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RACHEL GIBSON

DEBE SER AMOR

Gabrielle miró hacia abajo, a la parte superior de su cabeza y él alzó la vista hacia ella. —Tu turno —dijo él, levantando la voz lo justo para que lo oyera. Inspiró profundamente. Podía hacerlo. Podía pasar por la barandilla que estaba a tres metros del suelo y dejarse caer confiando que aterrizaría en la terraza correcta. Sin problemas. Se pasó la correa del bolso por encima de la cabeza y el hombro, y lo desplazó hacia la región lumbar. Intentó no pensar que aquel salto podía ser mortal. —Puedo hacerlo —susurró ella y levantó una pierna sobre la barandilla—. Estoy tranquila. —Mantuvo a raya el pánico mientras pasaba la otra pierna sobre la barandilla. Un golpe de aire hinchó la falda mientras se balanceaba en el borde de la terraza con los talones en el aire. La barra metálica estaba fría bajo sus manos. —Eso es —la animó Joe desde abajo. Sabía que era mejor no mirar por encima del hombro, pero no pudo evitarlo. Miró las luces de la ciudad debajo y se quedó helada. —Venga, Gabrielle. Vamos, cariño. —¿Joe? —Estoy justo debajo. Ella cerró los ojos. —Estoy asustada. No creo que pueda hacerlo. —Claro que puedes. Eres la misma mujer que me pateó el culo en el parque. Puedes hacer cualquier cosa. Ella abrió los ojos y miró abajo, hacia Joe, pero estaba oscuro; él quedaba oculto por las sombras de la casa y sólo alcanzó a ver su perfil gris. —Agáchate un poco y agárrate a la barra de la parte inferior. Lentamente hizo lo que él le decía, hasta que estuvo agachada en el borde con el trasero colgando sobre la ciudad. Nunca en su vida había estado tan asustada. —Puedo hacerlo —susurró—. Estoy tranquila. —Date prisa, antes de que te suden las manos. Señor, no había pensado en manos sudorosas hasta ese momento. —No puedo verte. ¿Me ves tú? Su risa suave llegó hasta ella que seguía encorvada y aferrada a la barandilla. —Tengo una vista excelente de esas bragas blancas que llevas. En aquel momento, que Joe Shanahan le mirara debajo de la falda, era el menor de sus problemas. Deslizó un pie fuera de la terraza. —Venga, cariño —la animó desde abajo. —¿Y si me caigo? —Te agarraré. Te lo prometo, sólo tienes que dejarte caer antes de que oscurezca tanto que deje de verte las bragas. Lentamente, deslizó el otro pie fuera de la terraza y quedó completamente descolgada sobre el vacío oscuro. —Joe —gritó ella mientras su pie daba contra algo sólido. —¡Joder! —¿Qué era eso? - 119 -


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