guardagujas

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cielo según la hoja en que se mira / adrián ramírez rodríguez

me gustaría soñar con esos falsos muertos a los que llaman zombis

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junio 2011, n° 28


mi ridículo discurso. Ahora no tengo nada de qué avergonzarme, en relación con el maestro Vicente Quirarte, por supuesto.

Número dos Recorrer la ciudad, caminarla, sentirla, hacerla propia para después sorprenderse con lo extraña y ajena que puede ser; entonces retomarla, leerla, buscarla en las plazas y sus kioskos, encontrarse en ella renovado, encontrarla a ella íntegra y desmembrada; nuevas ciudades en una, los rincones y sus pequeños trazos, las grandes avenidas y su lejanía; una ciudad para vivirla, amarla y odiarla, para saber que le pertenecemos, que es mentira o pura ilusión el posesivo “mi ciuuando trabajaba en el Programa Editorial de Humanidades de la dad”, porque en realidad ella celosamente nos ha guardado en sus incontables UNAM, en alguna ocasión tuve que visitar a Vicente Quirarte en su compartimientos. Ésa, La Ciudad sólo puede ser la de México. oficina de Investigaciones Bibliográficas, ubicada en la biblioteca. NeVicente Quirate se ha rendido a la ciudad. Él es quien, a través de la reconscesitaba entregarle las pruebas de algún libro, no recuerdo si de su autoría o trucción de la ciudad y su apropiación por escritores e intelectuales, tiene una de la colección “Al siglo XIX. Ida y regreso”, la cual dirigía. Fue una emocio- estrecha relación con ésta, en ocasiones fatal, como él mismo lo dice, pero nante aventura: para una provinciana como yo, recién llegada a la capital para imprescindible. “El amor a la ciudad por parte de sus escritores será, como involucrarse en un programa editorial - el fascinante universo de hacer libros-, todas las grandes pasiones, contradictorio y rebelde a las leyes de la lógica”, tener que visitar a autores - investigadores, poetas o narradores - en su propio expresa. “Vivir una ciudad es tomarle el pulso, como nos enseñó Ramón Lóhábitat, era en verdad un lujo que no podía perderme. Re- pez Velarde”, nos comparte. Quirarte es el enamorado de la ciudad y como tal, cuerdo la travesía, la gran biblioteca, las oficinas, siempre está a la búsqueda de nuevas formas de conquista y abierto a las de un laberinto, y justo en el fondo, la de Quirar- ser conquistado. te. Estoy segura que él no me recuerda – no No. No nos entrega una guía para vivir en la Ciudad de México en su biogratendría por qué -, pero debo decir que para fía literaria de ésta, pues nos demuestra que de cada autor que lo acompaña en mí fue una grata reunión: acostumbrada este recorrido “podemos elegir las instrucciones para leer en ella y hacer más a los desplantes de ciertos personajes, el intenso el breve paréntesis temporal que nos permite ocupar nuestro común maestro Quirarte me atendió con amabili- espacio físico”. dad y buen trato. Mientras revisaba el material que le había llevado, yo elaboraba un monólogo en mi interior que básicamente decía: “Soy estudiante de la maestría El café, la casa, aquel edificio, un hotel, la plaza, la funeraria, una fonda, la canen literatura mexicana y considero una tina, el burdel, una iglesia, aquella esquina, el jardín, un callejón, la taquería, el fortuna contar con el material bibliográ- puente, la avenida. La Ciudad de México y sus poetas. “La vagancia como una fico indispensable para poder realizar mis de las bellas artes”. estudios e investigaciones, por lo que le agradezco infinitamente esta hermosa colección de la obra de grandes autores del siglo XIX, ya que…” Me Los enseres de Quirarte: el lápiz, la pluma –la tinta, por supuesto-, el cuaderno, devolvió lo ya revisado el cesto de papeles, el portafolios, la camisa, la gabardina y el paraguas. Sobrevive gracias al café con leche y a las “sacerdotisas” que lo sirven, ley nos despedimos empleando las yendo y escribiendo, cuidando sus libros y dedicándolos, luchando cual héroe formas para contra los enemigos del escritor, buscando respuestas en los viajes y en los poeel caso. Yo tas –los otros-, haciendo retratos y mirando la lluvia. Sobrevive a la nostalgia y agradecí no gracias a ella. En la ciudad está Quirarte, en la de México, trazando sus huellas al lado de haber pron u n c i a d o los grandes escritores.

