Las aventuras de Arthur Gordon Pym Edgar Allan Poe

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después de tres ineficaces tentativas, no consiguió ni siquiera acercarse a la puerta. El estado del brazo herido de Augustus le inutilizaba para que él intentase la empresa, pues hubiera sido incapaz de forzar la puerta aunque hubiese llegado hasta ella, y, por lo tanto, recayó sobre mí trabajar por nuestra salvación común. Peters había dejado una de las cadenas en el pasillo, y noté, al sumergirme, que no tenía suficiente contrapeso para mantenerme en el fondo, por lo que decidí que, en mi primera tentativa, no haría más que recoger la otra cadena. Al andar a tientas a lo largo del suelo del pasillo sentí una cosa dura, que cogí inmediatamente y, no teniendo tiempo de comprobar qué era, me volví y subí al instante a la superficie. La presa resultó ser una botella de vino, y es de imaginar nuestra alegría cuando diga que estaba llena de vino de Oporto. Dando gracias a Dios por esta ayuda oportuna y animadora, la descorchamos inmediatamente con mi cortaplumas y, echando cada uno un trago moderado, sentimos el más indescriptible alivio con el calor, fuerza y ánimos que nos dio la bebida. Luego volvimos a tapar la botella cuidadosamente y, por medio de un pañuelo, la colgamos de tal modo que no había posibilidad alguna de que se rompiese. Después de haber descansado un rato tras este feliz descubrimiento, descendí de nuevo y recuperé la cadena, con la que volví a subir al instante. Me la até entonces y bajé por tercera vez, quedando completamente convencido de que por muchos esfuerzos que hiciese, en tales condiciones, no sería capaz de forzar la puerta de la despensa. Así es que regresé a la superficie lleno de desesperación. Parecía que ya no había lugar a esperanza alguna, y pude notar en los semblantes de mis compañeros que se habían resignado a perecer. El vino les había producido, evidentemente, una especie de delirio, del que yo me había librado tal vez por las inmersiones que había realizado después de beberlo. Hablaban incoherentemente de cuestiones que no tenían relación alguna con nuestra situación, haciéndome Peters repetidas preguntas acerca de Nantucket. Recuerdo que también Augustus se me acercó con un aire muy serio y me pidió que le prestase un peine de bolsillo, pues tenía el pelo lleno de escamas de pescado y deseaba quitárselas antes de desembarcar. Parker parecía algo menos afectado por la bebida, pero me apremiaba a que me dirigiese a tientas a la cámara para subir el primer artículo que se me viniese a la mano. Accedí a ello y, a la primera tentativa, después de estar bajo el agua un minuto largo, subí con un pequeño baúl de cuero, que pertenecía al capitán Barnard. Lo abrimos inmediatamente con la débil esperanza de que contuviese algo de comer o de beber, pero sólo encontramos una caja de navajas de afeitar y dos camisas de lienzo. Bajé de nuevo y regresé sin éxito alguno. Al sacar la cabeza fuera del agua oí un chasquido sobre cubierta y, al asomarme, vi que mis compañeros se habían aprovechado desagradecidamente de mi ausencia para beberse el resto del vino, habiendo dejado caer la botella al tratar de volver a colocarla antes de que yo los viese. Al censurarles por la falta de corazón de su conducta, Augustus se echó a llorar. Los otros dos procuraron tomarlo a broma; pero deseo no volver a contemplar jamás una risa como la suya: la distorsión de su semblante era horriblemente espantosa. Era evidente que el estímulo del vino, en sus estómagos vacíos, había operado un rápido y violento efecto, y que estaban completamente ebrios. Con grandes dificultades, logré convencerlos para que se echasen, cayendo inmediatamente en un profundo sopor, acompañado de estrepitosos ronquidos. En aquellos momentos me encontraba realmente solo en el bergantín, y mis reflexiones eran, pueden estar seguros, de la índole más siniestra y espantosa. Ninguna perspectiva se ofrecía a mi vista, a no ser la de una muerte lenta por hambre o, en el mejor de los casos, ser tragados por la primera tempestad que se levantase, pues, en el estado tan exhausto en que nos encontrábamos, no había esperanza alguna de que resistiéramos otro temporal.

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