El hijo de neptuno

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—¡Vamos, vamos, vamos! —les apremió Dakota, sonriendo como un loco mientras se tomaba un trago de Kool-Aid de su termo—. ¡Nuestros compañeros necesitan nuestra ayuda! Cuando la Quinta Cohorte estuvo equipada con armas, escudos y yelmos nuevos, no parecían demasiado consecuentes, más bien parecían haber salido de unas rebajas del rey Midas. Pero se habían convertido en nada, en la más poderosa cohorte de la legión. —¡Seguid el águila! —les ordenó Frank—. ¡A la batalla! Los campistas le aclamaron. Mientras Percy y la señorita O’Leary avanzaron abriendo la comitiva, la cohorte entera les siguió, pareciendo unos guerreros armados con brillantes armas doradas sedientos de sangre. Atacaron con violencia a una horda de centauros salvajes que estaban atacando a la Tercera Cohorte. Cuando los campistas de la Tercera vieron el águila, gritaron como locos y lucharon con unas fuerzas renovadas. Los centauros no tuvieron oportunidad. Las dos cohortes los destrozaron. Pronto no quedó nada más que montones de polvo y algunos cuernos y herraduras. Percy esperó que Quirón pudiera perdonarle, pero aquellos centauros no eran como los hermanos que había conocido. Eran de otra raza. Tenían que ser vencidos. —¡Formad filas! —gritaron los centuriones. Las dos cohortes se juntaron, haciéndose notar su entrenamiento militar. Los escudos se juntaron y marcharon a la batalla contra los Nacidos de la Tierra. Frank gritó: —¡Pila! Cientos de lanzas se alzaron, preparadas para la lucha. Cuando Frank gritó: —¡Fuego! Éstas salieron por los aires, una ola de muerte atravesó a los monstruos de los seis brazos. Los campistas alzaron las espadas y avanzaron hacia el centro de la batalla. En la base del acueducto, la Primera y Segunda Cohortes estaban intentando rodear a Polibotes, pero estaban siendo machacadas. Los Nacidos de la Tierra restantes lanzaban proyectiles de piedras y barro. Los espíritus del grano, los karpoi, aquellos pequeños cupidos-piraña, atravesaban los campistas, alzándolos por los aires con un tornado de hierba alta, sacándoles de las filas. El gigante mismo se quitaba basiliscos del pelo. Cada vez que éstos aterrizaban, los romanos retrocedían de puro pánico. Juzgando por los escudos corroídos y por las plumas humeantes de los yelmos, ya habían aprendido que los basiliscos escupían fuego y veneno. Reyna sobrevolaba el gigante, intentando atacar con una jabalina cada vez que giraba su atención hacia las tropas del suelo. Su capa morada ondeaba con el viento, su armadura dorada brillaba y Polibotes zarandeaba su tridente y extendía su red, pero Escipión era igual de ágil que Arión. Entonces Reyna vio a la Quinta Cohorte yendo en su ayuda con el águila. Estaba tan aturdida, que el gigante casi la barre del suelo, pero Escipión le esquivó. Reyna buscó los ojos de Reyna y le dedicó una amplia sonrisa. 281

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