Número uno

C

Número tres

Número cuatro

R

ecientemente vuelve a ser tema de discusión el enfrentamiento entre una narrativa de corte realista y otra que versa sobre diferentes caminos de ficcionalización, llámese fantástico, ciencia ficción, literatura especulativa, imaginativa, alternativa. Cualesquiera que sean los nombres con que designamos el acto narrativo generan polémica, quizá porque son los seguidores de tal o cual manera de representar al mundo los que defienden de manera, a veces acérrima, la su preferencia ilusoria de leer la realidad. Y si utilizo ilusoria es porque voy a tomar esta reflexión de Guy de Maupassant sobre el tema que me ocupa: Dar la sensación de realidad consiste en conseguir la ilusión completa de la realidad, siguiendo la lógica corriente de los hechos, y no en transcribirlos servilmente en su sucesión sin orden ni concierto. De lo que deduzco que los Realistas de talento deberían más bien llamarse ilusionistas […] Visionariamente Maupassant ya veía el enfrentamiento infinito entre la narrativa que consigna ciertos aspectos de la realidad bajo las reglas convencionales del acto narrativo, donde lo real es igual a lo verdadero, y las que buscan desestabilizar esas reglas pero que siguen evidenciando o construyendo desde la realidad pero bajo otro orden representativo el de la verosimilitud (hacia el interior del texto mismo por lo menos). Finalmente en ambos casos se busca dar esa sensación de realidad , de conseguir esa ilusión completa que atrape al lector. Partiendo de esta perspectiva cabría preguntarnos si para los lectores y el personaje de El Horla esa presencia invasora no era tan real como la codicia que rodeaba a todos los protagonistas de Eugenia Grandet de Balzac.

Maupassant termina por conciliarse con este tema argumentando que no debería existir una dinámica de enaltecimiento de una narrativa sobre la otra, pues ninguna representación es mejor a su contraria: Con lo que cada cual sencillamente se hace una ilusión del mundo, ilusión poética, sentimental, alegre, melancólica, sucia o lúgubre según su naturaleza. Y la única misión del escritor consiste en reproducir fielmente esta ilusión con todos los procedimientos de arte que ha aprendido y de los que puede disponer… Así como el escritor se siente proclive a tal o cual estado ante la narración, así los lectores buscan identificarse con esa manera ilusoria de mirar el mundo, defendiéndola sobre las demás (es su derecho como ciudadano lector, es la democracia de la lectura). Por otra parte, un escritor no debería de preocuparse por ser encasillado o enmarcado en tal o cual tendencia, porque finalmente de él dependerá ese ir y venir entre las diferentes formas de representar la realidad. Sus preocupaciones, su lectura del mundo, sus inquietudes seguirán siendo quizá las mismas, el soporte para narrar diferente. Esto traerá consigo a lo sumo nuevos lectores o renovación de lectores. Lo cual puede ser muy refrescante (en caso de animarse a escribir algo diferente a lo que le ha funcionado siempre). En fin, en lo que si estamos ciertos (quisiera suponerlo) es que todo lo escrito es ficción y siendo así, la realidad se viste de otra cosa, de lo que cada quién necesite, desee o quiera. Porque al final de la lectura (o camino) esta la catarsis que provoca el goce de la identificación con esa ilusoria realidad que me representa.


