El Misteriozo caso de Styles

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—¿Qué fue usted a hacer ahí dentro? — pregunté, con viva curiosidad. —He dejado algo para que lo analicen. —Sí, ¿pero qué? —Una muestra del chocolate que cogí del cazo que estaba en la habitación. —¡Pero si ya ha sido analizado! —exclamé, estupefacto—. El doctor Bauerstein lo hizo analizar y usted mismo se rió ante la posibilidad de que hubiera estricnina en él. —Ya sé que el doctor Bauerstein lo mandó analizar — replicó Poirot tranquilamente. —¿Y entonces? —Nada, que se me ha ocurrido que lo analicen de nuevo. Y ya no pude sacar de él otra palabra sobre el asunto. El proceder de Poirot respecto al chocolate me dejó perplejo. Todo aquello me parecía sin pies ni cabeza. Sin embargo, mi confianza en él, que parecía haber disminuido en los últimos tiempos, se había acrecentado ante su reciente triunfo, cuando demostró la inocencia de Alfred Inglethorp. El funeral de la señora Inglethorp se celebró el día siguiente. El lunes bajé tarde a desayunar y John me llevó aparte para informarme de que el señor Inglethorp se marchaba aquella mañana, estableciéndose en el hotel del pueblo mientras trazaba sus planes para el futuro. —Y realmente, Hastings, es un alivio pensar que se marcha —continuó mi amigo—. La situación no era agradable cuando todos pensábamos que lo había cometido él, que me emplumen si no es mucho peor ahora, después de haberle tratado tan duramente. Porque la verdad sé que lo hemos tratado de un modo abominable. Claro que todo estaba contra él. No creo que nadie pueda censurarnos por pensar lo que hemos pensado. Sin embargo, no hay que darle vueltas, estábamos equivocados. Y la idea de darle satisfacciones a un individuo que sigue disgustándonos profundamente no tiene nada de agradable. ¡Es una situación horrible! Le agradezco que haya tenido la delicadeza de quitarse de en medio. Afortunadamente, Styles no era de mi madre. No podría soportar la idea de que ese tipo fuera el amo de todo esto. Él se quedará con el dinero. —¿Podrás sostener bien la casa? —¡Ah, sí! Hay que pagar los derechos reales, como es natural, pero la mitad del dinero de mi padre está vinculado a la casa y Lawrence seguirá con nosotros por el momento, de modo que también está su parte. Pasaremos algunos apuros, al principio. Ya te he dicho que yo mismo estoy en un atolladero. Pero los acreedores esperarán ahora sin apresurarse. Satisfechos ante la próxima marcha de Inglethorp, nuestro desayuno fue el más animado desde la tragedia. Cynthia volvía a ser la muchacha encantadora de siempre, animada y vivaz, y todos, con excepción de Lawrence, que continuaba sombrío y nervioso, estábamos plácidamente alegres ante la visión de un futuro nuevo y risueño. Los periódicos, naturalmente, traían amplia información de la tragedia. Deslumbrantes titulares, biografías intercaladas de cada miembro de la familia, insinuaciones sutiles y el conocido estribillo «la policía tiene una pista». No se nos escatimó nada. Era un período de tranquilidad. La guerra estaba momentáneamente en un punto muerto y los periódicos se agarraban con avidez a este crimen del gran mundo. «El misterioso caso de Styles» era el tópico del día. Naturalmente, esto resultaba irritante para los Cavendish. Los periodistas asediaban constantemente la casa y, aunque se les negó terminantemente la entrada, continuaban paseándose por el pueblo y los campos próximos a Styles, con la máquina fotográfica preparada para coger desprevenido a algún miembro de la familia. Vivíamos en un torbellino de publicidad. Los hombres de Scotland Yard iban y venían, examinándolo todo, haciendo preguntas, con ojos de lince, pero refrenando la lengua. No sabíamos qué fin perseguían. ¿Tenían alguna pista o quedaría todo como un crimen más sin aclarar? Después del desayuno, Dorcas se me acercó con mucho misterio y me preguntó, casi en voz baja, si podía hablar unas palabras conmigo. 63 www.LeerLibrosOnline.net


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