El hijo de neptuno

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—Eh, no te ofendas—dijo Percy—. Es así como los llamó Annabeth cuando luchamos contra ellos antes. Dijo que viven en el norte, en Canadá. —Sí, bueno—gruñó Frank—. Estamos en Canadá. Soy canadiense. Pero nunca había visto estas cosas antes. Ella de arrancó unas plumas de sus alas y las hizo girar en sus dedos. —Lestrigones—dijo—. Caníbales. Gigantes del norte. Leyenda del Sasquatch. Sí, sí. No son pájaros. No son pájaros de Norte América. —Así es como se llaman—coincidió Percy—. Lestri… no sé qué, lo que ha dicho Ella. Frank miró los tipos del claro: —Podrían ser tomados por Bigfoot. Quizá es de ahí de dónde viene la leyenda. Ella, eres muy lista. —Ella es lista—coincidió la harpía. Le ofreció, tímida, una de sus alas a Frank. —Oh… gracias. —se guardó la pluma en el bolsillo, y se dio cuenta de que Hazel le estaba mirando—. ¿Qué? —preguntó Frank. —Nada—se giró hacia Percy—. ¿Tu memoria está volviendo? ¿Recuerdas cómo vencer a estos tipos? —Algo así—dijo Percy—. Sigue borroso. Creo que ayudé. Les maté con bronce celestial, pero fue antes de que… ya sabes. —Antes de que Tánatos fuera secuestrado—dijo Hazel—. Así que por ahora, no morirán del todo. Percy asintió. —Esas balas de cañón de bronce… son malas noticias. Creo que usamos unas contra los gigantes. Pueden atrapar el fuego y usarlo. La mano de Frank se fue hacia el bolsillo de su abrigo. Entonces recordó que era Hazel quien tenía el pedazo de madera. —Es una trampa—Hazel miró a Frank, preocupada—. ¿Y entonces, tu abuela? Tenemos que ayudarla. Frank sintió un nudo en su garganta. Nunca en un millón de años hubiera creído que su abuela pudiera necesitar ser rescatada, pero ahora comenzó a imaginarse algunas escenas de batallas que había vivido, como los juegos bélicos. —Necesitamos una distracción—decidió—. Si podemos sacar a este grupo de los bosques, podríamos pasar por entre ellos sin alertar a los demás. —Ojalá Arión estuviera aquí—dijo Hazel—. Podría hacer que estos ogros me persiguieran. Frank agarró la lanza de su espalda. —Tengo otra idea. Frank no quería hacer aquello. La idea de convocar a Gris le asustaba incluso más que el caballo de Hazel. Pero no veía ninguna otra manera. —¡Frank, no puedes atacar ahí! —dijo Hazel—. ¡Es un suicidio! —No voy a atacar—dijo Frank—. Tengo un amigo… Que nadie grite, ¿vale? Clavó la lanza al suelo, y la punta se rompió. —Ups—dijo Ella—. No hay punta de lanza. No, no.

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