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Capítulo 23

Los gatos de San Francisco abandonaron la ciudad a altas horas de la madrugada. Por separado y en parejas, domesticados y callejeros, regordetes y de pelaje suave, de todas las formas, de todos los tamaños, de pura raza y mestizos, de pelo largo y de pelo corto... Todos ellos se deslizaban por las penumbras en una silenciosa oleada felina. Correteaban por los puentes, hervían en los callejones, zascandileaban por los túneles subterráneos de la ciudad y saltaban de tejado en tejado. Y todos se dirigían hacia el norte. Pasaban por delante de aterrorizados juerguistas trasnochadores, transitaban ante decenas de ratas y ratones sin detenerse a devorarlos y ni siquiera se fijaban en los nidos de pájaros. Y a pesar de que se escabullían en un silencio absoluto, su paso estaba marcado por un sonido extraordinario. Aquella noche, la ciudad de San Francisco resonó con ecos de aullidos primigenios de más de cien mil perros. El doctor John Dee estaba descontento. Y un poco asustado. Una cosa era planear y discutir un ataque al Mundo de Sombras de Hécate, y otra, muy diferente, era sentarse ante la entrada de su reino invisible y esperar la llegada de los gatos y los pájaros, a quienes sus dueñas, Bastet y Morrigan, habían convocado. ¿Qué podrían hacer esas pequeñas criaturas contra la magia ancestral de Hécate y de la Raza Inmemorial? Dee se acomodó en el gigantesco todoterreno negro junto a Senuhet, el hombrecillo que, supuestamente, trabajaba como criado de Bastet. Ninguno de los dos había musitado palabra durante el breve vuelo en el jet privado de Dee que los había trasladado, minutos antes, desde Los Ángeles hasta San Francisco. Sin embargo, a Dee se le ocurrían miles de preguntas que hubiera deseado consultar a su acompañante. Con los años, Dee se había dado cuenta de que los criados de los Oscuros Inmemoriales, como Senuhet, no se sentían muy cómodos cuando los interrogaban. Alrededor de las dos de la tarde, el doctor John Dee llegó a la entrada del Mundo de Sombras de Hécate. Llegó a tiempo para vislumbrar la llegada de las primeras criaturas de Morrigan. Los pájaros descendían en picado desde el norte y el este en grandes y oscuras bandadas, batiendo con fuerza sus alas, y finalmente se posaban sobre los árboles de Mill Valley. Las aves se amontonaban en las ramas apiñándose de tal forma que algunas de ellas se resquebrajaron hasta partirse por el peso que sostenían. En las horas siguientes llegarían los gatos, las criaturas de Bastet. De repente, comenzó a manar un río de pelusa felina desde las sombras y, después, toda la masa de gatos se detuvo ante la entrada del Mundo de Sombras. Dee miró por la ventanilla del coche: no lograba ver el suelo. Hasta donde la vista le alcanzaba, todo estaba cubierto por un manto de gatos, mirara hacia donde mirase. Por fin, cuando los primeros rayos de sol comenzaban a bañar el horizonte oriental, Senuhet extrajo una pequeña estatua negra de la bolsita que llevaba colgada al cuello y la colocó sobre el salpicadero del coche. Era la escultura egipcia de un felino maravillosamente tallado de la medida de su dedo meñique. —Es la hora —comentó en voz baja. De repente, los ojos de la estatua se encendieron y brillaron de un rojo intenso. —Está en camino —dijo Senuhet. —¿Por qué no hemos atacado antes, mientras Hécate dormía? —preguntó Dee. Aunque se había pasado siglos y siglos centrado en el estudio de los Oscuros Inmemoriales, Dee se estaba dando cuenta de que, en realidad, sabía muy poco sobre ellos. Pero le consolaba el hecho de saber que la Raza Inmemorial a su vez sabía muy poco sobre los


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