Edicion44©

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¿Quién era yo?

uperaba la idea de identificarme a mí mismo con cierta inquietud, sufriendo un desequilibrio momentáneo que me hacía descubrir nuevas dudas. Era una necesidad intentarlo, preguntármelo con sinceridad buscando una respuesta aclaradora, aunque hacerlo diera como resultado la frustración. ¿Cómo debía definirme? ¿Quién era yo?... Difícil decirlo con un mínimo de exactitud. Empecé a considerarlo. ¿Cómo era yo en realidad?... Imaginé una entrevista, donde una periodista me lo preguntaba. Me lo preguntaba con ese tipo de preguntas que trataban de que el preguntado se sincerara y respondiera con absoluta vehemencia. Tenía que pensarlo, o debatirlo conmigo mismo, antes de darme una respuesta que le valiera, primero, a ese sí mismo, que era lo más complicado. Pensé en mí y no vi una imagen concreta, ni un compendio de imágenes precisas. Creí que mi ego era demasiado fuerte y que por eso me encontraba en una situación así, pero yo no había provocado esa situación. ¿O sí había sido yo?... La periodista sonreía con los ojos chispeantes, esperando oír mi voz. Saber cómo es uno mismo, se supone que nos debe ayudar. En cambio, las dudas sobre tu identidad propia pueden ser una derivación capaz de narcotizarte, y pueden dar pie a no querer saber exactamente como es uno en una realidad comparativa. Llegado a este punto, no sabía quién era, o esa era la impresión resultante a primera vista. Pensé que yo era un ser que se adaptada a su entorno, y algo de eso traté de explicar ante la pregunta que la entrevistadora había dejado en el aire. Trataba de adaptarme con cierta capacidad de lograrlo y así comportarme de la forma más natural posible. Verdaderamente, creí que yo lo primero que hacía ante una situación nueva era adaptarme a ella, de integrarme de la forma más natural posible (entiéndase por natural no desentonar o destacar sobre una normalidad establecida, impuesta siempre por el lado, llamémosle, contrario a mí, por tanto distante). Tenía que mimetizarme, adaptarme soportando esas consecuencias como un mal menor. Estaba claro que no sabía definirme, ni sabía cómo empezar a hablar de mí mismo, aunque se esperara de una forma complaciente, aunque yo mismo lo tuviera en deseo más que cualquier otra cosa. Reír, apesadumbrarme, llorar, es otra parte del aprendizaje para saber cómo es uno mismo. Desde esa perspectiva, lentamente, tenía que empezar a saber algo, a indagar en mis recuerdos para repetirme las veces necesarias que podía hacerlo, que podía sugerir una imagen que describiera los aspectos que creaban mi verdadera forma de manera

convincente. Y lo primero que se quería plasmar era cómo era mi forma de pensar. Algo serio, algo maquiavélico, decir que yo era de esta o de aquella forma de pensar. Si yo conseguía decir que pensaba de una manera concreta corría el riesgo de equivocarme en lo sucesivo. O estaba continuamente analizando mi forma de pensar y, también, por eso no podía hacer un juicio, porque los resultados nunca acababan de asentarse en una idea fija. Y en ese plan, no era capaz de pronunciarme ante ese hipotético micrófono, para lanzar un mensaje que me promoviera de la forma conveniente. ¿Cómo era yo? Y por consiguiente, ¿quién era yo? Volví a preguntarme. Verdaderamente no era nadie, creí con toda lógica; aunque a veces, casi inconscientemente, pensara que era una divinidad. Incluso, más de una vez, llegué a la conclusión de que era inmortal. Paradójicamente lo que más me intrigaba era el pensamiento de creerme que cuando yo muriera el mundo entero desaparecería. Sin embargo, en el fondo, adivinaba que no era nadie, pensando que esa era la apreciación exacta, al observar la realidad de lo que ocurría a mi alrededor. Pero, volviendo a lo que me interesaba, ¿cómo podía definirme? _ ¿Cómo eres, cómo persona? _volví a oír que me preguntaba esa periodista de la radio, con su voz nítida y pausada, ante mi perplejidad, dejándome con la mente en blanco, con el peligro que suponía tener que decir algo que diera alguna pista sobre mí mismo. ¿Cómo era?... _ ¡Dilo ya! _me dije a mí mismo_. Empieza por decir que es lo que más te gusta. O di que es una satisfacción que otras personas quieran saber cómo eres. Lo mejor era decir en qué me había convertido, o cual había sido esa absurda suerte de llegar a la mediocre situación donde me encontraba, con rabia, con orgullo y con la máxima entereza. Pero solo balbuceé, tan solo abrí el pico para desentonar. Y me vino a la mente lo que era la amistad, lo que era ser bueno, positivo y mantener un ideal justo, pero no sabía cómo expresarlo, así de golpe. Por eso guardé, después de ese balbuceo, un silencio demoledor, y creé un vacío con esa respuesta que era, quizás, lo que mejor me definía, con la duda, con el balbuceo, con esa voz ronca y mi inoperancia. De inmediato me puse a pensar, a sentir sofoco. Mentalicé los años, las cosas que había dicho otra veces, las cosas que debía haber dicho, bien dichas, con calma, respirando, mirando a los ojos de la periodista, intimidándola tanto como ella me intimidaba a mí. Creo que sintió compasión al verme en aquella situación y de algún modo supo algo que, bien barajado, podía dar pistas para empezar a definirme, y deseé que ella, con su

