El Sacerdocio en Accion – Relatos sobre el Sacerdocio Aarónico sacados de la revista The New Era.pdf

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misteriosa facultad de poder mirar dentro de una persona y saber exactamente que pensamientos secretos se escondían en su mente. Por supuesto, su padre siempre había tenido esa habilidad, pero a él le parecía que había aumentado últimamente; y esa noche era más evidente que nunca. —¿Que te pareció Gabriela? El joven se encogió de hombros con indiferencia, tratando de evitar decir una mentira. Siempre le había repugnado la idea de mentirle a su padre y, sin embargo, no tenía el valor de decirle la verdad. Es que la verdad lo abochornaba. Cuidadosamente busco una evasiva, algo que no lo hiciera mentir sino que le permitiera evadir la verdad. —Y... no está mal para la edad que tiene. No es una muchacha fantástica, y es... bueno, no sé cómo describirla. Pero no pienso salir de nuevo con ella, si a eso te referías. —Ella llamó por teléfono esta noche —dijo el padre sin hacer comentarios. Era una simple afirmación, pero lo golpeó como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza; el estomago se le hizo un nudo y sintió que la sangre le subía como un torrente a las mejillas. —¿Que quería? —preguntó, tratando de dar a sus palabras un tono desinteresado. Su padre puso las Escrituras a un lado y se enderezó inclinándose hacia adelante. —Llamó como una hora después que te fuiste. Estaba preocupada porque no llegabas, pensando en si te habría pasado algo. El silencio del cuarto era pesado. De pronto, Fernando sintió un gran deseo de que su salida hubiera sido diferente. —Le dije que no tenia por que preocuparse —continuó su papá—, que estaba seguro de que llegarías muy pronto; y que podrías haber tenido algún problema con el auto, o que quizás Enrique no hubiera estado listo a tiempo. Creo —agregó en tono de broma— que tenía miedo de que la dejaras plantada. Pero yo la tranquilice diciéndole que tú no eres de esa clase de muchachos. —Y... sí, tuvimos algún problemita —le explicó su hijo nervioso y dando vuelta rápidamente a las páginas de la revista sin mirarlas para luego cerrarla sin haber leído ni una sola palabra—. Bueno, mejor me voy a acostar. Ese trabajo en la granja de la estaca es mañana de mañana, ¿no? —Sí, a las seis. Fernando se puso de pie y se dirigió hacia el corredor que llevaba a su dormitorio. —Fernando —lo llamó su padre; él se detuvo en el corredor, sin darse vuelta—. ¿Se divirtió Gabriela? —¡Yo que sé! No le pregunté. Había en su voz un tono de impaciencia con el que no estaba acostumbrado a hablarle a su padre; no había tenido la intención de hacerlo. Se le había escapado. —Tenía curiosidad simplemente... —le dijo el padre, sin ningún reproche—. Estos bailes en que son las chicas quienes tienen que invitar a los muchachos son muy difíciles para ellas. Y se lo toman tan en serio que seria una pena que, después de tanto esforzarse y esperar varias semanas, no se divirtieran. Siempre he pensado en eso. —Bueno, pero no le pregunté —repitió él entre dientes—. Me voy a dormir. Ya en su dormitorio, se quedó sentado un rato en el borde de la cama, sin desvestirse. De repente, agarró la almohada y la tiró con furia al otro lado del cuarto. Si su padre lo hubiera acusado, no se sentiría tan mal; pero se había limitado a preguntarle, no por tener sospechas sino por sincero interés. Fernando dio un fuerte puñetazo en el colchón. ¡Si no hubiera escuchado a Enrique!, pensó. Si le hubiera dicho que no al principio, en lugar de considerar la idea para al fin sucumbir a la tentación que su amigo le presentaba. Se quedo sentado en el borde de la cama durante casi quince minutos, con la conciencia remordiéndole y negándole toda paz. Al fin se levantó, salió de su cuarto y se dirigió a la sala, donde su padre todavía se encontraba leyendo. —Es mejor que sepas que no fui a buscarla —exclamó abruptamente, como si estuviera desafiando a su padre a que lo castigara de alguna manera, o que le hiciera cualquier cosa, con tal de acallar su conciencia. El padre levantó la vista y lo miró, pero no dijo nada. El trató de presentar un argumento: —Es que no tenía ganas de ir al baile; y Enrique tampoco, así que las plantamos. Ellas no debían habernos invitado. Detesto esos bailes en que las chicas son las que invitan; uno siempre termina con alguna a quien no habría elegido ni en mil años. —Lo mismo que les pasa a las muchachas muchas veces, ¿verdad? —comentó el padre con una sonrisa desganada. —No, para ellas es diferente. Los muchachos somos los que tenemos que invitar, y si ellas no quieren, no tienen por que aceptar.


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