Péndulo 21 - Octubre

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Donde la palabra no alcanza Carlos Alberto Guerrero Velázquez

C

uando tenía ocho años mi perro fue envenenado. Jugábamos en el parque, en la zona acostumbrada y junto al mismo árbol, como tantas veces lo hicimos durante aquellas tardes que se convertían en noches. Ese día, luego de estar corriendo por un rato, Goliat detuvo por un momento su paso alocado para comerse algo que estaba en el pasto –después que nuestros intentos por enseñarle a no comer nada fuera de casa habían sido inútiles. Toda esa energía con la que nos recibía haciendo un esfuerzo constante por alcanzar nuestra cara para bañarnos con su lengua menguó rápidamente en ese momento. Sentí mucho miedo cuando ya no pudo, en ese momento, caminar bien. Supe entonces que tenía que cargarlo para llevarlo a casa. Lo siguiente que recuerdo es a mí y a Goliat al pie de las escaleras, tirados en el suelo junto a mi padre. Yo tenía la cabeza del perro entre en mis manos y él se esforzaba por absorber un soplo de vida junto con el aire que ya difícilmente respiraba, con los ojos desorbitados y la boca llena de una espuma blanca. Mi primer encuentro con la muerte se dio cuando Goliat dejó de respirar. Para ese momento, yo ya le había rogado a todo lo sagrado que lo dejara vivir. Ya antes habían fallecido familiares o vecinos, pero no fue sino hasta que mi perro se fue, cuando empecé a entender qué era realmente la muerte. Me parecía aterradora la idea de que mi perro pasara la noche en el contenedor de basura – a donde me dijeron que tenía que ir-, solo, en un lugar tan frío, mezclado con el desperdicio y las ratas (por mucho tiempo, el cementerio me causó también una sensación similar). Cuando entendí que Goliat no se levantaría más, que ese rigor frío de sus patas no pasaría, que esta vez no comenzaría a perseguirme si lo molestaba soplando en su nariz, que ya no viviría en casa, sino en un tiradero de basura o bajo la tierra –para mí no había mucha diferencia-, cuando la palabra muerte brilló con todo su esplendor. Odié a quienes menospreciaron mi dolor, incapaces de entender que a los ocho años, la vida completa se encuentra en las pequeñas relaciones. También empecé a

entender que ningún ruego iba a traer de vuelta a Goliat, ya que Dios no escuchaba, no le interesaba mucho o estaba dispuesto a esconderse en su “halo de misterio”. Así que dejé de pedir - la palabra ya no servía - y me fui a enterrar a mi perro. Nunca le hice un altar de muertos con leche ni galletas para perro. ¿Cuándo comienza a tener sentido la muerte para nosotros? Sin duda es la experiencia la que provoca que los conceptos tengan un significado dentro de nuestro lenguaje, esta experiencia se modifica constantemente y de manera personal. A los ocho años es más fuerte el lazo que une a un niño con una mascota que hasta con algunos familiares, debido a la cantidad de experiencias que han sido acumuladas; a la historia que constituye, entre otras cosas, el trasfondo semántico de un concepto. La muerte, como muchos conceptos aprendidos por repetición, permanece como una sombra vislumbrada entre tinieblas (en el mejor sentido de la caverna platónica) hasta que se vuelve terriblemente actual y verdadera, hasta que se tiene enfrente. Wittgenstein dijo que la forma en que se usaba la palabra en la ética, la religión o la poesía arremetía contra los límites del lenguaje; pienso ahora en la certeza que resulta al comprobar que no existe quizá otra forma de expresar la frustración, el pasmo, la impotencia que produce en ocasiones la muerte, sino a través de la metáfora o los símiles. Qué irónico resulta que es precisamente cuando un concepto así toma significado y que comprendemos la insuficiencia del lenguaje. Pienso en otras muertes y en lo limitado que resulta hablar cuando hay que hacerles frente. Pienso, por ejemplo, en mi país, donde el significado de muerte se está volviendo tan sombríamente actual, donde un presidente pretende pagar con sangre ajena el reconocimiento que se le negó en las urnas. Pienso en lo ridículo que resulta el discurso político para confortar a quien ha visto morir familiares suyos a manos de quienes cree que le defienden; en que la palabra • PÉNDULO 21/TRES/OCTUBRE 2010 •

puede llegar no sólo a ser innecesaria, sino hasta insultante. Hace poco asistí al funeral de una amiga que murió en un accidente y supe, desde el primer momento, que no sería capaz de acercarme a su único hermano o su sobrino más querido y decirles cualquier cosa sin que sonara tonto, inexacto, inservible o innecesario; supe que por mucho que me entristeciera, no sentiría ni entendería su dolor -aunque lo creyese - y sobre todo, no podría acompañarlo en un sentimiento que era sólo suyo, porque el pedazo de historia que estaba perdiendo era un significado sólo comprensible para sí mismo; porque aunque se compare con experiencias propias, la vivencia del dolor es siempre algo personal. Opté por abrazarlos. Hace muchos años, con Goliat, empecé a aprender que cuando la palabra no alcanza, es mejor guardar silencio y mover las manos. Para el resto de la tierra, un perro muerto es basura. Silvio Rodríguez


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