H

e de haber conocido a Vicente Quirarte al promediar 1974 en una clase que me dejó dar Margarita Peña en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Al finalizar Vicente se me acercó y conversamos por los pasillos hasta la salida. Era entonces un muchacho alto, de color moreno recio, de abundante pelo afro, que vestía jeans y camisa a cuadros. Me parecía que ese joven de veinte años se abocaba ya desde la infancia literaria a leer todos los libros. En el decurso de los años, cuando se dialogaba con él, uno se adentraba a un pródigo e imaginativo mundo de lecturas donde había nombres que le suscitaban un verdadero fervor: Nathanael Hawthorne, Herman Melville, Jorge Luis Borges, Rimbaud, Oscar Wilde, Luis Cernuda, y entre los mexicanos, en primer lugar, Ramón López Velarde, Gilberto Owen, Efraín Huerta, Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño, Jaime Sabines y José Emilio Pacheco, es decir, algunos de aquellos que él llamaría, adaptando un verso de José Gorostiza, “peces del aire altísimo. De 1973 a 1980 fui jefe de redacción de la revista Punto de Partida, que dependía del Departamento de Talleres, Conferencias y Publicaciones Estudiantiles, que dirigía ese extraordinario ser humano llamado Eugenia Revueltas, hija del gran músico Silvestre Revueltas, y empezábamos a publicar libros colectivos. De los primeros publicados fue uno llamado Lejos de las naves y lo conformaban tres poetas: Héctor Carreto, Carlos Oliva y Vicente Quirarte. Me satisface mucho haberles publicado a los tres su primer libro. Creo que un peculiar rasgo del poeta y el hombre Vicente Quirarte es su honda capacidad de admirar. La belleza se le revela de continuo en cualquier libro o manifestación artística o en la naturaleza o en cualquier ciudad del mundo. Si como decía Borges, siguiendo a Plinio, que aun en los libros mediocres se pueden encontrar bellezas, nadie de las últimas generaciones, salvo Vicente Quirarte y José Emilio Pacheco, han sido capaz de descubrirnos esos mínimos jardines en un vasto erial, esos metales preciosos entre las depresiones del socavón. Como Xavier Villaurrutia y Ramón Xirau, como Alí Chumacero y José Emilio Pacheco, Quirarte pertenece a esa índole de ensayistas y críticos literarios que con lucidez y nobleza sólo escriben de lo que les entusiasma y les gusta; ante todo buscan el destello o el milagro estéticos; nada más alejado a ellos que la crítica hermética y soporífera de los estructuralistas o el debate ideológico de todos los colores. Siendo Quirarte investigador universitario, sus estudios tienen, además del obstinado rigor, la ligereza del vuelo del ensayo creativo. Su prosa es la más elegante de su generación y su libro, Elogio de la calle, que fusiona ensayo, crónica y biografía, es uno de los libros mayores de esta índole publicados en los últimos lustros. Elogio de la calle es un delicioso paseo por calles, cafés, colegios, universidades e instituciones de la Ciudad de México, desde 1850 a 1992, en el cual uno puede, por ejemplo, encontrarse de pronto en las calles con la figura trágica del byroniano Marcos Arróniz, o con el joven Francisco Zarco incendiando la Cámara de Diputados con sus discursos fulmíneos a la hora de redactar la Constitución de 1857, o con Manuel Acuña en la víspera de un suicidio que consternó hasta la raíz a la sociedad mexicana de su tiempo y el cual dejó al último romanticismo mexicano en el desvalimiento al perder a su figura más representativa, o ver a López Velarde mirando a las muchachas en flor a la salida de la iglesia de la Sagrada Familia de la colonia Roma o paseando en la pecaminosa Avenida Madero, cerca o al lado de las carretelas donde se mostraban en su esplendor las cortesanas fastuosas. Gran caminador de ciudades, Quirarte ha vuelto la Ciudad de México un mapa en su escritura, él, que ha anhelado ser como su admirado Rimbaud “el peatón de la gran ruta”. Cada generación crea, a veces sin ser muy consciente, sus propios clásicos. Ningún poeta mexicano ha sido más creado y recreado por cada generación entre nosotros como López Velarde; sobre la figura y la obra del joven jerezano, diría Vicente Quirarte, como decimos muchos, no se ha dicho ni se dirá la última palabra. Si el centro de la poesía de RLV fue la mujer lo ha sido también en la obra poética de Vicente. Como él, Vicente podría haber dicho que las halla a “todas bellas y a todas favoritas”, aunque haya siempre en el tiempo, como ahora, una estrella fija que ilumine más.

