La Historia del Arlequín

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protector si eso levantaba la moral. “También el ave se atendrá a las raciones, Faraji. No quiero que muramos de hambre en medio del mar.” Pasaban los días y el Arlequín devoraba leguas ayudado por el fuerte viento que aún se mantenía en la popa, pero estábamos todavía muy al sur y muy lejos de cualquier tierra civilizada. Además de Faraji, otros marineros salían a alimentar al albatros, que parecía nunca estar satisfecho. Aunque de alguna manera la despensa no parecía mermar, me enervaba la obsesión que todos habían desarrollado por el ave. “Los suministros se están terminando muy rápido y nos falta mucho por navegar, dejen de alimentar a esa maldita ave,” le dije un marino que le estaba ofreciendo un gran trozo de carne ahumada. “El guardián tiene hambre, capitán. Él nos protege y si necesitamos quitarnos la comida de la boca para complacerlo, es un sacrificio pequeño a cambio de nuestras almas.” El tono belicoso del marino, y las expresiones retadoras que el resto de la tripulación adoptó me enfurecieron enormemente, pero me contuve para no tomar alguna decisión precipitada y bajé a mi camarote. A la mañana siguiente estaba lejos de haberme tranquilizado. Por el contrario, mi cólera había crecido mientras trataba de decidir cómo cortar esa incipiente rebeldía de la tripulación. Al salir a cubierta, Faraji y una docena de marineros alimentaban al albatros a manos llenas, con grandes risas ante las maniobras que el ave hacía entre los aparejos para atrapar los bocados que le ofrecían. Era demasiado. Perdí los estribos y bajé a mi camarote, tomé mi ballesta, la armé y subí a cubierta. En el primer descenso que vi hacer al ave hacia la mano de Faraji, apunté y disparé mi flecha, que atravesó al pajarraco justo en el pecho. En cuanto el ave cayó muerta sobre la cubierta, el viento que nos impulsaba cesó por completo. Otro viento, o una sensación de viento frío, me invadió y me heló hasta los huesos, aunque no tocó las velas ni por un instante. Todos se quedaron paralizados, pasando sus ojos de mí al ave muerta y de vuelta a mí. Faraji, con los ojos muy abiertos, dijo algo en su gutural idioma que por supuesto no entendí, pero después me señaló con su enorme mano y dijo: “Estás maldito, bosi. Maldito por siempre.” El cielo, antes tan brillante por la


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