Misery

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ni piscina, ni animales... no tengo cigarrillos. Siguió con los ojos el cable telefónico y vio el pequeño módulo cuadrado en el zócalo. La clavija se hallaba conectada. Todo parecía estar en orden. Como el establo con sus cintas aislantes. Es muy importante guardar las apariencias. Cerró los ojos y vio cómo Annie quitaba la clavija, metía pegamento en el agujero del módulo, y volvía a enchufaría en la palidez mortal del pegamento, donde se endurecería y se congelaría para siempre. La compañía de teléfonos no sabría que algo andaba mal a menos que alguien intentase llamarla y comunicase que la extensión no funcionaba. Pero nadie llamaba a Annie, ¿verdad? Elia recibiría con regularidad sus facturas de la telefónica y las pagaría en seguida; pero el teléfono era sólo decorativo, parte de su interminable batalla por guardar las apariencias, como el cuidado establo con su reciente pintura roja, sus ribetes color crema y las cintas aislantes para derretir el hielo. ¿Habría castrado ella el teléfono, por si acaso él hacia una expedición como la que acababa de realizar? ¿Habría previsto la posibilidad de que pudiera salir de su habitación? Lo dudaba. El teléfono, cuando funcionaba, seguramente la había puesto nerviosa mucho antes de que él llegase. Despierta en la cama, mirando al techo de su habitación, escuchando el aullido del viento, imaginaría cuántas personas estarían pensando en ella con disgusto o con franca malevolencia, los Roydman de todo el mundo, gente a la que en cualquier momento se le podría ocurrir llamarla y gritar: ¡Tú lo hiciste, Annie! ¡Te llevaron hasta Denver y todos sabemos que lo hiciste! ¡A Denver no te llevan si eres inocente! Ella habría pedido y obtenido un número privado, por supuesto. Cualquier persona procesada y absuelta de un crimen de importancia lo hubiese hecho. Y si el caso se había juzgado en Denver, tenía que ser importante. Pero un neurótico profundo como Annie Wilkes no tendría bastante con saber que su número no aparecía en la guía. Podrían conseguirlo si quisieran y todos se habían confabulado contra ella. Tal vez los jueces que tuvieron la osadía de juzgarla estuvieran felizmente dispuestos a facilitar el número a cualquiera que les preguntase. Y la gente preguntaría, seguro, porque ella veía el mundo como un lugar oscuro lleno de masas humanas que se agitaban en un oleaje malevolente rodeando un pequeño escenario iluminado por un solo foco brillante: ella. Así que mejor seria erradicar el teléfono, silenciarlo, como lo silenciaría a él si averiguaba que había conseguido llegar tan lejos. El pánico estalló como un grito en su mente, diciéndole que tenía que salir de allí y regresar a su habitación, esconder las cápsulas en alguna parte y volver a su lugar bajó la ventana para que ella no notase absolutamente nada cuando llegase; y esa vez estuvo de acuerdo con la voz. Estuvo plenamente de acuerdo. Dio marcha atrás con sumo cuidado y, en cuanto llegó a un lugar de la habitación razonablemente despejado, empezó la laboriosa tarea de hacer girar la silla de ruedas tratando de no tirar la mesita de centro. Casi había terminado la maniobra cuando oyó un coche que se acercaba y supo, sencillamente supo, que era ella que volvía de la ciudad.

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