En sus ensayos sobre López Velarde, Quirarte (se) ha interrogado esencialmente sobre cuatro asuntos: uno, el por qué de las causas de su mito creciente, otro, lo que hay detrás del fantasma de la prima Águeda, un tercero, el poeta más allá de lo cívico que creó en su gran poema una patria tradicional, sencilla, modesta y hondamente femenina, y, por último, el Ramón paseante por las calles que van desde la avenida Madero hasta la casa donde moró en la avenida Jalisco. ¿Pero cuáles serían para Quirarte, por principio, las causas del mito lopezvelardeano, que como el de Rimbaud, Pessoa y Cavafis, empezó el mismo día de su muerte? La primera causa, fue su breve vida, habiendo ya dejado una obra única e irrepetible, y por añadido, emblemáticamente, a los 33 años del Cristo; la segunda, es de que RLV es un poeta para todos los mexicanos, para los que saben y no saben, pero a quien en verdad sólo pueden apreciar sus continuas revelaciones estéticas son los happy few, es decir, las inmensas minorías; la tercera causa, nace de que los pequeños hechos de su vida y sus amoríos casi ocultos están rodeados de un extraño misterio, o sea, es de los pocos autores que cada detalle nuevo que se descubre abre un misterio o varios misterios a la vez; la cuarta, es su condición de poeta sin descendencia, o dicho de otro modo, un autor que es en sí mismo una tradición. Sólo hay un López Velarde; lo demás son buenas o malas imitaciones. Su lenguaje es tan original que cualquier traducción palidece ante el original. La quinta causa es, como decía el estridentista Germán List Arzubide, como recuerda Quirarte, que inventó una provincia. A su manera hizo lo que Giacomo Leopardi con Recanati o Saint-John Perse con La Martinica. Por poner un ejemplo, quienes venimos a Jerez, es por revivir de nuevo la poesía y la prosa lopezvelardeanas, para tratar de volver a vivir junto a él imágenes de la Plaza de Armas, donde el pequeño Ramón se encantaba con el paso y los juegos de las “pequeñas torcaces” y las “párvulas bobas”, y las casas donde vivió, principalmente la de calle de la Parroquia (la de Plaza de Armas, la otra, ya no existe); para visitar el Santuario, con su atrio de naranjos y su nave en que desangra la Dolorosa hasta el último desconsuelo, y la Parroquia, a unos pasos de su casa, donde se aprendía la religión, no con los imágenes de gran vuelo lírico de la Biblia o de los Evangelios, sino con el catecismo didácticamente espeso del padre Ripalda; para mirar el Jardín Brilanti, pequeño y verde, y desde luego el bellísimo Teatro Hinojosa, donde ahora lo recordamos, y en el que vería en la infancia mágica espectáculos hechos para niños de su edad. Este Jerez, al que aspiró regresar en los años seniles y donde creyó que sería enterrado en su escueto cementerio. Si Jaime Sabines es el poeta del amor donde hombre y mujer no es posible distinguirlos porque están integrados en un cuerpo como una llamarada, López Velarde es entre nosotros el poeta del deseo. De esos poemas, Quirarte prefiere tres que son verdaderas piezas maestras: “La prima Águeda”, “La mancha de púrpura” y “Hormigas”. Uno de sus ensayos, lo hemos sugerido, Quirarte lo titula “El fantasma de la prima Águeda”. López Velarde, quien solía poner el nombre propio real a sus antiguos deslumbramientos femeniles, en este caso, parece haberle cambiado el nombre. Es quizá una de las escasas mujeres que aparecen en la obra del jerezano de las que biográficamente no se sabe nada. Cada lector creará en su imaginación la Agueda que se le dibuje en el poema. Por otro lado, el hombre que haya leído “La mancha de púrpura” sentirá en su lectura lo que es dejar pasar los días sin ver a la amada para hacer crecer el deseo, y quien lea “Hormigas” no dejará de sentir una y otra vez cómo, ante la belleza femenina, corre “un encono de hormigas en mis venas voraces”. Hoy es 19 de junio. Han pasado 90 años de la muerte del poeta con mayúsculas en una madrugada trágica. Me conmueve hondamente que el premio se le haya otorgado a un devoto lopezvelardeano, al académico que por fortuna no escribe como académico, al funcionario probo, al hombre de letras que en cada género que exploró se volvió una autoridad respetable, pero sobre todo al poeta en quien se unen en sus libros tradición y corazón. Me conmueve –digo, finalizo- que aquel muchacho de 20 años al que conocí en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM ya sea, 37 años después, un maestro para muchos, entre quienes yo me incluyo, él, el poeta Vicente Quirarte, que ha sabido ser siempre un amigo de sus amigos.


