MEMORIAS DE UNA JOVE NFORMAL

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SIMONE DE BEAUVOIR

MEMORIAS DE UNA JOVEN FORMAL

estaba casada se encontraba encinta. Mi corazón se puso a latir violentamente: ¡con tal que mamá no lea ese libro! Porque entonces sabría que yo sabía: yo no podía soportar esa idea. No temía una reprimenda. Era irreprochable. Pero tenía "un miedo pánico a lo que ocurriría en su cabeza. Quizá se creyera obligada a tener una conversación conmigo: esa perspectiva me espantaba porque por el silencio que ella siempre había guardado sobre esos problemas, yo inedia su repugnancia en abordarlos. Para mí la existencia de las madres solteras era un hecho objetivo que no me molestaba más que la de las antípodas; pero el hecho de que yo lo supiera se convertiría a través de la conciencia de mi madre, en un escándalo que nos mancharía a ambas. Pese a mi ansiedad no busqué la solución más sencilla: ungir haber perdido mi libro en el bosque. Perder un objeto, aunque fuese un cepillo de dientes, desencadenaba en casa tales tempestades que el remedio me asustaba casi más que la enfermedad. Además si bien practicaba sin escrúpulo la restricción mental no hubiera tenido el coraje de decir ante mi madre semejante mentira positiva; mi rubor, mis vacilaciones me habrían traicionado. Tuve simplemente cuidado de que Adam Bede no cayera entre sus manos. No se le ocurrió leerlo y mi desazón se aplacó. De esta manera, mis relaciones con mi familia se habían vuelto menos fáciles que antes. Mi hermana ya no me idolatraba sin reserva, mi padre me encontraba fea y no me lo perdonaba, mi madre desconfiaba del oscuro cambio que adivinaba en mí. Si hubieran leído en mi cabeza, mis padres me habrían condenado; en vez de protegerme como antaño su mirada me hacía peligrar. Ellos mismos habían bajado de su zócalo; no lo aproveché para recusar su juicio. Al contrario, me sentí doblemente atacada; ya no vivía en un lugar privilegiado y mi perfección estaba mellada; estaba insegura de mí misma y vulnerable. Mis relaciones con los demás tenían que estar modificadas. Los dones de Zaza se afirmaban; tocaba el piano en forma bastante notable para su edad y empezaba a aprender el violín. Mientras mi letra era groseramente infantil, la suya me asombraba por su elegancia. Mi padre apreciaba como yo el estilo de sus cartas, la vivacidad de su conversación; se divertía en tratarla ceremoniosamente y ella se prestaba con gracia a ese juego; la edad ingrata no la desfiguraba; vestida, peinada sin rebuscamiento, tenía modales desenvueltos de señorita; no había perdido, sin embargo, su osadía varonil: durante las vacaciones galopaba a caballo a través de los bosques sin preocuparse de las ramas que la golpeaban. Hizo un viaje por Italia; a la vuelta me habló de los monumentos, de las estatuas, de los cuadros que le habían gustado; yo envidiaba los placeres que había saboreado en un país legendario y miraba ton respeto la cabeza morena que encerraba tan lindas imágenes. Su originalidad me deslumbraba. Importándome menos juzgar que conocer me interesaba en todo: Zaza elegía; Grecia le encantaba, los romanos la aburrían; insensible a las desdichas de la familia real, el destino de Napoleón le entusiasmaba. Admiraba a Racine, Comeille la irritaba; detestaba Horacio y ardía de simpatía por El Misántropo. Siempre la conocí burlona, entre los doce y los quince años hizo de la ironía un sistema; ponía en ridículo no sólo a la mayoría de la gente sino también las costumbres establecidas y las ideas hechas; su libro de cabecera era Las Máximas de La Rochefoucauld y repetía sin cesar que el interés es lo que maneja a los hombres. Yo no tenía ninguna idea general sobre la humanidad y su terco pesimismo me imponía. Muchas de sus opiniones eran subversivas; escandalizó al curso Désir defendiendo en una composición a Alcestes contra Filinto, y otra vez colocando a Napoleón por encima de Pasteur. Sus audacias irritaban a algunas profesoras; otras las atribuían a su juventud y se divertían: era la bestia negra de algunas y la favorita de las otras. Generalmente yo tenía calificaciones superiores a las suyas aun en francés donde ganaba por "el fondo"; pero suponía que ella desdeñaba el primer lugar; aunque con notas menos buenas que las mías sus trabajos escolares debían a su desenvoltura un no sé qué del que me privaba mi asiduidad. Se decía que tenía personalidad: era ese su supremo privilegio. La complacencia confusa que yo había

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