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nes dijeron que el Viejo, además de ser el mejor escritor de críticas de la época, era un puto viejo caprichoso. Con todo, la característica común a todas sus críticas publicadas era la seriedad. Nunca vio la luz ningún texto suyo en el que pudieran asomarse unas míseras trazas de humor. Cuando había que señalar fallos, no dudaba en ponerlos de relieve; lo mismo cuando era dable deslizar un moderado elogio. Pero nunca hizo chistes, añadió guasa o quiso suscitar curvaturas labiales cóncavas, como tampoco gastó sorna ni echó mano de la procacidad. Ésta era en el fondo la razón básica de que el Viejo fuera tan respetado en los medios crítico y lector de aquellos off-line times. El Viejo también era prácticamente inaccesible. Muchos quisieron entrevistarlo pero nunca lo consintió. Los pocos que franquearon la puerta de su despacho lo hicieron bajo pretextos elípticos y en calidad de postulantes a los que el Viejo, de manera aleatoria, concedía cita previa con meses de antelación. En esas charlas, invariablemente, no estaba permitido hablar de literatura. Los invitados se dedicaban a desgranar con torpes balbuceos el falso motivo de su visita mientras escudriñaban, nerviosos, el entorno material del Viejo. Las dos torres de libros recién impresos. El suelo de parqué en 4


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