El hijo de neptuno

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Frank creía que iba a gritar o pegarle con la caja. Él nunca había hecho algo tan terrible como aquello jamás. Nunca se había sentido tan furioso. La cara de su abuela demostraba resentimiento y desaprobación. No se parecía en nada a la madre de Frank. Se preguntaba cómo podría haberse convertido su madre tan simpática, siempre riendo, siempre siendo amable. Frank no podía imaginársela creciendo con su abuela, igual que tampoco podía imaginársela en el campo de batalla, situaciones que, tampoco no eran tan distintas. Esperó a que su abuela explotara. Quizá le castigaría y así no tendría que ir al funeral. Quería hacerle daño por ser tan arisca todo aquel tiempo, por haber dejado a su madre ir a la guerra, por estar siempre reprendiéndole para que fuera duro. Lo único que le importaba en el mundo era su estúpida colección de porcelana. —Detén este comportamiento estúpido—dijo su abuela. No sonaba demasiado molesta—. No te hace bien. Para sorpresa de Frank, apartó de una patada una de sus tazas de té preferidas. —El coche estará aquí en breve—dijo—. Debemos hablar. Frank estaba estupefacto. Miró de cerca a la caja de caoba. Por un terrible segundo, se preguntó si contenía las cenizas de su madre, pero aquello era imposible. La abuela le había dicho que sería un entierro militar. ¿Entonces porqué la abuela sujetaba tan firmemente aquella caja, como si el contenido fuera de delicada importancia? —Ven adentro—dijo. Sin esperar a comprobar que le seguía, se giró y entró en la casa. En el salón, Frank se sentó en un sofá de terciopelo, rodeado de fotos de familia, jarrones de porcelana que eran demasiado grandes para su caja y cuadros con caligrafías chinas. Frank no entendía lo que ponía en ninguna. Nunca se había sentido interesado en aprender chino. Tampoco no conocía a mucha de la gente que salía en las fotos. Siempre que su abuela comenzaba a soltarle la charla sobre sus ancestros (cómo habían venido de China y habían prosperado en el negocio de las importaciones y exportaciones, convirtiéndose en una de las familias chinas más ricas de Vancouver) se aburría. Frank era la cuarta generación canadiense. No le importaba ni China ni todas aquellas antigüedades. Las únicas letras chinas que reconocía eran el nombre de su familia: Zhang. Maestro arquero. Aquello era guay. Su abuela se sentó a su lado, inclinada, con las manos bien firmes encima de la caja. —Tu madre quería que tú tuvieras esto—dijo a regañadientes—. Lo guardó desde que eras un bebé. Cuando se fue a la guerra, me lo confió a mí. Pero ahora no está. Y pronto tú tendrás que partir. El estómago de Frank le dio un vuelco. —¿Irme? ¿Dónde? —Soy vieja—dijo la abuela, como si fuera algo nuevo—. Tengo mi propia cita con la muerte pronto. No puedo enseñarte aquello que necesitas saber, y no puedo

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