El hijo de neptuno

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Todo el mundo la miraba con horror. Nadie intentó ayudar. —Buena pregunta—Reyna se giró hacia Nico, que observaba serio desde el borde de la multitud—. ¿Tiene algo que ver Plutón? Nico negó con la cabeza. —Plutón nunca permite volver a la gente de entre los muertos. Miró a Hazel como si le estuviera diciendo que se callara. Frank se preguntó qué significaba todo aquello, pero no tuvo tiempo para pensar en ello. Una voz retumbó por el campamento: La muerte pierde su control. Este es sólo el principio. Los campistas agarraron las armas. Aníbal barritó, nervioso. Escipión relinchó y casi lanzó a Reyna. —Conozco esa voz—dijo Percy. No sonaba muy contento. En medio de la legión, una columna de fuego irrumpió en el aire. El calor quemó las pestañas de Frank. Los campistas que habían sido mojados por los cañones encontraron sus ropas secadas de inmediato. Todo el mundo se tambaleó hacia atrás mientras un soldado gigante salía de la explosión. Frank no tenía mucho pelo, pero lo que tenía se le erizó. El soldado medía cinco metros y vestía el uniforme de camuflaje desértico del ejército canadiense. Irradiaba confianza y poder. Su pelo negro estaba cortado al estilo militar, igual que el de Frank. Su cara era angular y brutal, marcada con cicatrices de cuchillos. Sus ojos estaban cubiertos con unas gafas infrarojas que brillaban desde el interior. Vestía un cinturón de herramientas con un arma colgada del cinturón, un machete y varias granadas. En sus manos había un rifle M16 extragrande. Lo peor de coso es que Frank se sintió llamado por él. Mientras todo el mundo retrocedía, Frank se adelantaba. Se dio cuenta de que el soldado quería que se acercara en silencio. Frank quería salir huyendo y esconderse, pero no podía. Dio tres pasos e hincó la rodilla. Los demás campistas siguieron su ejemplo y se arrodillaron. Incluso Reyna desmontó. —Eso está bien—dijo el soldado—. Arrodillarse está bien. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que visité el Campamento Júpiter. Frank vio una persona que no se había arrodillado. Percy Jackson, con su espada aún en la mano, miraba al soldado gigante. —Eres Ares—dijo Percy—. ¿Qué quieres? Dos cientos campistas y un elefante contuvieron el aliento. Frank quiso excusarse por Percy y aplacar la furia del dios, pero no sabía qué hacer. Tenía miedo de que el dios de la guerra aplastara a su nuevo amigo con el M16 extra-grande. En vez de eso, el dios enseñó sus brillantes dientes blancos. —Tienes osadía, semidiós—dijo—. Ares es mi forma griega. Pero para estos seguidores, los hijos de Roma, soy Marte, patrón del imperio, padre divino de Rómulo y Remo. —Nos conocemos—dijo Percy—. Nosotros… hemos luchado antes. Alrededor de los pies de Marte, el suelo ardió en círculo. 87

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