Cev xa

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"profesor" del restaurante. Entonces el piloto apretó el paso; pero, cuando llegó a la recepción, el desconicido ya subía las escaleras a zancadas. Estuvo por arriesgarse a preguntar al recepcionista, pero se encogió de hombros y no lo hizo (total, ¿qué importaba quién fuese el tipo?), y se metió por la oscuridad alfombrada del pasillo que llevaba a su cuarto de los últimos seis años… Un par de horas después lo despertaban los pitidos de un vapor que entraba en el puerto. Con ganas continuaría durmiendo para reponerse de la timba de la noche anterior en el Diamond's. Evocó la imagen de Machado perdiendo dinero a espuertas y se volvió a reír. Hasta que un tenue escalofrío le cortó la risa: el teniente tenía mal perder, como todos los brutos. Era capaz de cualquier barbaridad. Se levantó y se metió en la ducha vivificante, que le aseguraba un efímero placer de secura y limpieza. Cerrando los ojos bajo el agua, en la actitud del aviador que compara trazos de un mapa con lo contemplado a vista de pájaro, vió nuevamente las líneas de charcos que partían del claro: cosa llamativa, sí señor. A la vuelta tenía que comprobar las direcciones de aquellas hileras de manchas brillantes. Le había parecido, a primera vista, que una línea iba de este a oeste, y la otra de norte a sur, como si quisieran indicar los puntos cardinales desde la peladura del arbolado. Intrigado, deseoso de volver al Paraíso e intentar la comprobación, salió de la bañera y se secó la piel delante del espejo preguntándose por qué no podía él hacer tablas de gimnasia; para responderse que era una estupidez apasionarse por una muchacha cuando ya se han recorrido dos tercios de la existencia… Por la ventana entraban la luz de la tarde y el bullicio del puerto. El sol caía sobre el río adentro y la gente se afanaba en el hormigueo que proporciona el sustento. Mirando al sol cansado, recordó la ocurrencia del gordo: líneas regulares de aviones, una empresa… Bah, con eso nunca iba a pasar de ratón burgués, roedor de letras de cambio. No caería en la tentación. Examinando en el espejo su cara larga, observando las bolsas que se le formaban bajo los ojos y el blanco que le subía por las sienes, reconoció que empezaba a estar viejo… pero sólo por fuera. Por dentro, la fuerza que siempre lo había impulsado quería seguirlo impulsando. Para demostrarlo, bastaba la luz verde de sus pupilas volviendo del mercurio. Se puso a ordenar encargos en la mesita del cuarto; y así dejó morir la tarde, despacio, en espera de cenar sin compromisos. Un olor a pescado frito le dio el primer anuncio de la cena, que dejó pasar haciendo inventario de los encargos más locos que le habían dado (alguien hasta le pedía agua bendita "certificada"). Tuvo que ser el letrero luminoso del restaurante lo que lo volviese a invitar a la mesa. Entonces se levantó, se arregló con esmero —justificando los detalles en que uno nunca sabe lo que puede encontrar en el calor de la noche— y cruzó la calle. A la puerta del restaurante, el negro Amancio le mostró su calva pulida en una reverencia. Correspondió Carlos al saludo y, cuando pidió mesa, lo sorprendió la respuesta del camarero: —La que quiera, capitán; o casi, porque sólo tenemos una ocupada. Inusitadamente, en el Vista al Río había un único comensal. La lámpara de su mesa lo mostraba sentado frente a la vidriera, con la mirada perdida en las lucecitas de los barcos que traficaban río arriba y río abajo. Era el "profesor", impecable en su traje claro, esperando el primer plato. Carlos Regueira se quedó parado, incapaz de cualquier movimiento, mientras el camarero insistía: —La mesa que quiera, capitán. Iba a responderle "aquélla", una cualquiera. Pero la singularidad del desconocido lo atraía demasiado. Se dijo que si fuera una mujer bonita y sola no dudaría en acercársele con una sonrisa; que era un simple prejuicio lo que lo detenía… —La mesa que más le guste, capitán Regueira, la que más le guste al señor. —Amancio, dígame, ¿conoce al señor de la barba? —No señor, sólo lo he visto esta mañana en el almuerzo. Por más señas, se hospeda en su hotel. —Está bien. Y avanzó hacia el sujeto: —Perdone, buenas noches. Parece que somos los únicos… —a través de las gafas el profesor lo miraba con unos ojillos arrugados y simpáticos que le dieron ánimos a Carlos para proseguir—: ¿Le importa que lo acompañe? —Siempre que me deje invitarlo. —Nada de eso. Yo soy viejo aquí, y usted es forastero. —Está bien, no empecemos riñiendo… —hizo un gesto con la mano para que Carlos se acomodase, y se presentó—: Me llamo Torcuato Chaves. —Carlos Regueira, para servirlo. —Un placer, señor Regueira —Carlos estrechó la mano que le tendía, una mano dura, con un ligero temblor—. Así que usted reside aquí… —Efectivamente. Aquí tengo base para mi hidro y un hotel para reponerme de las incursiones río arriba. ¿Y usted? —Yo no tengo residencia fija… En ese momento, Carlos se dio cuenta de que el


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