El ladron de cerebros pere estupinya

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fármacos que reducían los índices de colesterol conseguían prevenir los ataques de corazón. Se reclutaron 8.500 hombres de mediana edad con problemas coronarios previos, y se hicieron varios subgrupos. A uno de ellos se les dio el fármaco clofibrate, pero al cabo de cinco años, los investigadores no encontraron el mínimo efecto protector. ¿Qué pensaron? «A ver si algunos participantes en el estudio no han seguido correctamente el tratamiento...» Les preguntaron a cada uno de ellos y, efectivamente, comprobaron que bastantes participantes habían pasado olímpicamente de ir tomando la medicación. Comprobaron de nuevo la incidencia de enfermedad cardíaca, y vieron que en estos últimos era de un 25 por ciento, mientras que en aquellos que tomaron más del 80 por ciento de las pastillas era sólo del 15 por ciento. Respiraron tranquilos. El clofibrate sí tenía un efecto protector. Tema solucionado, ¿verdad? Sólo aparentemente. Al repetir el mismo análisis con los que habían sido recetados con placebo, también vieron que los que se saltaron las dosis tenían una incidencia del 28 por ciento, frente a un 15 por ciento los que siguieron a rajatabla el estudio. Conclusión: el tomar correctamente un placebo, ¡disminuía a la mitad el riesgo cardiovascular! Evidentemente, la interpretación fue otra: la persona que no sigue un tratamiento, posiblemente es también más despreocupada con otros factores que afectan a su salud. Es lo que los investigadores llaman el compliance bias, uno de los muchos efectos distorsionadores que se esconden detrás de los estudios clínicos. Este caso del clofibrate apareció citado en un polémico y demoledor reportaje crítico con la epidemiología publicado en el New York Times bajo el título «¿Sabemos realmente qué nos hace estar saludables?». En él se reconoce el imprescindible papel que ha desempeñado la epidemiología en la comprensión de las enfermedades virales, en la relación entre tabaco y cáncer de pulmón, entre exposición solar y melanoma, pero refleja cómo muchos científicos se quejan abiertamente del exceso de relaciones causa-efecto que se publican en la literatura científica. Richard Peto, de la Universidad de Oxford, dice textualmente: «La epidemiología es preciosa, y nos ofrece una gran perspectiva de la vida humana y la muerte, pero se publica una enorme cantidad de basura». La clasificación de los estudios epidemiológicos y los ejemplos expuestos en este texto están extraídos del excelente seminario que recibí cuando todavía era un Knight Fellow en el MIT con la reconocidísima experta de Harvard Julie Buring. Recuerdo que cuando terminé el seminario, me acerqué y le pedí su opinión sobre el artículo que hacía poco había publicado el New York Times . Me sorprendió que, a pesar de considerarlo exagerado, Julie Buring se mostraba muy de acuerdo en que son poquísimos los estudios epidemiológicos que realmente están bien realizados, y afirmaba que la mayor parte de las conclusiones que los propios científicos exponen y después llegan exageradas a los medios no están bien sustentadas, en absoluto. En definitiva, que cuando alguien os diga que las almendras previenen la diabetes, pedidle que os cuente también qué tipo de estudio lo ha «demostrado» Y si mi chica quiere de verdad comprobar el grado de cariño que siento por ella, no le queda más remedio que hacer un análisis randomizado intentando tener el máximo de factores posibles bajo control, y aceptar que no tendrá la respuesta definitiva hasta dentro de unos meses. Ocurre que para ello necesitará también unos controles; y no sé si eso me hace tanta gracia.


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