Misery

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—Annie..., Annie..., por favor... Había un jarro de agua en la mesa. Lo cogió y empezó a blandirlo ante él. El agua fría se le derramó en la cara. Un cubito de hielo le aterrizó al lado de la oreja derecha y se deslizó almohada abajo hasta instalársele en el hombro. En su mente... (¡Tan vivida!) La vio estrellarle el jarrón en la cara, se vio muriendo de una fractura de cráneo con una hemorragia cerebral masiva en medio de una inundación de agua helada mientras en los brazos se le ponía la piel de gallina. No había duda de que era eso lo que ella quería hacer. En el último momento, se volvió y lanzó el jarrón contra la puerta, donde se hizo pedazos igual que el plato de sopa de aquel otro día. Se dio la vuelta para mirarle, mientras, con el dorso de las manos, se apartaba de la cara los mechones de pelo gris. Dos manchitas rosas florecían ahora sobre su palidez. —¡Pájaro sucio! —jadeó—. ¡Ay, pájaro sucio, cómo pudo hacer eso! En aquellos momentos estaba seguro de que su vida dependería de lo que pudiese decir en los próximos veinte segundos. Habló rápido, con urgencia, los ojos brillantes mirándola fijamente. —Annie, en 1871 las mujeres morían frecuentemente al dar a luz. Misery entregó la vida por su marido, por su mejor amigo y por su hijo. El espíritu de Misery siempre... —¡Yo no quiero su espíritu! —chilló, torciendo los dedos como garras y sacudiéndoselas en la cara como si quisiera arrancarle los ojos—. ¡Yo la quiero a ella! ¡Usted la mató! ¡Usted la asesinó! Volvió a cerrar los puños, los bajó, cómo pistones, a ambos lados de la cabeza de él y los lanzó contra la almohada haciéndole rebotar lo mismo que si fuese una muñeca de trapo. Sus piernas relampaguearon y lanzó un gritó. —¡Yo no la maté! Ella se quedó paralizada mirándole fijamente con aquella expresión estrecha y negra, esa mirada de grieta en la tierra. —Claro que no —dijo con un sarcasmo amargó—. Y si usted no fue, Paul Sheldon, ¿quién, entonces? —Nadie —le dijo con más suavidad—. Simplemente, se murió. En última instancia, sabia que eso era cierto. Si Misery Chastain hubiese sido una persona real, tal vez la Policía le hubiese pedido cuentas a él. Después de todo, él tenía un motivo, la odiaba. La había odiado ya desde el tercer libro. El día de Inocentes, cuatro años atrás, había hecho imprimir un pequeño folleto y se lo había enviado a una docena de amigos. Se titulaba El hobby de Misery. En él, Misery se pasaba un alegre fin de semana en el campo tirándose a Growler, el setter irlandés favorito de Ian. Habría podido asesinarla, pero no lo hizo. Al final, a pesar de su desprecio por ella, la muerte de Misery había supuesto para él una cierta sorpresa. Habría permanecido fiel a si mismo haciendo que el arte imitase la vida, aunque fuese un poco, y que llegase hasta el

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