M

e gustaría decir que sueño con zombis, que mis noches son de lo más apocalípticas, repletas de toda la parafernalia de moda. Que despierto con la palabra sesos en la boca y que a veces, presa del antojo, salgo y visito el mercado de mi colonia para guisar unos de res en mantequilla negra. Pero nada de esto es verdad. Yo sólo sueño con muertos, con mis muertos y los muertos de otros. Ahí las salpicaduras de salsa de tomate no son una posibilidad; ahí los miembros no están corruptos ni se desprenden como lo hacen las alas de un pollo bien rostizado. Yo sólo sueño con muertos, tal como eran en vida, los distingo por su tono cerino y el silencio con que me advierten que están en la otra orilla. A veces me lamento, sobre todo cuando sueño con mis muertos. A veces me callo, sobre todo cuando sueño con los muertos de otros. No es nada alentador llegar con un amigo y decirle: “hey, anoche soñé con uno de tus muertos”. Porque así como no despierto con la palabra sesos en la boca, tampoco tengo la frase que pudiera dar respuesta o consuelo a los deudos, a los moradores abandonados de este lado del río. Me gustaría decir que soy un nigromante, que por ello sueño con mis muertos y con los de otros. Y no me refiero al nigromante que trota en los páramos de un juego ni al que realiza conjuros en una novela de fantasía. Hablo de la nigromancia llana, de la consulta oracular de los muertos. Pero ni siquiera he logrado ser un nigromante por accidente como ocurrió en Hamlet. La verdad es que, en la mayoría de mis sueños, sólo observo a los muertos, a veces en lontananza. Otras veces sólo los escucho cuando se esconden tras alguna puerta mal cerrada. Los he visto ir y venir del otro lado del caudal, los he visto sentados, meditabundos, en un sillón, silentes. Ellos nunca me miran, como si estuvieran atentos a algo que yo no logro vislumbrar; o porque, simplemente, en su mundo soy yo la invisible. Insisto: me gustaría soñar con esos falsos muertos que llaman zombis, y

acaso ser uno de ellos, para cruzar cementerios en MTV, para perseguir mortales por la campiña inglesa, para ensuciar un centro comercial. Ser caricatura que rebota en las antenas de las azoteas o vivir impresa en las camisetas y en las portadas de los libros. Ser un zombi, retorcerme y escupir en los rostros y en las aceras y en las sábanas y en la comida desperdiciada en el fin del mundo. Pero yo sólo sueño con muertos y todavía no entiendo cómo comunicarme con ellos. Aunque sí he logrado que me observen por un segundo, como quien cree que ha visto un ratón dar la vuelta en el quicio de una puerta. Y sí he logrado que asientan, y en mi efímera consulta al oráculo de los que han partido yo interpreto que ellos están bien, o que yo estoy bien o que los deudos deben estar bien. Además, me gustaría decir que el más allá existe, que por eso sueño con mis muertos y con los de otros. Pero no lo sé de cierto porque, como les he dicho, no soy el gran señor de la umbra, ese que maneja a su antojo el residuo de la existencia pasada de todos esos fantasmas cuya manifestación sensible es prueba de su vida ultraterrena. Lo admito, nada puedo con los muertos, y todavía menos si en mi sueño están dormidos, como regados por ahí, porque entonces sé que debo huir del lugar antes de que despierten, y rezar para no ser atrapada, y no sentir miedo cuando sus dedos rozan mis tobillos. Me gustaría decir que sé lo que ha dicho mi abuela y tu padre y mi abuelo y tu hijo y el amado y tu amada y mi hermano, para que todos nosotros encontrásemos consuelo. Pero mi tarea onírica se limita a cerrar la puerta mal cerrada una y otra vez, aunque algún día la veré de par en par y entonces no podré contarles qué hay detrás. Sólo cierro puertas, y huyo, y escribo esto con el mismo miedo que he sentido toda la vida, que hemos sentido todos. Ese miedo, tan instintivo, que sentimos cuando alguien nos llama por nuestro nombre, aun cuando nos hemos quedado solos en casa.

