Las voces del desierto

Page 59

Marlo Morgan

Las voces del desierto

cabezas pendían densas nubes de tormenta; ante nuestros ojos se desataban los elementos. Un rayo cayó en el suelo a unos metros de distancia. Le siguió un restallido ensordecedor. El cielo se convirtió en una cúpula de relámpagos centelleantes. Todos echamos a correr para ponernos a cubierto. Aunque nos diseminamos en todas direcciones, nadie parecía encontrar un auténtico refugio. El terreno en aquella parte del país era más bien árido. Había maleza y unos cuantos árboles resistentes, y la tierra era quebradiza. Vimos que el viento empujaba el chaparrón y la lluvia oblicuamente hacia el suelo. Yo lo oí a lo lejos, como si fuera un tren acercándose con gran estrépito. La tierra tembló bajo mis pies. Unas gotas gigantescas cayeron de los cielos. Los relámpagos y el retumbar de los truenos bastaron para poner alerta mi sistema nervioso. Automáticamente eché mano a la tira de cuero que llevaba alrededor de la cintura. La usaba para sujetar el pellejo de agua y una dilli bag hecha de varano del desierto, que Mujer que Cura había llenado de diversas grasas, aceites y polvos. Me había explicado cuidadosamente el origen de cada cosa y su finalidad, pero yo comprendí que para aprender y dominar sus métodos de curación en la práctica, tardaría al menos los seis años que costaba en Estados Unidos realizar la carrera de medicina, o especializarse en osteopatía o en quiropráctica. Tanteé el nudo para asegurarme de que estaba bien sujeta. A pesar del ruido y el ajetreo percibí algo más, oí algo muy potente, nuevo, un sonido agresivo con el que no estaba familiarizada. Outa me gritó: «¡Cógete a un árbol! ¡Sujétate bien fuerte a un árbol!» No había ninguno cerca. Miré hacia arriba y vi algo que rodaba por el desierto a lo lejos. Era alto, negro, de diez metros de anchura, y se acercaba a toda velocidad. Me lo encontré encima antes de que tuviera tiempo de razonar. Agua, un torbellino de agua embarrada y espumosa me cubrió la cabeza. Todo mi cuerpo se retorció y dio vueltas con la avalancha. Luché por respirar. Extendí las manos en busca de algo donde agarrarme, cualquier cosa. No sabía dónde era arriba y dónde abajo. Los oídos se me llenaron de un lodo espeso. Mi cuerpo daba tumbos y volteretas en el aire. Me detuve cuando di de costado con algo sólido, muy sólido. Me quedé clavada, enmarañada en un arbusto. Estiré el cuello cuanto pude para tomar aire. Tenía los pulmones a punto de estallar. Tenía que respirar. No me quedaba alternativa aunque estuviera bajo el agua. Sentía un terror indescriptible. Parecía que habría de rendirme a fuerzas que no estaba a mi alcance comprender. Preparada para ahogarme, abrí la boca y recibí aire en lugar de agua. No podía abrir los ojos, tal era la cantidad de lodo sobre mi rostro. Noté el arbusto clavándose en mi costado a medida que el agua me obligaba a doblarme cada vez mas. Se fue con la misma rapidez con la que vino. La ola pasó, el agua de su estela disminuyó progresivamente. Noté que caían grandes gotarrones sobre mi piel. Volví el rostro hacia el cielo y dejé que la lluvia limpiara el barro de mis ojos. Intenté erguirme y noté que mí cuerpo caía levemente. Por fin intenté abrir los ojos. Miré a mi alrededor y vi que las piernas me colgaban a metro y medio del suelo. Me hallaba a medio camino de la pendiente de un barranco. Oí las voces de los otros. Yo no podía trepar hasta arriba, así que me dejé caer hasta el fondo. Las rodillas se llevaron la peor parte del golpe. Una vez abajo, me levanté tambaleante. Pronto me di cuenta de que las voces procedían de la dirección opuesta, así que di media vuelta. Pronto volvimos a estar todos juntos. No había ningún herido de gravedad. Las pieles para dormir habían desaparecido, así como mi cinto y su preciosa carga. Permanecimos de pie bajo la lluvia y dejamos que el lodo que rebozaba nuestros cuerpos regresara a la madre tierra. Uno tras otro mis compañeros de viaje se quitaron las ropas y así, desnudos, se dejaron limpiar la arena de pliegues y arrugas de la ropa. También yo me quité la mía. Había perdido la cinta de la cabeza durante el ballet acuático, así que me pasé los dedos por los enmarañados cabellos. Debía tener una pinta cómica porque los otros vinieron a ayudarme. Algunas de las prendas dejadas en el suelo habían recogido el agua de lluvia. Me indicaron con gestos que me sentara, y cuando lo hice me echaron el agua sobre la cabeza y separaron los mechones de pelo con los dedos. Volvimos a ponernos la ropa cuando paró de llover. Una vez seca, nos limitamos a sacudirle la arena restante. El aire cálido parecía absorber la humedad, dejándome la piel como una tela extendida sobre un caballete. Fue entonces cuando me dijeron que cuando hace un calor riguroso la tribu prefiere no llevar ropas, pero habían creído que tal vez me resultara muy embarazoso, por lo que habían respetado mis costumbres como gesto de cortesía de los anfitriones hacia su huésped. Lo más asombroso de todo aquel episodio fue lo poco que duró la tensión que había provocado. Lo habíamos perdido todo, pero en un abrir y cerrar de ojos estábamos todos riendo. Yo admití que me sentía mejor, y hasta es posible que también tuviera mejor aspecto después de la pequeña inundación. La tormenta había despertado mi conciencia de la magnitud de la vida y mi pasión por ella. Aquel roce con la muerte había desarmado mi creencia en que la alegría o la desesperación eran fruto de cosas externas. Literalmente nos habían despojado de todo cuanto llevábamos excepto de los trapos con que nos cubríamos el cuerpo. Los pequeños regalos recibidos, que me hubiera llevado a Estados Unidos y

Página 59 de 67


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.