La insoportable levedad del ser

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que pasar una vez más por lo que había pasado ya en Praga: la lucha por el puesto, por la carrera, por cada foto publicada. Nunca había sido ambiciosa por orgullo. Lo que quería era escapar del mundo de la madre. Sí, lo tenía completa mente claro: fotografiaba con gran ahínco, pero podía dedicar aquel ahínco a cualquier otra actividad, porque la fotografía no era más que un medio para llegar «más lejos y más alto» y vivir junto a Tomás. Dijo: — Sabe, mi marido es médico y puede mantenerme. No necesito dedicarme a la fotografía. La fotógrafa dijo: — ¡No entiendo cómo puede dejar la fotografía después de haber hecho unos retratos tan hermosos! Sí, las fotografías de los días de la invasión fueron otra cosa. Aquéllas no las había hecho motivada por Tomás, sino por pasión. Pero no por la pasión por la fotografía, sino por la pasión del odio. Una situación así nunca volverá ya a repetirse. Además, aquellas fotografías, que hizo apasionadamente, nadie las quiere ya porque no son actuales. Sólo el cactus es eternamente actual. Y los cactus no le interesan. Dijo: — Es usted muy amable. Pero prefiero quedarme en casa. No necesito un empleo. La fotógrafa dijo: — ¿Y se encuentra a gusto quedándose en casa? Teresa dijo: — Más que fotografiando cactus. La fotógrafa dijo: — Aunque fotografíe cactus, es su vida. Si vive sólo para su marido, no es su vida. Teresa se sintió repentinamente irritada: — Mi vida es mi hombre y no los cactus. También la fotógrafa hablaba con irritación: — ¿Es capaz de decir que se siente feliz? Teresa dijo (con la misma irritación): — ¡Claro que me siento feliz! La fotógrafa dijo: — Eso sólo lo puede decir una mujer muy... —no quiso terminar de decir lo que pensaba. Teresa lo completó: — Quiere decir: una mujer muy limitada. La fotógrafa se contuvo y dijo: — Limitada, no. Anacrónica. Teresa dijo pensativa: — Tiene razón. Eso es exactamente lo que mi hombre dice de mí.

26 Pero Tomás pasaba días enteros en el hospital y ella estaba sola en casa. ¡Suerte que tenía a Karenin y podía salir a dar largos paseos con él! Cuando regresaba a casa se sentaba a estudiar los manuales de alemán y francés. Pero estaba triste y le costaba trabajo concentrarse. Con frecuencia se acordaba del discurso que pronunció Dubcek por la radio cuando volvió de Moscú. Había olvidado ya lo que dijo pero seguía oyendo su voz temblorosa. Pensaba en él: soldados extranjeros le detuvieron, a él, al jefe de un Estado independiente, en su propio país, se lo llevaron, lo tuvieron cuatro días en algún lugar de las montañas de Ucrania, le dieron a entender que iban a fusilarlo como habían hecho veinte años antes con su antecesor húngaro Imre Nagy, después lo llevaron a Moscú, le ordenaron que se bañase, se afeitase, se vistiese, se pusiese la corbata, le anunciaron que ya no estaba destinado al fusilamiento, le ordenaron que siguiese considerándose jefe del Estado, lo sentaron a una mesa frente a Brezhnev y le obligaron a negociar. Volvió humillado y habló para una nación humillada. Estaba tan humillado que no podía hablar. Teresa nunca olvidará aquellas terribles pausas en medio de sus frases. ¿Estaba tan exhausto?


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