Luz del mundo (Benedicto XVI - Peter Seewald)

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Luz del Mundo – Benedicto XVI Es importante que se dé también una forma bella al conjunto, pero siempre al servicio de lo que nos precede, y no como algo que, por de pronto, tenemos que hacer nosotros. En lo tocante a la santidad de la eucaristía, no hay margen de maniobra de índole alguna, declaró usted. Según dijo, ella es el punto en que pivota toda renovación. Sólo a partir de su espíritu fueron posibles las revoluciones espirituales. Si es verdad -como creemos- que en la eucaristía está Cristo realmente presente, éste es el acontecimiento central sin más. No sólo el acontecimiento de un solo día, sino de la historia universal en su conjunto, como fuerza decisiva de la que después pueden provenir cambios. Lo importante es que, en la eucaristía, la palabra y la presencia real del Señor en los signos forman una unidad. Que en la palabra recibimos también instrucción. Que en nuestra oración respondemos, y que, de esa manera, se interpretan el preceder de Dios y nuestro acompañar y dejarnos modificar, a fin de que ocurra aquel cambio del hombre que es el requisito más importante de todo cambio realmente positivo del mundo. Si queremos que algo adelante en el mundo, sólo será posible lograrlo desde el parámetro de Dios, que entra a nuestro mundo como realidad. En la eucaristía los hombres pueden ser formados de tal modo que surja algo nuevo. Por eso, a lo largo de la historia entera, las grandes figuras que han traído realmente revoluciones del bien son los santos, que fueron tocados por Cristo y trajeron nuevos impulsos al mundo. El documento del concilio Lumen Gentium designa en el número 11 la participación dominical en el sacrificio eucarístico como «fuente y cima de toda la vida cristiana». Cristo dice: «El que no come mi carne y no bebe mi sangre no tendrá vida». Como papa comenzó usted a dar la comunión a los fieles en la boca, poniéndose ellos de rodillas. ¿Considera que es la actitud más adecuada? En primer lugar hay que decir lo siguiente: es importante que el tiempo tenga una estructura común para todos los fieles. El Antiguo Testamento lo indica ya desde el relato de la creación, en cuanto presenta el día séptimo como el día en que Dios descansa y los hombres descansan con Él. Para los cristianos, esa estructura parte del domingo, el día de la resurrección, en el que Él se encuentra con nosotros y nosotros nos encontramos con Él. Nuevamente, aquí el acto más importante, por así decirlo, es el momento de la unión, cuando Él se nos da. No estoy por principio en contra de la comunión en la mano: yo mismo la he dado y la he recibido de ese modo. Pero al hacer ahora que se reciba la comunión de rodillas y al darla en la boca he querido colocar una señal de respeto y llamar la atención hacia la presencia real. No en último término porque, especialmente en actos masivos, como los tenemos en la basílica y en la plaza de San Pedro, el peligro de banalización es grande. He oído hablar acerca de gente que guarda la comunión en la cartera y se la lleva consigo como un souvenir cualquiera. En este contexto, en que se piensa que recibir la comunión forma parte simplemente del acto -todos se dirigen hacia delante, por tanto, también voy yo-, he querido establecer un signo claro. Debe verse con claridad que allí hay algo especial. Aquí está presente Él, ante quien se cae de rodillas. ¡Prestad atención! No es meramente un rito social cualquiera del que todos podemos participar o no. Maria es la Madre de Dios. En cierto sentido, ella trae a Dios al mundo. ¿Señala esto en sentido traslativo lo que deberían ser todos los cristianos: los que dan a luz a Dios?

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