El chilango perdido es ese que camina con una nube de smog por las calles de “provincia”, como él las llama, por las calles adoquinadas u olvidadas con sus baches que parecen protegidos por alguna institución universal ya que los ayuntamientos o el gobierno del estado nunca llegan a taparlos. Calles llenas de baches en las que a veces aparecen caballos, burros, vochos del setenta y nueve que creías ya no existían, en las que abundan hormigas. El chilango perdido es una obviedad: lo puedes descubrir cuando tiene los ojos como platos cuando se encuentra un cielo azul y con las artesanías locales... las cuales manosea, pero nunca compra. Lo puedes identificar con el cigarrito entre los dedos o con algún otro tótem que lo protege de todos los males del mundo (y con mundo, pues, me refiero a su casa... la capital, y con males, me refiero a los asaltantes, a los traficantes menores, a los roba niños -famosos especialmente en los ochentas e inicios de los noventa-, roba coches, viene vienes, limpia parabrisas y faquires con vidrio que aparecen en las esquinas, por montones.) El chilango encontrado es un poco distinto. Es el que escapa de su ciudad para tratar de ocultarse en otra. Puede lograrlo durante una o dos semanas, hasta que algún vecino le note un acento... un cantadito, como ellos le llaman. Ese que escuchamos en televisión gracias a los actores y sus telenovelas que procuran emular al mexicano real con sus piropos, sus eufemismos y sus graciosos, picosos, divertidísimos comentarios. El chilango encontrado, dirá su capturador, alarga las sílabas al final y tiene un cantadito como de telenovela. Si logra ocultar el cantado, entonces se queja de lo más obvio, como del tiempo que se toma la gente para hacer las cosas, de que cierran los establecimientos a las dos de la tarde porque hace mucho calor, de los taxis que no son para uno, sino que

son colectivos. Se le puede descubrir si es arrogante, y cree que sabe un poco de todo, se presenta con la autoridad que le da la gran ciudad y sus dislates, sus diatribas, sus dificultades para arreglar las vidas de la gente que está tranquila como es, como ha sido y como quiere ser. El chilango encontrado, ese que le toman una fotografía y lo marcan en un círculo como un plumón rojo, luego tiene la esperanza de lograr en “provincia” -al fin que es muy fácil, ¿verdad? y la gente no está tan viciada- de abrir un negocio y volverse un personaje exitoso de un momento para otro. No importa el nivel socioeconómico que tenga este chilango. Entonces como por acto de magia, esa misma provincia le responde enseñándole la espalda, moviéndole la cadera y susurrándole-: ¿Sí crees? ¿Sí te gustaría? Pues no. El chilango encontrado se va con sus ahorros, con su liquidación, con lo que ganó de una rifa y piensa en abrir un negocio de tacos, de jugos, un taller mecánico, una tiendita y si se corre la voz que es chilango -un chilango que tuvimos que encontrar y que no está perdido, pero que busca hacerse un espacio en nuestro lugar-, entonces se distribuye su fotografía, se corre la voz de su nombre, su actual domicilio, sus señas físicas y con qué coche está arruinando, contaminando, las calles de la ciudad y el pobre idiota cree que es una diversión de la sección de sociales y que pronto verá un párrafo con su nombre en alguna revista como Rostros o Quién es quién en la vida, en nuestras calles y baches. Duda que su información se distribuya como pasaría con la foto de un criminal, de un apestado, de alguien que necesita una lección de vida. No lo niego, probablemente tengan razón. La vida nunca ha perdonado que te pierdas, ni que te estén buscando para que te encuentren.

http://lja.mx/guardagujas/ guardagujas@lajornadaaguascalientes.com.mx editores: edilberto aldán / joel grijalva


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