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bien. Así que terminé por levantarme y meterme en la ducha. Al salir, me vestí, me calcé, cogí mis cosas y bajé las escaleras a pie. Al salir a la calle una sensación fresca y agradable me golpeó la cara y cerré los ojos. Todo podía mejorar. Una discusión no era más que… una discusión. Caminé los escasos metros hasta el Alejandría donde Abel estaba abriendo la cortina metálica. —Buenos días, flor —dijo sin apartar los ojos de la cancela. —Buenos días. Alcé la mirada hacia la ventana de Héctor. Las cortinas estaban descorridas y el cristal… limpio. Hacía un par de días había dibujado un corazón, pero no uno ñoño, sino uno anatómico; habíamos bromeado sobre si parecería la ventana de un bar de Malasaña o la consulta de un médico chino. Pero ya no estaba. —… así que, ya sabes, no compres nunca nabos, porque fritos no saben bien. Saben como a… sicomoro —terminó de decir Abel abriendo la puerta de dentro. —Oye…, ¿me das un segundo? Bajo enseguida, ¿vale? Necesito decirle a Héctor… —Te quiero. Necesitaba decirle te quiero. Como una loca. Te quiero. Te quiero. Te quiero—. Una cosa. Hizo un gesto con la mano invitándome a cruzar la calle y yo lo hice notando el latido en la garganta. ¿Qué pasaba? ¿Qué me pasaba? Una discusión, Sofía, entrará en el Alejandría a tomar su café a media mañana y los dos os disculparéis y os besaréis y seréis… Estela salió del portal en aquel mismo instante y me miró con el ceño fruncido. —¿Qué pasa? —me preguntó. —Necesito subir a decirle una cosa a Héctor. —Creo que está dormido. No le he escuchado moverse… —Me…, ¿me puedes dejar tus llaves? —Claro. Las recojo luego en el Alejandría. —Gracias. Nos dimos un beso en la mejilla y me precipité hacia las escaleras que llevaban al ascensor, en el que me metí a toda prisa. La subida se me hizo eterna. Las bisagras de la vieja puerta crujieron al abrir y me recibió la oscuridad parcial de una casa que no había subido aún casi ninguna persiana. A Estela le gustaba despertarse poco a poco, que la luz fuera entrando en su vida perezosa hasta que llegara a la calle en una especie de saludo al sol. Me choqué con el sofá al cruzar el salón y me arrojé contra la puerta de la habitación de Héctor, que se abrió con un chirrido para mostrarme el escenario que en el fondo sabía que me encontraría. La cama estaba sin hacer, vacía, sin sábanas. Estas se encontraban dobladas en la esquina. El escritorio, despejado. Ni un papel. Ni un libro. Ni un cuaderno. Ni el


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