El psicoanalista

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EL PSICOANALISTA

John Katzenbach

CORRIENTES FUERTES Y RESACA PELIGROSA. NO NADAR SIN LA PRESENCIA DEL SALVAVIDAS. ATENCIÓN A LAS CONDICIONES AMENAZADORAS. Ricky aparcó junto al cartel. Dejó las llaves puestas. Colocó los sobres con los donativos en el salpicadero y dejó el sobre con la carta dirigida a la policía de Wellfleet en el asiento del conductor. Tomó las muletas, la mochila, las zapatillas de deporte y la muda, y se alejó del coche. Puso esas cosas en lo alto del acantilado, a unos metros de la valla de madera que señalaba el angosto sendero que bajaba a la playa, después de sacar la fotografía de su mujer del bolsillo exterior de la mochila y ponérsela en el bolsillo de los pantalones. Oía el batir de las olas y notó una leve brisa del sureste. Eso le alegró, porque le indicaba que el oleaje había aumentado en las horas posteriores al atardecer y golpeaba la costa como un luchador frustrado. Había luna llena y su resplandor se extendía por la playa. Eso facilitó su recorrido lleno de resbalones y tropezones desde el acantilado hasta la orilla. Como había previsto, el oleaje rugía como un hombre enloquecido y rompía lanzando una lluvia de espuma blanca a la arena. Un ligero frío, llegado con un soplo de viento, le golpeó el pecho y le hizo vacilar e inspirar hondo. Después se desnudó; dobló la ropa y la dejó en un montón ordenado, que situó con cuidado en la arena lejos de la marca que la marea alta de la tarde había dejado, donde lo vería la primera persona que se asomara. en lo alto del acantilado por la mañana. Tomó el frasco de pastillas, se lo vació en la mano y dejó el recipiente de plástico con la ropa. «Nueve mil miligramos de Elavil–pensó–. Tomados de golpe, dejarían a una persona inconsciente en cuatro o cinco minutos.» Lo último que hizo fue colocar la fotografía de su mujer en lo alto del montón, sujeto por la punta de un zapato. «Hiciste mucho por mí cuando estabas viva –pensó–. Hazme este último favor.» Levantó la cabeza y observó el inmenso océano negro frente a él. Las estrellas salpicaban el cielo, como si estuviesen encargadas de señalar la línea de demarcación entre el oleaje y el firmamento. «Una noche bastante bonita para morir», se dijo. Y entonces, desnudo como el amanecer que estaba sólo a unas horas, caminó despacio hacia el agua embravecida.

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