silencio

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la intención de que si me paseaba por el frente a esta hora, marcaría rápidamente al Detective Basso. Una pequeña voz en la parte posterior de mi mente, protestó que probablemente no era seguro salir, pero me encontraba propulsada por un trance extraño. Noche negra, neblina negra. Hierba negra. Lápidas negras. Brillante río negro. Un par de ojos negros observándome. Tenía que encontrar esos ojos. Ellos tenían las respuestas.

Cuarenta minutos más tarde, me acerqué a las arqueadas compuertas que conducían al interior del cementerio Coldwater. Bajo la brisa, las hojas giraban debajo de sus ramas como oscuros molinetes. Temblando por el frío húmedo en el aire, usé a base de prueba y error para encontrar mi camino de regreso a la lápida lisa, donde todo había comenzado. Agachándome, deslicé un dedo sobre el viejo mármol. Cerré los ojos y bloqueé los sonidos nocturnos, concentrándome en la búsqueda de los ojos negros. Lancé mi pregunta, esperando que la escucharan. ¿Cómo había llegado al punto de dormir en un cementerio después de pasar once semanas en cautiverio? Dejé que mis ojos viajaran en un lento círculo alrededor del cementerio. Los olores del decadente otoño que se aproximaba, el rico sabor de la hierba cortada, el pulso de las alas de los insectos rozando entre sí, nada de eso iluminó la respuesta que tan desesperadamente deseaba. El color negro, burlándose de mí por días, me había fallado. Empujando mi mano en los bolsillos de mis pantalones, me giré para irme. Desde el borde de mi visión, me di cuenta de una mancha en la hierba. Recogí una pluma negra. Era fácilmente la longitud de mi brazo, desde el hombro hasta la muñeca. Mis cejas se fruncieron mientras trataba de imaginar qué clase de ave pudo haberla dejado. Era demasiado grande para ser de un cuervo. Demasiado grande para cualquier ave, por lo que a mí respectaba. Corrí un dedo sobre la veleta de la pluma, cada satinada púa regresando a su lugar. Un recuerdo se agitó dentro de mí. Ángel, me pareció escuchar un suave susurro.

Eres mía.

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