realizar la diligencia tuvieron las mismas sorprendentes consecuencias. Al ascender los primeros escalones, el enviado a borrar el mural exclamó al acercarse al crucificado: que “se le ponía la corona verde y que se ponía mas lindo i que él no podía borrar la imagen de Jesucristo”. Eran las cuatro y cinco de una tarde soleada. Repentinamente el cielo se oscureció como la noche y cayó una violenta lluvia torrencial. Todos los presentes entendieron en aquel momento que estaban ante señales prodigiosas. Se suspendió la improvisada ceremonia “con fervor cristiano, suspiro[s], llantos y golpes de pecho”. Los “ministros ejecutores” corrieron a la casa del virrey para referirle lo sucedido y, conmovido por el relato, el Conde de Lemos autorizó se diera culto a la imagen imborrable del Cristo crucificado. El párroco de San Marcelo no tardó en solicitar el traslado del milagroso mural a su iglesia “a imitación de lo que se había [h]echo con otras imágenes en España [en] semejantes sucesos”. El pedido probablemente correspondía al hecho que entre 1640 y 1680 el grupo étnico mayoritario de la parroquia de San Marcelo era precisamente la población negra angola; un dato que no sorprende dado que durante todo el siglo XVII los negros y mulatos eran un poco más de la mitad de la población de Lima.13 En términos de jurisprudencia, la pared del mural colindaba con la casa huerta de don Diego Tebes Montalvo Manrique de Lara y tanto

Ramón Mujica Pinilla

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