MEMORIAS DE UNA JOVE NFORMAL

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SIMONE DE BEAUVOIR

MEMORIAS DE UNA JOVEN FORMAL

Así vivíamos, ella y yo, en una especie de simbiosis y sin aplicarme en imitarla fui modelada por ella. Me inculcó el sentido del deber así como las consignas del olvido de sí, y de austeridad. A mi padre no le disgustaba ponerse en evidencia, pero aprendí de mi madre a pasar inadvertida, a cuidar mi lenguaje, a censurar mis deseos, a decir y a hacer exactamente lo que debía ser dicho y hecho. No reivindicaba nada y osaba muy poco. El acuerdo que reinaba entre mis padres fortalecía el respeto que yo sentía por cada uno de ellos. Eso me permitió eludir una dificultad que hubiera podido ponerme en un serio aprieto: papá no iba a misa, sonreía cuando tía Marguerite comentaba los milagros de Lourdes: no creía. Ese escepticismo me impresionaba, a tal punto me sentía investida por la presencia de Dios: sin embargo, mi padre nunca se equivocaba: ¿cómo explicar que pudiera cegarse sobre la más evidente de las verdades? Mirando las cosas de frente era una terrible contradicción. No obstante, dado que mi madre, tan piadosa, parecía encontrarla natural, acepté tranquilamente la actitud de papá. La consecuencia fue que me acostumbré a considerar que mi vida intelectual –encarnada por mi padre– y mi vida espiritual – encarnada por mi madre– eran dos terrenos radicalmente heterogéneos, entre los cuales no podía producirse ninguna interferencia. La santidad pertenecía a otro orden que la inteligencia; y las cosas humanas –cultura, negocios, política, usos y costumbres– nada tenían que ver con la religión. Así relegué a Dios fuera del mundo, lo que debía influir profundamente en mi futura evolución. Mi situación familiar recordaba a la de mi padre: él se había encontrado en una situación falsa entre el escepticismo de mi abuelo y la seriedad burguesa de mi abuela. En mi caso también, el individualismo de papá y su ética profana contrastaban con la severa moral tradicional que me enseñaba mi madre. Ese desequilibrio que me creaba un conflicto explica en gran parte que me haya vuelto una intelectual. Por el momento me sentía protegida y guiada a la vez sobre la tierra y en los caminos del cielo. Me felicitaba además de no estar entregada sin recurso a los adultos; no vivía sola mi condición de chica; tenía una semejante: mi hermana, cuyo papel cobró una importancia considerable alrededor de mis seis años. La llamaban Poupette; tenía dos años y medio menos que yo. Decían que se parecía a papá. Rubia, de ojos celestes, en sus fotos de chica su mirada parece nublada de lágrimas. Su nacimiento había decepcionado porque toda la familia quería un varón; por supuesto, nadie le guardó rencor, pero acaso no sea indiferente que hayan suspirado alrededor de su cuna. Se esforzaban en tratarnos con una exacta justicia; nuestra ropa era idéntica, salíamos casi siempre juntas, teníamos una sola vida para las dos; no obstante, como mayor yo gozaba de ciertas ventajas. Tenía un cuarto que compartía con Louise y dormía en una cama grande, falsamente antigua, de madera esculpida y a la cabecera una reproducción de la Asunción, de Murillo. Para mi hermana instalaban una cama plegadiza en un corredor estrecho. Durante el servicio militar de papá, yo acompañaba a mamá cuando iba a verlo. Relegada a un lugar secundario, "la más chiquita" se sentía casi superflua. Yo era para mis padres una experiencia nueva: a mi hermana le costaba mucho más desconcertarlos y asombrarlos; a mí no me habían comparado con nadie, a ella sin cesar la comparaban conmigo. En el curso Désir las señoritas tenían la costumbre de dar a las mayores como ejemplo de las menores; hiciera lo que hiciere Poupette, la perspectiva que da el tiempo, las sublimaciones de la leyenda querían que yo lo hubiera logrado mejor que ella; ningún esfuerzo, ningún éxito le permitían nunca pasar ése "plafond". Víctima de una oscura maldición sufría, y a menudo de noche, sentada en su sillita, lloraba. Le reprochaban su carácter rezongón: era otra inferioridad. Hubiera podido aborrecerme; paradojalmente sólo se sentía bien en su pellejo cuando estaba junto a mí. Confortablemente instalada en mi papel de mayor, no me jactaba de ninguna otra superioridad salvo de la que me daba la edad; consideraba a Poupette muy despierta para la suya; la veía exactamente como era: una igual un poco menor que yo; me agradecía mi estima y respondía a

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