voz, me definiera y se explayara comentando de mi todo lo que quisiera. Pero ella tampoco se arrancó, disimuló su impaciencia. Pero ella era ficticia, me la había inventado; la imaginé con cara casi de ángel, con un sentido profesional concienzudo, sin embargo, en mi inconsciencia se mostraba dura, exigente, aplicaba la nitidez y sonoridad de su voz con un sentido subyugante. Y aun sabiendo que no era real, me cohibía como si me apuntara con una pistola. Pero no era ni mucho menos un interrogatorio, reinaba la suavidad de los colores, se olía a un perfume atrayente, incluso escuchaba una música sumamente agradable. Ella era un prototipo de mujer adscrita a una profesión moldeada por una industria audiovisual, que mi mente utilizaba a su libre albedrio. Al final, como conclusión, creo que ella entendió que

A

Pág. 121 yo no sabía verdaderamente quién era, y también pensó que nunca podría saberlo, porque era eso exactamente lo que le comuniqué, aún sin pretenderlo. Algo que también a mí me sirvió para darme cuenta de que saber cómo era estaba en manos de los demás, yo solo podía ver, si acaso, el reflejo de cómo era. _Solo los demás sabrán quien eres en realidad _me dije. Tú mismo, o sea, yo mismo, nunca seré capaz de saber cómo soy, ni cuál es mi verdadera realidad. Tal vez comprobé que lo que yo aprecio de mí mismo solo es un espejismo creado en mi mente para conseguir llevarme, ilusionado, por el ancho camino de la vida. Pedro Diego GIL (España)

Una confesión

migo: Cuando recibas este mensaje yo estaré viajando con ella hacia Londres. ¿Te sorprende? Sabés muy bien que mi vida es itinerante. ¡Tan diferente a esa vida tuya provinciana y sedentaria. No te ofendas. ¿Cuántas veces por semana vas al teatro? ¿Cuántas veces por mes te deleitás con una ópera? ¿Y cuándo has visto una gala de ballet en tu vida? Pues bien. Te decía que he encontrado lo que necesitaba. He conocido mucho durante mis viajes por el mundo, pero te confieso que ella logró sorprenderme. Debo hacerte una pregunta incómoda. ¿Cuánto tiempo hacía que la tenías encerrada en tu casa? ¿Los amigos del pueblo la conocen? Tu timidez te impidió mostrarla. No logro entender por qué has estado con ella tanto tiempo si no te sentías seguro. Yo me enamoré a primera vista. Te puedo jurar que no es una frase hecha. Lo experimenté cuando la vi tirada sobre tu cama. Y debo confesarte algo más. Es momento de sincerarme. Yo fui el primero en verla ¿Recordás ese viaje a

Estados Unidos cuando te fuiste con el grupo a los Parques de Disney ? ¿Qué hice yo? No podía unirme a ese tonto e infantil programa. Me fui a St. Petersburg, al Museo Dalí. Ahí fue donde la descubrí. No te lo dije, porque sé perfectamente que el Arte no te interesa. Por eso me sorprendí tanto cuando la vi en tu casa. Yo la quería, pero me faltó decisión en el momento justo. Después al verla con vos, comprendí que me habías ocultado tu visita al museo. No te lo reprocho, pero debiste decírmelo. En este instante, en el aeropuerto hay cientos de ojos clavados en ella. ¡Y qué querés que te diga!, me siento orgulloso de habértela sacado. Una corbata con “El alucinógeno toreador de Dalí” es algo realmente fuera de lo común. Te pido perdón Lilia Cremer (Argentina)

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