El maestro y las magas - Alejandro Jodorowsky

Page 126

té verde. Ejo exclamó: «¡Come rápido! ¡No pierdas tiempo! ¡Lo principal es meditar!». Como él, tuve que zamparme el arroz con padecimiento de mi lengua. Para no desperdiciar un grano (a los monjes zen les está prohibido el derroche), Ejo me dio el ejemplo: vertí un chorrillo de té en el bol, lo sacudí para que empapara todos los restos y, con un sonoro sorbo, me lo tragué. La señora se llevó el servicio, Ejo encendió otra varilla de incienso y continuamos, así, mudos e inmóviles. Inmovilidad que interrumpíamos una vez cada hora para pasearnos en círculo durante cinco minutos, desentumeciendo las piernas, que yo sentía devoradas desde el interior por un ejército de hormigas. A las doce de la noche, Ejo me dijo: «Vamos a dormir cuarenta minutos, eso es todo», y de golpe, sin abandonar su posición, así sentado, comenzó a roncar. Yo desesperado miré hacia mis zapatos, dos bocas que se abrían generosas incitándome a introducir en ellas mis pies y largarme, olvidando esta locura para siempre. Por orgullo, un orgullo monstruoso que hasta ese momento había ignorado que existía en mí, decidí quedarme ahí clavado. Me eché al suelo, sintiéndome perro. Acostumbrado a colchones blandos, traté de acomodarme en la tarima. Me costó dormirme. De pronto un estruendo espantoso me sacó del soponcio. Ejo, golpeando una plancha de metal flexible con una vara de hierro, producía ruidos semejantes a truenos. Como me costaba erguirme, comenzó a patearme. «¡Ya pasaron cuarenta minutos! ¡Rápido, rápido, no pierdas tiempo, siéntate a meditar!» Sentí las ganas de matado. Los dos primeros días ningún atisbo de sabiduría calmó mi espíritu, fueron horas y horas de lucha contra el cuerpo, entumecimientos, calambres, dolor de huesos, picaduras de mosquitos, hambre, somnolencia, ardor de estómago, ahogos, claustrofobia, rabia porque no era capaz de soportar impávido como el japonés esta tortura, y en los breves momentos en que de milagro el sufrimiento corporal se calmaba, un aburrimiento espeso me sumía en una insoportable angustia. Al tercer día, con las rodillas hinchadas, los ojos irritados, la piel llena de ronchas, las vértebras cervicales convertidas en puñales, los intestinos colmados de excremento (ir corriendo al baño con la obligación de defecar en pocos minutos me los bloqueaba) y cada nervio transformado en una anguila eléctrica, me dejé caer de espaldas y con voz plañidera, como en agonía, dije: -Tengo un dolor agudo en el corazón. Estoy sufriendo un infarto. Llama a una ambulancia. Con ferocidad y desprecio Ejo me espetó: -¡Revienta! 126


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.